Los cañamones de Berninches
Son cada vez más escasas las celebraciones de cofradías y hermandades en nuestra provincia. La evolución de los tiempos ha ido limando de significado la existencia de estas instituciones, antaño tan vivas y útiles, dejándolas casi reducidas a la letra muerta de unas constituciones, una misa anual, un recuerdo entre los viejos. Las hermandades surgieron en su mayoría durante los siglos XV y XVI, alentadas por la Iglesia, pero con la basamenta social de un pueblo que tenía fe auténtica en la unión y el apoyo mutuo dentro del contexto concejil, órgano de convivencia netamente castellano y renacentista.
De tales hermandades existe una en la Alcarria que se ha mantenido viva y palpitante. El pasado domingo vino, un año más, y con especial relieve y brillantez, a demostrarlo. Se trata de la Hermandad del Santísimo Sacramento, también conocida por la «del Señor» de Berninches. Nadie en el lugar tiene idea concreta de cuándo fue creada. No se utilizan constituciones escritas. Su funcionamiento es sencillo, multisecular, agrupa a todos los hombres -y ahora mujeres- del pueblo que lo desean y se lleva un control administrativo sencillo de lista de cofrades, de cargos desempeñados, y de dineros gastados.
De entre las diversas ceremonias a que se someten gustosos los cofrades del Señor de Berninches, y que podrían resumirse en asistir a diversas celebraciones litúrgicas en la iglesia del pueblo cada año, pagar sus cuotas, y acompañar los entierros de los cofrades muertos, destaca con fuerza la del domingo siguiente a la festividad del Corpus. En ese núcleo del año se centra su vida activa y su reunión social más esperada. El Corpus acompañan la procesión por el pueblo; el viernes siguiente, al que llaman «la octava» ponen enormes altares de sábanas, flores y cuadros, por las calles, el sábado pagan un gran baile en la plaza, y el domingo «de cañamones» se pagan un ágape sencillo al vecindario en completo y a todos los visitantes que se acerquen a la villa, además de celebrar una merienda comunitaria, que con un sabor de ancestralismo cuidan al máximo.
El ágape a quienes se acercan a curiosear consiste en el reparto, en la plaza mayor de Berninches, de bolsas con cañamones, anisillos y tostones. En un principio, esta «caridad» se hacía solamente con los chicos del pueblo. Aún queda la idea, especialmente entre las personas mayores de la villa, de que esto supone la celebración del «bautizo de Dios» al que todos asisten con sus mejores galas y andando de un lado para otro, hablando con los amigos, bebiendo de porrones volanderos, se pasa la tarde de fiesta como si un nuevo cristiano hubiera llegado al pueblo.
El núcleo de la fiesta de la hermandad, se celebra sin embargo, en el atrio de la iglesia. La de Berninches está en alto, presidiendo la plaza, con su portada de sillería bellamente tallada en el siglo XVI precedida de un atrio rodeado de barbacana también de severo sillar. Junto a la puerta, dos sencillas acacias dan sombra que en esta época ya se agradece. Allí se forma un círculo cerrado con los bancos de la iglesia, y por un estrecho paso van entrando los cofrades «del Señor», solamente los varones, que se sientan en los bancos, generalmente por orden de edad. Delante de la portada de la iglesia, se pone la mesa presidencial, cubierta de sábanas bordadas, flores y muchas bandejas en las que hay cañamones, pastas, bollos, tortas y mil dulces, así como porrones cargados a tope del vino de las bodegas alcarreñas. Esa mesa esta ocupada por el cura párroco el alcalde de la villa, el juez y algún concejal. Este año eran todos gente joven y barbada, pero amante de sus tradiciones como pocos.
Durante unas dos horas, los hombres comparten merienda y conversación. Fuera del círculo, la chiquillería, las mujeres, los forasteros, miran, y en alguna ocasión, la bota o el porrón que va dando sin parar vueltas por el Círculo, salen de la ronda y pasa a manos de los mirones. Las mujeres de los cofrades van ofreciendo pastas y bollos a los maridos, que sentados se sienten el basamento de la sociedad rural. El aspecto de la fiesta podría parecer a algunos, o algunas, un tanto «machista», pero la fuerza de la tradición es respetada en su integridad, y todos la respetan al máximo. Cuando comienza atardecer, comienza a sonar la música, y chicos y chicas (al final todos hasta los más mayores) bailan delante del frontón, mientras los vencejos cruzan, silenciosos y atónitos, el aire transparente del vallejo.
Un domingo después de éste de los cañamones, se reunirán otra vez los cofrades «del Señor» de Berninches, ya sin música ni merienda, y procederán a elegir los cargos para el año siguiente. Conforme a rito antiguo hay seis cargos que se ocupan, en tres denominaciones: los portadores de la insignia de la cofradía, que llevarán en procesiones y actos durante el año, dicho emblema, los «cereros» que recogerán la cera que cada cofrade debe aportar para las festividades, y que antaño hilaban las mujeres; y los «trigueros», que en siglos pasados se ocupaban de recoger las «cuotas» de los cofrades, en especie. Hoy se pagan 300 pesetas al año por ser de la cofradía…
La plaza mayor de Berninches era el domingo pasado una fiesta, compacta y densa, sonora y amistosa. La tradición de los siglos (una mujer quería remontar a lejos, muy lejos, este acontecer, pero nadie guardó la fecha exacta, porque la hubo de cuando empezó todo) se conjugó con el aire desenfadado de hoy. La seriedad del alcarreño en lo que hace, cuando viene de los mayores, de los ancestros, se puso una vez más de manifiesto. Y los cañamones corrieron por la plaza, alegraron a los pequeños, dieron motivo para hablar y recordar a todos.