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abril, 1983:

Algunos científicos alcarreños

 

Entre los muy diversos personajes que por razones de política, santidad o buenas artes han descollado en la nómina de paisanos alcarreños, quedan por reseñar algunos que han pasado a la historia por su aplicación a la ciencia. No ha sido ninguno de ellos luz espléndida ni pica en Flandes, pero han puesto su grano de arena en el camino lento de la Humanidad a su alto y han cumplido en la medida que todo científico debe hacerlo; aportando su vida de dedicación y añadiendo algún ladrillo a ese edificio inmenso que es el saber humano. Veamos en rápida secesión sus vidas y sus hechos.

Diego Rostriaga Cervigón (Castilforte, 1723 – Madrid, 1783)

De su estrecha aldea alcarreña fue a la Corte, donde entró a trabajar con el acreditado Fer­nando Nipet, relojero del Rey. La inteligencia y dinamismo del joven Rostriaga hizo que muy pronto alcanzara la técnica de construcción de relojes y máqui­nas de precisión, lanzándose a una particular investigación en el campo, entonces naciente, de la mecánica instrumental, al­canzando las más elevadas cotas de aprecio en la Corte por su in­genio y dedicación. Algunos grandes relojes, como el del Pa­lacio Real de Madrid, el del Buen Retiro el del Ministerio de Ha­cienda y otros, son de su mano. El preparó toda la colección de instrumentos necesarios para la enseñanza en el Colegio de Arti­llería instalado en el Alcázar de Segovia. En 1764 fue nombrado ingeniero de instrumentos de Física y Matemáticas, y luego di­rector técnico del departamento de Física del Real Seminario de Nobles. En 1770 celebró con Jor­ge Juan construyendo las bom­bas de vapor para el dique de Cartagena, y aun realizó otros ingenios en los canales de Murcia, así como diversas maquinas y bombas extractoras de las minas de Almadén.

Rostriaga alcanzó, en el reina­do de Carlos III, las máximas co­tas de reputación y admiración de la Corte, hasta el punto de ser nombrado preceptor en estos te­mas de los príncipes de Asturias. En los Reales Estudios de San Isidro quedaron muchas de sus obras, en su mayoría experimen­tales: construyó máquinas neu­máticas, pirómetros, barómetros, pantómetros, precisos microsco­pios, complicadas brújulas, her­mosas esferas armilares, escope­tas de viento y otros elementos mecánicos y de precisión. Ros­triaga dejó así su nombre unido a los estudios y prácticas de la naciente técnica en el Siglo de las Luces (1).

Fernando Sepúlveda y Lucio (Brihuega, 1825 ‑ Brihuega 1883)

Estudió sus primeras letras en su villa natal, siguiendo con la enseñanza media en Guadalaja­ra, y doctorándose en Farmacia en la Universidad de Madrid, en 1849. Ejerció su profesión en Guadalajara (donde también fue profesor de Química y Física en la Academia de Ingenieros mili­tares) Humanes y Brihuega, donde también fue alcalde largos años.

Su inquieto afán le llevo de continuo al estudio e investiga­ción de la realidad alcarreña, en variados aspectos. Así, fue inten­sa su dedicación a los estudios históricos, arqueológicos y numismáticos en torno a la villa alcarreña donde naciera. Descubrió una necrópolis celtibérica en Valderrebollo y estudió a fondo los archivos municipales de Brihuega y pueblos comarcanos.

Pero donde más dedicación puso Sepúlveda fue en los estu­dios de la botánica alcarreña pa­sando largos años de su vida re­corriendo la comarca y aun la provincia entera, estudiando, clasificando, cultivando y prote­giendo las plantas de nuestra tierra. Densos herbarios y escri­tos meticulosos premiados en va­rias ocasiones fueron fruto de sus trabajos, realizados siempre en compañía de su hermano Jo­sé. En la Exposición Agrícola de Madrid (1857) presentó una colección abundante de productos químicos derivados de plantas alcarreñas, obteniendo con ella un importante galardón. La Asociación de Ganaderos del Reino le premió además por haber obtenido la sustancia precisa para la curación del «sanguiñuelo» o «mal del bazo» del ganado lanar, que en aquellos años causaba estragos en la cabaña nacional. Prosiguió formando herbarios y aumentando sus relaciones botá­nicas. En la Exposición Provin­cial de 1876 obtuvo medalla de plata con su trabajo sobre la flo­ra de Guadalajara, y tres distin­ciones de bronce por otras tan­tas colecciones de tintas químicas, fósiles y objetos históricos. Es en la Exposición Farmacéuti­ca Nacional de 1882, cuando Se­púlveda obtuvo la Gran Medalla de Honor y la Medalla de Oro de la Sociedad Económica Matri­tense por su obra ya definitiva, Flora de la provincia de Guada­lajara, acompañada de una ex­posición de 750 especies vivas, que causo gran admiración.

