El Doncel don Martín Vázquez de Arce

lunes, 10 febrero 1986 0 Por Herrera Casado

Un estudio de simbología

I

En apasionada pirueta sobre el Océano está España. Y en la parda picota de sus mesetas, luce Castilla. Penetra la romería en ella, y alcanza Sigüenza, tendida junto al Henares naciente. La ciudad que muestra, como un joyel, recónditas plazuelas, iglesias medievales, sonoras campanas y un melodioso silencio con olor a frío musgo impenetrable. A media ladera, la catedral que comenzara a erigir, allá en el siglo XII, un obispo aquitano llamado don Bernardo. Dentro de ella, una capilla con luz de acero y transparencia de alabastro por los muros. Acostado en el del norte, hay un sepulcro desde el siglo XV: es el de don Martín Vázquez de Arce, joven guerrero y humanista que murió peleando contra el moro, en esa batalla de reconquista o civil contienda que en España enfrentó, por ocho siglos, al rubio norteño contra el moreno andalusí.

Se apaga el ruido de los pasos al entrar en la estancia, e la altísima capilla de los Arce. Allá sorprenden con su frío respirar las tumbas de guerreros, de obispos, de doncellas y duelas de perdidas mirada. Fechas lejanas, nombres de guerras, un estandarte tomado al inglés, algún retablo gotizante donde San Juan y Santa Catalina ponen sus símbolos en nuestra razonada. La cúpula nervada crispa el alto brillo del mediodía. Olía, hace ya tiempo, a incienso candente, a cera ajada. Es sueño, ingrávida inexactitud, proeza inalcanzable, estar aquí, allí, frente al Doncel de Sigüenza, frente al sepulcro y yacente estatua de don Martin Vazquez de Arce, comendador de Santiago, el cual fué muerto por los moros enemygos de nuestra sancta fe católica peleando con ellos en la vega de Granada, miércoles, anno del nacimiento de nuestro salvador Jesucristo de mill e cuatrocentos e ochenta y seis annnos, fue muerto en edat (de) veinticinco (annos).

La veneración que surge, el respeto y un temblor de párpados incontenible, a lar la vista a este pedazo tallado de alabastro, proviene de algo más que la simple muestra estética, que el sólo valor artístico de la estatua. El fragor cordial que dentro de nosotros explosiona, sucede a una  irrepetible caída de la luz sobre la tallada piedra. Siempre igual, y cada día diferente, el Doncel ha esculpido a su vez el ámbito que le rodea. De la espalda se encargan, los eruditos, de saber su historia, su peripecia guerrera y vital; o la historia de su estatua, el controvertido tema de su autor ignoto, de su escuela interrogada; la palabra y el símbolo que de toda su compostura surge, de sus mil detalles, de sus invisibles líneas, de su fuerza y gesto esbozado.

Al visitante, al ser humano que, en romería única y crucial, llega ante la estatua del Doncel de Sigüenza, quizás le sobres todas estas palabras, las explicaciones y las razones de aquel estar. Va más allá: se trasciende en el ser de dulce espera. Pero aquí, porque también conviene, daremos la razón histórica, anecdótica, y táctica, de esta impar escultura, quizás como El Espectador Ortega y Gasset decía, “la estatua más bella del mundo”.

II

Fue D. Martín Vázquez de Arce (1461-1486) un número más en la incontable legión de los hidalgos castellanos del siglo XV. Aunque enterrado y ya ligado a la eternidad a Sigüenza, la vida de este joven transcurrió en Guadalajara. En la corte renaciente y humanista de los poderosos Mendozas, se educó de joven, sirviendo de donde junto a los vástagos de otras hidalgas o nobles familias. Su padre, don Fernando de Arce, tenía casas en Guadalajara, y sirvió al primer duque del Infantado, primogénito del marqués de Santillana, así como al segundo duque, don Iñigo López de Mendoza, constructor del magnífico palacio gótico que hoy exhibe Guadalajara. Obtuvo don Fernando la encomienda de Cortijo en la Orden militar de Santiago, y fue durante algunos años secretario personal y muy allegado del duque. Teniendo casa y empleo en Guadalajara, es lógico que allí residiera, educando a sus hijos con el gasto propio de la época. Y allí estaría nuestro don Martín, aun nuño, ejercitándose en las artes de la guerra, en las de la liberalidad, en las del amor y el estudio: Sería poeta, certero justador, decidor elegante, pleno de coraje juvenil. Al itálico modo tallada se personalidad, al arriacense estilo mendocino, con una espada en la mano y  en la otra el cantar que enseña la fugacidad de los días, la esquiva cara de la muerte.

