Una excursión a Pelegrina
Para estos días del verano, cuando parece que más apetece echarse al campo y recorrer con detenimiento todos esos lugares de nuestra provincia de los que nos han hablado siempre, que son maravillosos, que tienen paisajes y monumentos inolvidables, uno de los lugares que mejor pueden servir de destinos de nuestros pasos es Pelegrina, en el valle del río Dulce, a muy pocos kilómetros de Sigüenza, por una carretera local bien asfaltada.
Recostado en la ladera septentrional de un cerrete rocoso, vigilante en la orilla derecha del profundísimo barranco por el que discurre el río Dulce, y oteando al mismo tiempo un más alto y suave vallejo en el que se cultivan de cereal sus tierras, aparece el bello caserío de Pelegrina, tapizado de construcciones típicas y rematado en el agudo puntal de su castillo.
Tan curioso emplazamiento, y la magnificencia de los paisajes que le rodean, hicieron surgir, en la Edad Media que vio su poblamiento, el nombre que aún hoy mantiene: Pelegrina procede de la palabra «peregrina» o «bella» perspectiva. Escasamente habitado durante el año, los meses de verano ven abrirse todas las puertas de sus casas, siendo utilizado por numerosas familias como lugar ideal para el descanso.
Por su término cruza, ahondado entre impresionantes riscos cortados, por donde la vegetación exuberante aflora entre las piedras, y los arroyos se despeñan en altísimas cascadas, el río Dulce, que procede de los altos de Bujarrabal y Jodra, y da, luego de atravesar los alucinantes estrechos de La Cabrera y Aragosa, en el Henares, por Mandayona.
Tras la reconquista de la zona y ciudad de Sigüenza en 1124, el enclave de Pelegrina y sus alrededores fue dado en señorío, por el rey Alfonso VII, a los obispos de Sigüenza, quedando en exclusivo patrimonio de la Mitra hasta el momento de la abolición de los señoríos. Estos obispos construyeron el castillo roquero en el mismo siglo XII, y en él pasaron largas temporadas de descanso. En su derredor fue creciendo el poblado, al que favorecieron siempre los obispos.
Sólo vio turbada su tranquilidad en el siglo XIV, cuando Pedro I de Castilla lo confiscó temporalmente para fortificar su reino contra las posibles amenazas fronterizas de Aragón; en el siglo, las tropas navarras lo conquistaron durante breve tiempo: en 1710, los ejércitos del archiduque pretendiente al Trono, ya en retirada hacia Aragón, lo incendiaron y destruyeron, lo mismo que un siglo después, en 1811, hicieron los franceses con los escasos restos que quedaban, dejando una ruina triste sobre el montículo.
El castillo de Pelegrina es de los de tipo roquero, puesto en lo más alto del roquedal sobre el que se encarama el caserío. Es alargada su planta, con fuertes cubos o torreones esquineros, cilíndricos, adosados en las esquinas, y otros al comedio de los muros. En el extremo sur se abre la puerta, con alto arco que salta entre dos gruesos torreones. El espesor de sus muros, al menos en la parte baja, era superior al metro y medio. Parte de ellos se han perdido, y de los que quedan han perdido también las almenas. Tuvo torre del homenaje, construida más modernamente, y que apoyaba sobre el muro norte; era de planta cuadrilátera, con dos pisos de estancia. El estado actual de este castillo es totalmente ruinoso.
Puede el viajero contemplar también la iglesia parroquial de Pelegrina. Es obra románica, erigida también en el siglo XII, cuando fue tomada y poblada por los obispos de Sigüenza. Puede admirarse en su aspecto exterior la espadaña triangular sobre el muro de poniente, el ábside semicircular con remate de modillones en la cabecera del templo, y una portada abocinada con arquivoltas semicirculares y columnas y capiteles muy desgastados, pero de sencillo aspecto románico rural.
En el siglo XVI se le añadió a esta portada un escudo del obispo don Fadrique de Portugal, con restos de policromía, y un atrio porticado sujeto por columnas cilíndricas sobre pedestales y rematadas en sencillos capiteles clásicos. En el interior, de una sola nave, destaca el artesonado de tradición mudéjar, policromado, del siglo XVI, y el gran retablo que cubre los muros de la capilla mayor, obra de la misma centuria, salido de los talleres seguntinos hacia 1570, y en el que con toda seguridad puso su arte de buen entallador Martín de Vandoma, debiéndose las pinturas probablemente a Diego Martínez. Ambos artistas fueron autores de un retablo similar en Caltójar (Soria) en 1576.
Este retablo tiene tres cuerpos y un remate central, con cinco calles verticales. Talla y pintura alternan en sus espacios, que van separados por frisos, balaustres y pilastras ricamente decoradas con motivos de gran plasticidad, en los que predominan los grutescos, follajes, roleos y cartelas. La predela muestra cuatro hornacinas aveneradas, en las que aparecen otras tantas estatuas de los evangelistas. La calle central se ocupa con una buena talla de la Santísima Trinidad en gran hornacina avenerada, y sobre ella los restos de la escena de Santa Ana y la Virgen Niña, escoltadas ambas por pequeñas tallas de santos, mártires y ángeles músicos. Las pinturas representan diversas escenas de la Infancia de Cristo y de su Pasión. En el remate, pinturas de los cuatro Padres de la Iglesia. El interés de este retablo de Pelegrina es enorme, tanto por la calidad de su ejecución como por el ordenamiento iconográfico del mismo.
Y después de contemplar viejas callejas, perspectivas urbanas a cual más interesante y arte en condiciones, el viajero tendrá la oportunidad de reposar sus andanzas en algún bosquecillo de encinas o pequeños robles que en la proximidad de Pelegrina pueblan el paisaje. En definitiva, un agradable día de excursión para cuantos desean ir conociendo, palmo a palmo, la provincia de Guadalajara.