La obra de Sepúlveda y Lucio, sin alcanzar en ningún momento cotas relevantes de cientificismo riguroso, supone una típica ex­presión del espíritu decimonóni­co, en el que cualquier forma de aprovechamiento de la naturale­za, derivado de su conocimiento, es recibida como capital en el imparable progreso humano. Su figura y su obra, en continua búsqueda de temas, es represen­tante ilustre del interesante mo­vimiento intelectual del si­glo XIX en Guadalajara (2).

Benito Hernando Espinosa (Cañizar, 1846 ­- Guadalajara, 1916)

Benito Hernando cursó los estudios de Medici­na en la Facultad de Madrid, ga­nando por oposición, en 1872, la cátedra de Terapéutica en la Universidad de Granada, pasan­do años después a regir la misma asignatura en la Universidad madrileña. Toda su vida dedica­do a la enseñanza y la investiga­ción escribió numerosas e inte­resantes obras, entre las que podemos destacar La Lepra en Granada, Ataxia locomotriz mecánica, y Metodología de las Ciencias médicas, así como gran número de artículos en la prensa médica. Fue nombrado Académico de la de Medicina en 1895. También se dedicó con en­tusiasmo a los estudios de arte e historia, escribiendo algunas a este respecto como una amplia biografía del afamado músico Félix Flores. El fue quien encon­tró en una perdida biblioteca de Toledo, en 1897, el importante li­bro de las «Constituciones del Arzobispado de Toledo» escrito por Cisneros. Su bondad de ca­rácter y su sabiduría le ganaron a lo largo de su vida el respeto de cuantos le conocieron y la ad­miración de sus paisanos, perpe­tuado en la clásica medida de dar su nombre a una céntrica calle de Guadalajara.

Francisco Fernández Iparraguirre (Guadalajara, 1852­ – Guadalajara, 1889)

En los pocos años que duró su vida, este arriacense supo ganar­se un puesto en la ciencia espa­ñola, y una ferviente admiración de todos sus paisanos, por el en­tusiasmo, la inteligencia y la va­lía que demostró en todas cuan­tas empresas acometió. Dedicado a la botánica, química y ciencias naturales a la enseñanza y teoría de los idiomas; y a un sin fin de actividades culturales que hicieron brillar nuevamente a la Guadalajara de la segunda mi­tad del siglo XIX con un empuje propio.

Hizo las primeras letras y el bachillerato en su ciudad natal, consiguiendo posteriormente la licenciatura y el doctorado en Farmacia, por la Universidad de Madrid a los 18 años de edad. Cursó también los estudios de Profesor de Primera Enseñanza, de sordomudos y ciegos, y de francés, ganando la cátedra de esta asignatura en el Instituto de Enseñanza Media de Guada­lajara, donde actuó a partir de 1880.

En su faceta de científico bió­logo, se ocupó de estudiar meticulosamente la flora de la pro­vincia, obteniendo una medalla de bronce en la Exposición Pro­vincial de Guadalajara, de 1876, con su trabajo titulado Colec­ción de plantas espontáneas en los alrededores de Guadalajara. En esa tarea, descubrió una va­riedad de zarza (la «zarza mila­grosa») a la que Texidor, profe­sor de Farmacia de la Universi­dad de Barcelona, bautizó en su honor con el apelativo de Fer­nandezii. También dentro de su profesión universitaria participó en 1885 en el Congreso Internacional Farmacéutico, presentan­do varias ponencias al mismo.