Ésta le llegó al joven caballero santiaguista un día de octubre de 1486, cuando en compañía de su padre, de sus maestros, de sus amigos, alentaban animosos la guerra cruzada de reconquista de Granada. El cronista Fernando del Pulgar nos refiere la campaña  guerrera de aquel año, que comenzó en Mayo, y que condujo a la caída de Loja, de Illora y de Moclín. Martín Vázquez, su padre y los otros, había participado en sus cercos, y una exaltación de la victoria parecía querer acabar ese mismo año con el poder andalusí de Granada. La corte lucidísima del duque don Diego Hurtado de Mendoza, en la que servía nuestro doncel, se encaminó a poner cerco a Montefrío, pero aquella tarde decidieron bajar hasta la misma vega de Granada, a la llamada “huerta del rey”, a talar campos y castigar cosechas, estrategia clave en la guerra medieval. En un momento, vieron como una nutrida tripa de moros atacaba y acorralaba a un reducido número de caballeros cristianos, pertenecientes al obispo de Jaén, García Osorio; los alcarreños volvieron grupas a protegerlos. Una breve lucha, los árabes ahuyentados, todo ha pasado. De inmediato, reorganizado las filas, un escalofrío recorre el espinazo de don Fernando Arce, del dique don Diego, de todos los amigos, de la humanidad entera: han muerto en la refriega el caballero Juan de Bustamante, principal de Guadalajara, y el joven comendador santiaguista Martín Vázquez de Arce. Fue toda la muerte, sin embargo, para éste. Fue toda la tristeza como un ráfaga de tapiz desnudo, la que inundó, ya para siempre la tierra de Granada, de Guadalajara, de Sigüenza… En aquel momento recogió el cuerpo su propio padre y lo llevó hasta Sigüenza, depositándolo en la capilla catedralicia propiedad de la familia. El hermano del Doncel, por entonces prior de Osma, y más tarde obispo de Canarias, don Fernando Vázquez de Arce, se encargó de que al joven guerrero le cobijara una cabal y cumplidísima sepultura. Surgió, así ese milagro de estatua y enterramiento, que aun hoy suspende la respiración y alienta de suelo de cuantos lo miran. 

Es lógico que la bellísima escultura del Doncel de Sigüenza, que su real historia melancólica, dieran pie para crecer a las más desorbitadas leyendas en su torno. Algunas de estas, nos presentan a Martín Vázquez, jovencísimo aprendiz en Salamanca, de leyes, cánones y latinajos. También se dice que estuvo enamorado de la Reina Isabel, la Católica, dirigente de Castilla, la cual llamaba cariñosamente a Martín “el mi loco”. Algunos soñadores han inventado travesuras del muchacho en funciones de paje de un obispo, o enamorado de una dulce rubia mayor que él, leyendo juntos los prohibidos libros amorosos que la Inquisición reservaba a los censores. Y aún tratan de ponerle, en el supremo trance de la muerte, exhortando a su padre para que le ponga en estatua vestido de soldado y con un libro entre las manos. Fabulaciones sin sentido, ya es suficientemente dramática su verdadera historia para inventar consejas.

Lo que sí es cierto, probado por sesudos investigadores, es le dato de que don Martín Vázquez de Arce dejó una hija, y la dejó legítimamente reconocida. Se desconoce el nombre de la madre, des circunstancias del hecho. Pero después de la muerte del personaje, su hermano don Fernando, obispo de Canarias, se ocupa de cuidar a Ana Vázquez, hija de su hermano Martín. Corta peripecia la que en el mundo escribió este hombre. Su fama universal, su pétreo trasunto, le han dado eterna presencia, inmortalidad segura.

