Un viaje a Irueste

viernes, 17 febrero 1984 0 Por Herrera Casado

 

En mi obra Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara, editada el pasado año por la Excma. Dipu­tación Provincial, y que reúne a lo largo de más de 600 páginas de gran formato cuanto de interés pue­de encontrar el viajero o curioso de los pueblos de nuestra provincia, quedó un solo pueblo sin mencio­nar: Irueste. Dicha falta, notada de inmediato por los buenos conocedo­res de nuestra tierra, fue motivada por un «traspapeleo» y final des­aparición del texto manuscrito rela­tivo a dicha villa alcarreña, quedan ­luego fuera de la mecánica de me­canografía y ordenaciones sucesivas del texto.

Pero lugar de tanta importancia y de tan subido interés para el conocimiento a fondo de la tierra al­carreña no podía quedar fuera del pormenorizado estudio de sus pue­blos. Es por ello que en fecha reciente he vuelto a Irueste, arroyo de San Andrés arriba, surcando la es­trecha y sinuosa traza de uno de los más recónditos y hermosos va­lles alcarreños. Y así he querido re­ferir en estas breves líneas que si­guen cuanto se sabe sobre este lu­gar, en texto que quiere guardar si­militud de extensión y tratamiento que el resto de los dedicados a los demás pueblos de Guadalajara.

Espero que, si un día llega la se­gunda edición de la citada obra «Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara», Irueste aparecerá, co­mo se merece, junto al resto de las poblaciones, todas sencillas y carga­das de arte e historia, de nuestra tierra.

En lo hondo del valle de San An­drés, tierra de Alcarria en puridad completa, se acurruca el pueblecillo de Irueste, colgando en empinado cuestarrón de la margen izquierda de dicho valle. Pinares y olivos, pe­dregales y un pequeño cogollo de huertos a sus pies, forman los paisajes que le rodea, siendo la llanura cereal la que en el alto páramo le nutre. Es hoy todavía, como hace cuatro siglos decían de él los cro­nistas, «abundoso en fuentes y bue­nas aguas».

De su historia puede reseñarse que existe al menos desde la reconquista cristiana de la comarca alca­rreña. En 1133 pertenecía al Común de Villa y Tierra de Guadala­jara, y se regía por su Fuero. Este detalle de pertenecer como aldea, durante siglos, al alfoz de Guadala­jara, hizo que su desarrollo fuera siempre mínimo. Como señor de siglo XVII. En 1647 fue vendido Irueste a don Juan Morales y Bar­nuevo, que a la sazón era también señor de Romanones. La compra se hizo en un alto precio, pues este magnate pagó al erario real más de un millón de maravedís. Entonces el nuevo dueño decidió cambiarle el nombre al pueblo, denominándolo Valdemorales por dar eternidad a su apellido. Pero sólo alcanzó a reflejarse este deseo en algunos do­cumentos oficiales, permaneciendo su nombre tradicional hasta nues­tros días.

Pasó después a la familia de los Torres, de Guadalajara. En 1752 era vizconde de Irueste don José de Torres y Mejías. En dicha familia re­cayó más tarde el título de condes de Romanones, ostentado en este siglo por un conocido personaje de la política liberal.

El viajero que acude a Irueste podrá deambular por sus calles admirando algunos ejemplos destacables de arquitectura popular netamente alcarreña, con muros de piedra ca­liza y adobes entramados. A la en­trada, junto al río, se admiran una sencilla ermita de estrecho atrio, y el parador o portazgo que muestra su arquitectura recia y tradicional de la comarca. Por el puente de piedra, de un solo ojo, pasaba antaño el camino real.

En lo más alto del pueblo se en­cuentra la iglesia parroquial, que aunque de estilo románico en su origen, hoy no conserva nada de tal carácter, pues a comienzos de este siglo se hundió y fue rehecha por completo, a excepción de la torre, del siglo XVI, muy sencilla, toda e}la de piedra. Escoltando la entra­da hubo un pequeño atrio, ya desmontado, de cuyas columnas se con­servan los capiteles renacientes de un severo clasicismo. El ábside muestra al exterior una cornisa bi­selada que se apoya en ménsulas sencillas, y presenta estrechas ven­tanas. En las afueras del Pueblo hu­bo un rollo o picota, símbolo de vi­llazgo, que fue desmontado hace tiempo.