En el campo de la investiga­ción lingüística, Fernández Iparraguirre fue un trabajador in­cansable, abriendo nuevas vías al lenguaje. No solamente laboró en la parcela de las lenguas lati­nas, dejando varios libros escri­tos, uno de ellos, en dos tomos, es un interesante Método racional de la lengua francesa, sino que se convirtió en adelantado para España de la primera lengua universal, ideada por Schleyer, y a la sazón propagada por Kerckhoff, llamada el volapük. En ese espíritu de fraternidad universal y de búsqueda de ca­minos para el «desarrollo sin fin», propugnado en el siglo XIX, Fernández Iparraguirre dedicó todos sus esfuerzos a la implantación de esta nueva lengua en nuestro país. Escribió una Gra­mática de Volapük y un Diccio­nario Volapük‑Español, fundan­do la revista Volapük con la que intentaba difundir por España toda la bondad y el raciocinio de esta lengua de universales al­cances. Antecesor del «Esperan­to», la lengua del «Volapük», de innegable tradición germánica, no llegó a cuajar nunca. Pero no fue, ni mucho menos, porque nuestro paisano Iparraguirre desmayara en su propagación.

Como incansable trabajador de la cultura arriacense, Fernández Iparraguirre fundó, en compañía de José Julio de la Fuente, Román Atienza, Miguel Mayoral y otros, el Ateneo Cien­tífico, Literario y Artístico de Guadalajara, del que fue presidente y socio honorario dirigiendo su revista, en la que por en­tonces se publicaron interesantísimos trabajos sobre la historia el arte y la sociología de Guadala­jara. La temprana muerte cortó su entusiasmo, dedicado por en­tero a su ciudad y a sus paisa­nos. El ayuntamiento le dedicó años después, una calle que, tra­dicionalmente conocida como «las Cruces», es hoy el más im­portante paseo de la capital (3).

Bibliografía

(1) GARCÍA LÓPEZ, J. C.: Bi­blioteca de escritores de la provincia de Guadalajara y bibliografía de la misma hasta el siglo XIX. Madrid, 1899, pp. 452‑588.

DIGES ANTÓN ‑ SAGREDO MARTÍN: Biografías de hi­jos ilustres de la provincia de Guadalajara. Guadalaja­ra 1889, pp. 77‑79.

(2) DIGES ANTÓN ‑ SAGREDO MARTÍN, op. cit., pp. 110­

PAREJA SERRADA, A.: Bri­huega y su partido, Guada­lajara, 1916 pág. 397.

CABALLERO Y VILLALDEA, S.: Flórula arriacense Gua­dalajara, 1924, pp. 8; 93.

(3) DIGES ANTÓN ‑ SAGREDO MARTÍN, op. cit. pp. 157‑162. CORDAVIAS, L.: Alcarreños ilustres: Francisco Fernán­dez Iparraguirre, en «Flores y Abejas», 140, de 2‑V‑1897, pp. 3‑4 y un grabado.

Historiadores en Pastrana. Al encuentro del tiempo ido

 

Durante este fin de semana, desde ayer, viernes, 22, al domingo, 24, están reunidos en la villa de Pastra­na varias decenas de investigadores y estudiosos de la historia de Guadalajara Se trata del primer En­cuentro de Historiadores de nuestra tierra, a cuya llamada han acudido numerosos estudiosos del tema.

Este primer paso, organizado por la Excma. Diputación Provincial, a través de su Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», y por el ayuntamiento pastranero, va a suponer el encuentro físico, amistoso y relacional de cuantos reali­zan, en ciudades y regiones disper­sas, estudios relacionados con la historia guadalajareña. Pero ha de su­poner, posiblemente, un primer pa­so en la consecución de un respeto por parte de autoridades y sociedad hacia su tarea.

Cuando en estos días, los historiadores de Guadalajara expongan sus trabajos, sus dificultades, sus logros y sus aspiraciones no estarán ha­ciendo otra cosa que lanzándose en busca del tiempo ido La historia, como lección para el presente, es hoy más que nunca admitida. Por­que las necesidades de una pobla­ción son más reales y similares en lo nimio, en lo cotidiano, que en las líneas maestras de un estado, cam­biante en su misma estructura a lo largo del tiempo. Es precisamente el estudio de la «intrahistoria», de los detalles sencillos de la economía, de las diversiones, de las necesidades y móviles de vida, a niveles incluso locales, pueblo por pueblo, lo que puede ir dando nuevas claves para la interpretación de una historia que está aún por componer. Y que ten­drá, sin duda, mayor relación con nuestra vida actual de lo que hasta ahora ha tenido la historia al uso, en la que sólo grandes batallas y ex­celsas figuras, ajenas a nuestra vida, presentaba.