III

Se abre el sepulcro de D. Martín Vázquez de Arce, en el muro del evangelio de la capilla familiar, y lo hace mediante un gran arco de medio punto, de esbeltísimas proporciones, que lleva en su trasdós una chambrana formada por un arco de cuatro curvas convexas, adornadas de vegetales tallos. La cama del sepulcro, escoltado de muy delgadas pilastrillas, descansa sobre los cuerpos de tres leones, que asoman arrogantes sus cabezas bajo ella. El frente del sepulcro se divide en cinco fajas, de diversa anchura, ocupadas por motivos vegetales, inspirados en grabados de la época, que mantienen un ritmo indudable de verticalidad, mientras que la central muestra el escudo del caballero, sostenido por dos pajes, Tras el escudo, retorcida al máximo, una correa. Los pajecillos, vestidos de ropa corta alemana, se muestran e posturas que ayudan a dar a este espacio central una movilidad extraordinaria, sujetando el escudo con posturas diversas, y cruzando las piernas de modo que los dos tiene a su derecha junto al blasón, lo que sirve para lanzar, desde ellos, la mirada en dirección ascendente hacia la escultura del caballero. Reposa éste con su codo derecho sobre un haz de laureles. Recostado, alza el torso para leer el libro que entre las manos sostienes, y meditar. Las piernas están indolentemente cruzadas. A sus pues, un pajecillo triste llora apoyado sobre el yelmo del caballero. Tras él, un león levanta la cabeza. La indumentaria del Doncel está magníficamente realizada, y describe al detalle el hábito militar castellano en la Edad Media: los brazos y las piernas se cubre de armadura metálica de piezas rígidas; el cuerpo lleva cota, que es de cuero por arriba, y mallas metálicas abajo; su torso está aún revestido de una esclavina lisa, atada al cuello por corredizo cordón, y en el pecho se dibuja una cruz roja de la Orden de Santiago. Del cinto cuelga la daba, y sobre la cabeza, peinada al estilo de la época, un bonete de paño. Descanse el caballero todo su cuerpo sobre la extendida capa. Y entre las manos, un grueso libro abierto en su mitad, que atentamente lee y al mismo tiempo le sirve de meditación. En las jambas del intradós del sepulcro, aparecen los relieves de Santiago y San Andrés. En el muro del fondo, una suave decoración floral con trama de rombos, y una cartela en la que, a caracteres góticos, lo mismo que en la pestaña del sepulcro, se describe la peripecia última del personaje. La parte superior de la hornacina se completa con una tabla semicircular, obra del primitivismo castellano de finales del siglo XV, en que aparecen juntas varias escenas de la pasión de Cristo. 

Todo lo bueno, en España, es de autor anónimo. NO se conoce, y quizás con exactitud no se llegue a conocer nunca, quien fue el autor de este mausoleo y estatua. Supera, con mucho, todo lo que se hace en Castilla a afines del siglo XV. Tiene de flamenco o italiano ciertos detalles, pro el fondo es hispano. La mano que talló tan dulce y magistralmente el Doncel escondió al final su forma y seña. Quizás Gil de Siloeé, Sansovino, o algún otro toscazo o borgoñón viajero. Parece, sin embargo, que últimamente diversos indicios y relaciones estilísticas y documentales, centra el peso, y la gloria, de su silueta sobre el escultor Sebastián de Toledo, de origen desconocido, pero con taller en la ciudad de Guadalajara, donde cosas similares y para familiares íntimamente relacionadas con los Arce, hizo en esa época. Hoy por hoy, es ese nombre y esa ciudad las que pueden con más rigor erigirse en firma de la estatua.

Pero al espectador que, atónito, contempla esta imagen serena y bellísima del joven guerrero, le vienen a la mente otras ideas; necesita una razón más alta para enfrentarse con tamaña fuerza del espíritu. Almo más que una simple descripción certera. El simbolismo de esta estatua, de este enterramiento todo, es claro y sugerente. La obre de arte, en definitiva y más allá de toda perfección técnica, ha de encerrar un significado que la trascienda, que la de vida. Un modo de eternidad, una vía de salvación, una clara maniobra para entrar de seguro en “la otra vida”: batallar con la muerte es el más difícil empeño del hombre. Y aquí, en esta silenciosa y prístina capilla de la catedral seguntina, ante la efigie serena y antigua de don Martín Vázquez de Arce, se nos muestra claramente que la victoria ha sido suya, que la inmortalidad es algo incontestable, real, sin dudas. A tan seguro puerto conduce el simbolismo pleno del Doncel.

Se impregna este sepulcro del culto a la fama, que como idea rectora empuja la vida de los nobles medievales. Hay dos detalles que apuntalan el trance infinito del Doncel: su actividad guerrera contra el moro, su defensa de la fe católica, por un lado; y por otro, la edad temprana en que fallece: a los 25 años solamente. La que hoy sería unánime expresión de “malogrado joven”, se torna en esos postreros años del siglo XV en una auténtica victoria de la vida: es mal logrado aquel que aun con larga vida, no ha hecho en ella nada útil por la religión o por acrecentar el honor y fama del linaje. Pero en cambio, está pleno de sentido, y es victorioso, aquel que aun en inmadura edad ha dado todo por esos fundamentos. 