De ese tiempo ido que los histo­riadores de Guadalajara quieren ahora ponerse a recuperar, pudieran ser muestra las dos imágenes que acom­pañan a estas líneas. Son imágenes de monumentos e instituciones des­aparecidos de nuestra geografía. Una, la portada renacentista del que fuera riquísimo monasterio francis­cano de La Salceda, entre Peñalver y Tendilla. Otra, una vista general del edificio principal de los Baños de La Isabela, ya hundidos bajo el agua del embalse de Buendía. De uno y otro monumento muy poco sabemos hoy en día, pues los historia­dores del tiempo en que estas piezas de nuestro pasado desaparecieron no se ocuparon adecuadamente de estudiarlas en profundidad.

Si uno se para a examinar la can­tidad de monumentos y de archivos que en la provincia de Guadalajara se han perdido para siempre, y han quedado sin estudiar y sin decir su palabra a las generaciones futuras, queda aterrado. Por poner ejemplos en la ciudad, los techos mudéjares del Palacio del Infantado, el del Sa­lón de linajes concretamente, se perdieron totalmente sin que ningún historiador revelara, o cuando me­nos apuntara, los detalles curiosísi­mos de su rica iconografía. La gue­rra civil arrasó archivos tan ricos v valiosos como el del cabildo ecle­siástico de Guadalajara, donde esta­ba viva la historia de la ciudad en gran parte, sin que al cronista Lay­na Serrano le diera tiempo más que para percatarse de ello y lamentar la enorme pérdida que se producía.

Hoy sería imperdonable que se perdiera no ya monumentos de la categoría del Salón de linajes en el Palacio del Infantado, o archivos como el del cabildo eclesiástico de Guadalajara. Hoy no nos podemos permitir el lujo de que Se pierda un simple detalle monumental o un pergamino cualquiera de cualquier remoto pueblo de nuestra tierra. Y, sin embargo, y esta denuncia corres­ponde a los historiadores guadalaja­reños hacerla, estos hechos se siguen produciendo. Escasas fechas tan só­lo median desde que en Cogolludo una máquina excavadora ha derriba­do la bellísima portada renacentista del ex‑convento de San Francisco de la villa. Y en más de un pueblo, en más de una parroquia o ayuntamien­to, y tenemos nombres concretos, los archivos siguen situados bajo las goteras, esperando la destrucción total, con el permiso o la impasibili­dad total de sus responsables.

Es, cuando menos, muy afortunado el hecho de ver cómo en Guadalajara se puede celebrar un Encuen­tro de Historiadores al que acuden varias decenas de personas interesadas. Hace no demasiados años, esta reunión no se hubiera podido reali­zar. Porque no hubieran podido acu­dir, con razón estricta, más de tres o cuatro personas. Esto significa que la tarea de historiar nuestro pasado, de estudiar nuestro patrimonio artístico y analizar nuestro folclore, no está en las manos y la responsabili­dad de unos pocos, sino que es una tarea con amplio respaldo y con los entusiasmos volcados de un buen número de personas, cada vez mejor preparadas, pero también siempre con la misma escasa dotación y ayu­da.

Esta fuerza que hoy pueden hacer un mayor número de voces ha de conseguir llevar adelante las conclu­siones que este primer Encuentro ha de adoptar. Quizás una de ellas sea la inmediata racionalización en la custodia y uso de todos los archivos públicos y privados de nuestra tie­rra. Desde los archivos catedralicios a los municipales, pasando por los de las parroquias y aun los particu­lares, son fragmentos de la historia patria y por lo tanto han de ser con­siderados de utilidad pública. Y esta idea no es nueva; la hemos expuesto antes muchas veces. La Ley, sin em­bargo, ni se cumple, ni se cumplirá. El buen uso de los archivos sólo puede venir de la auténtica mentaliza­ción de todos sus responsables y propietarios, respecto a la gran im­portancia social que tienen.

Existen muchas otras posibilida­des de actuación de los historiadores entre nosotros, que seguramente en esta reunión de Pastrana tomarán carta de andadura. Así, la intensificación de publicaciones por parte de los poderes públicos, respecto a los mil y un detalles de nuestro pasa­do. Hasta ahora, prácticamente en solitario ha estado trabajando la ex­celentísima Diputación Provincial en la publicación de libros y ayudas a los investigadores de historia provincial. Esas ayudas, esos libros, han de surgir de los ayuntamientos. Y. por otra parte, las fuentes de la his­toria provincial también es muy necesario que salgan a la luz y puedan ser utilizadas por todos.

En definitiva, un paso muy impor­tante en el aspecto cultural de Gua­dalajara el que en estos días se ha dado, de mano de la Excma. Dipu­tación Provincial y el Ayuntamiento de Pastrana, de cara a recobrar ese interesante y valioso «tiempo ido» que cada vez es más necesario reencontrar.

Arte de Renacimiento. La iglesia parroquial de EL Cubillo de Uceda

 

El arte del primer Renacimiento hispano cobra en las tierras alcarre­ñas un rasgo propio, de carácter neto y muy elegante. Diversos pueblos de la Campiña del Henares reciben el influjo de los modos arquitectónicos, estructurales y ornamentales, del renacimiento toledano. Así re­cordamos las iglesias de Azuqueca, Villanueva de la Torre, Galápagos y Usanos. La más sobresaliente obra arquitectónica de esta comarca es la iglesia parroquia de El Cubillo de Uceda, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Aparecen en ella una serie de elementos que la sitúan con fiabilidad dentro de la órbita magistral de Alonso de Covarrubias. La distribución de elementos en su portada occidental, los valientes grutescos que la adornan, y sobre todo la decoración de los capiteles del interior, hacen pensar inmedia­tamente en este autor.

La construcción primitiva de este templo se remonta al siglo XII ó XIII, pues de esa época es el primi­tivo ábside semicircular, con fábrica de ladrillo visto, dispuesto en arquerías ciegas en tres cuerpos super­puestos. En el siglo XVI, en su pri­mera mitad, fue construido el resto del edificio, que presenta a medio­día un amplio atrio, sostenido por esbeltas columnas de capitel rena­ciente, sobre pedestales muy altos que le proporcionan un perfil de elegancia y airosidad inigualable. En ese muro se abre una portada de severas líneas clasicistas.

En el hastial de poniente, a los pies del templo, y centrando un muro de aparejo a base de hiladas de sillar y mampuesto de cantos roda­dos, muy bello, destaca la portada principal obra magnífica de la pri­mera mitad del siglo XVI, buen ejemplar del estilo plateresco. El in­greso se escolta de dos jambas molduradas y se adintela por un arquitrabe de rica decoración tallada con medallón central y abundantes grutescos, amparándose en los extremos por semicolumnas adosadas sobre ­pedestales decorados y rematados en capiteles con decoración de grutes­cos. Cubre todo un gran friso que sostienen a los lados sencillos angelillos en oficio de cariátides; dicho friso presenta una decoración a base de movidos y valientes grutescos, rematando en dentellones. En la cumbre de la portada, gran tímpano semicircular cerrado de cenefa con bolas y dentellones, albergando una hornacina avenerada conteniendo talla de San Miguel, y escoltada por sendos flameros. Sobre el todo, ventanal circular de moldurados lími­tes. El interior, obra de la misma época, mitad del siglo XVI, es un equilibrado ámbito de tres naves, más alta la central, separadas por gruesos pilares cilíndricos rematados en capiteles cubiertos de deco­ración de grutescos muy bien talla­da. Sobre el muro norte aparece un gran medallón de talla en que figura la Virgen y el Niño. La capilla mayor se abre a la nave central Y se cubre con bóveda de cuarto de esfera, mientras que el resto del templo tiene por cubierta un magnífico ar­tesonado de madera, de tradición ornamental mudéjar, aunque con detalles platerescos, todo muy bello y bien conservado, obra de la primera mitad del siglo XVI.