En ese contexto simbólico se inscriben todos los detalles de la pieza escultórica. En el frontal de la peana, dos pajes muestran el escudo que contiene los blasones del linaje de los Vázquez de Arce. El personaje se inscribe y señala como miembro de una familia hidalga, de probada virtud, de añeja prosapia. Y es él precisamente quien con su acto heroico, con su muerte temprana inyecta nuevo valor a ese linaje. Apoya el brazo derecho la figura sobre un abultado haz de laurel, que es símbolo transparente de la Victoria, y que por su carácter de hierba inmarchitable presupone la eternidad del recuerdo, y la duración  y acrecentamiento de esa fama que ha conseguido el personaje con su acción. A los pies un pajecillo se muestra  apenado, doliente, apoyando su brazo derecho sobre el yelmo metálico del guerrero. Símbolo de Tristeza por algo irrecuperable, como será el batallar galano, la pelea varonil y astuta, la valentía serena del que cree firmemente en la razón que le mueve. El devenir de la humana peripecia, el terrenal oficio queda definitivamente anclado. El yelmo, que fue destello plateado en la guerra, es ahora, y será por siempre, un testimonio de irrecuperabilidad y muerte. Pero junto a él, un animal rebulle y levanta la cabeza, mirando al alto. Es un león, que puesto  a los pies del muerto dice de su Resurrección, de su segura llegada a la otra vida. Durante la Edad Media, es muy utilizado el símbolo de colocar un perro a los pies de un difunto, en estatuas y pinturas, queriendo significar con ello la Fidelidad como virtud primera y teologal del cristiano. En este caso del Doncel de Sigüenza, el león, que nace ciego y a los tres días recupera la vista, y “renace” es símbolo que aclara el sentido todo del sepulcro. Martín Vázquez resucitará, volverá a la vida, en contrapunto perfecto de ese yelmo llorado que le acompaña en expresión de  muerte. La alegría en la esperanza se confirma con los tres leones que soportan, en el pie del sepulcro, todo el peso del monumento.

Y aun la postura y actitud del joven alcarreño expresan y confirman cuanto hasta ahora hemos visto. Tendido está en el descanso último, pero alza el pecho y la cabeza en espera de un futuro. Reposa y vigila. No es la clásica yacente manera, en que la edad media coloca a sus muertos, la que adopta el Doncel, sino que cuaja en un modo de estar, que viene a afiliarse en la esencia de una esperada Resurrección a la que contribuye la Fama y Virtud del personaje. La colocación de las piernas de la estatua, y posiblemente en su primer momento el cadáver, es de un  gracioso cruce que hace a la izquierda, doblada la rodilla, montar sobre la derecha, completamente estirada y apoyada en el lecho. Así se enterraban en la Edad Media los caballeros de las diversas órdenes militares, los “cruzados” que hasta Tierra Santa, o aquí en la Península Ibérica, había llevado el símbolo de la Cruz como bandera y guía de su actitud guerrera. La Guerra Santa que el Islam ejerce durante el Medievo, es contrarrestada con otra similar, -son las Cruzadas- por parte de la Cristiandad. Suprema aspiración del caballero cristiano, encontrar la muerte peleando contra el infiel, calve segura de su salvación. Así como un “cruzado”, espera el Doncel de Sigüenza la resurrección de la carne, seguro ya de haber conseguido el celeste premio.

Venimos finalmente a fijarnos en su secular y paciente gesto: la lectura. Un grueso volumen sostiene Martín Vázquez de Arce entre sus manos, férreamente amenazantes del objeto. Ha estado leyendo un momento sus páginas, ya ahora deja caer la mirada sobre su borde superior, perdiéndose en un horizonte que existe más allá del suelo de la capilla. Ha leído, y medita. Pero ¿qué libro es el que sostiene n las manos del Doncel? ¿Cuál la lectura que le mantiene alerta y le sirve de meditación? Se han barajado posibilidades y se han fantaseado sobre un tema insoluble. ¿Serán las coplas de Jorge Manrique? ¿El Tratado de perfección militar de Alfonso de Palencia? ¿La Metamorfosis de Ovidio? ¿Los Evangelios? Para mí no hay duda: don Martín Vázquez cumple como un caballero cristiano, y atiende al rezo, seguido de la meditación, de una ebro de Horas. Lleva así la espera en su segura resurrección. Y no es melancolía o tristeza lo que el Doncel expresa en su rostro irrepetible: es la serena visión del Más Allá. La muerte física ha purificado la mente, y la nave en que se embarca para su postrero viaje, guiada de un libro de meditaciones religiosas, tiene ese gesto de sobriedad, de desafección mundana. Martín Vázquez ha visto, comprende, está seguro.

En su descanso se acompaña de dos figuras, Santiago y San Andrés, que ya en santidad y tras haber cumplido una misión también guerrera, escoltan la espera, el viaje, la eternidad del joven.

 Así contemplada la estatua, -magnífica en técnica, genial en concepto- se nos aclara su dimensión exacta. Expresa el alabastro, no sólo la peripecia instantánea de un gesto y duna figura, si no el andamiaje todo de un modo de entender la vida. La vida y la muerte. Una cultura, una religión, una filosofía. Corta biografía, y hondo simbolismo, lo que el Doncel de Sigüenza, de de Guadalajara, de Castilla entera, muestra al mundo desde su pálido pedestal de piedra.