En este templo de Cubillo de Uceda deben resaltarse, como ele­mentos de gran valor artístico y personalidad acusada, la estructura de su portada occidental, y los detalles decorativos que la cubren en espe­cial los finos grutescos del friso principal, obra delicada en que con probabilidad puso la mano Alonso de Covarrubias. También es muy interesante su distribución interior, y los capiteles de talla plateresca que rematan los pilares de las naves. Esta iglesia es, sin duda, una de las piezas capitales del arte renacentis­ta en Guadalajara.

Lectura actualizada del palacio del Infantado

La ciudad de Guadalajara mues­tra en su portada más digna el me­jor de sus edificios, la silueta más representativa de su arquitectura y de su historia. Es ella la del palacio de los duques del Infantado, que, además de ser corte y estuche de un grupo familiar destacado, se dibuja como elemento característico del burgo. En este edificio, pues, puede simbolizarse en gran modo la histo­ria de Guadalajara, ya que en su in­terior, y en el espejo de su fachada, se han producido los hechos que marcaron el rumbo de la misma durante varios siglos.

El palacio del Infantado es un edificio de estilo gótico isabelino. En su fachada se funden detalles del gótico más puro -arco apuntado de la entrada- con el barroquismo or­namental impuesto en la corte de los Reyes Católicos, en que cuajan los espacios con cubriciones ago­biantes de hojarasca, bolas y blasones. Al mismo tiempo, elementos de tradición árabe, reflejo claro de la población y estilo de vida mudéjar que por entonces tiene Guadalajara, se expresan en su fachada: las puntas de clavo que tachonan el paramento, en disposición romboidal, así co­mo la voluntad de alfiz que tiene la galería superior de balconajes, apo­yados en gruesa marea de mocára­bes, dan la respuesta oriental de este edificio. En el interior, el «patio de los Leones», verdadero “salón de calados muros», impone el goticis­mo recargado de las enjutas cubier­tas de escudos, leones, águilas y fantásticos grifos guardianes de una casta, mientras se inicia el valor de la zapata sobre el entorchado pilar como un clarear del renacimiento sobre el declinante gótico que en barroquismo agoniza. Sobre un lar­go pergamino lineal, el constructor explicó el sentido de hacer tamaño edificio: «para que la grandeza de sus antecesores y la suya propia, permanezcan por los siglos…»

Surgió este palacio de la voluntad del segundo duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, cor­tesano de los Reyes Católicos. Verdadero dueño de Guadalajara -aunque nunca señor de ella- y de la Alcarria y Serranías. Derribó los antiguos y medievales caserones de sus antepasados, y mandó construir sus «casas mayores» con la dignidad que pedía su creciente estado de domi­nio. Comenzó las obras en 1480, y tres años después estaban ya en pie la fachada y el patio. A fines del si­glo XV, recién terminado y bien re­pleto de comodidades y lujos, resi­dieron en él algunos días los Reyes Católicos, El arquitecto constructor fue el borgoñón Juan Guas, ayudado por el también norteño Enrique Egas, el alcarreño Lorenzo de Trillo, y una pléyade de mudéjares que en la ciudad vivían.

Desde aquel momento en que, tarde tras tarde, el palacio agudiza las sombras del sol declinante en los clavos y cardinas de su fachada, co­menzó su función de símbolo de po­der de una familia Se trata de una «casa mayor», de algo que en su esencia es igual, pero «más grande y señalado», que lo que tienen los de­más ciudadanos. Una casa que en su fachada estampa, sostenido por dos salvajes que simbolizan lo remoto, lo maravilloso y lo puro a un tiem­po, el gran blasón nobiliario de la estirpe mendocina. A ello se añade la situación original del edificio, y que había sido planificado en esen­cia para ella: presidía el palacio una hermosa plaza que permitía la con­templación cómoda de la fachada, al mismo tiempo que una serie de edi­ficios cerraban el ámbito resguar­dando y realzando el valor, arquitectónico y social, de la tallada pie­dra de Tamajón.

Cambiaron los tiempos, se impu­so el modo Renacentista pleno y los sucesivos Mendozas, señores del palacio, quisieron ir adecuando su mansión a los nuevos tiempos. En el último cuarto del siglo XVI, el quinto duque, también llamado Iñi­go López de Mendoza, inició una serie de reformas que hacían cam­biar la faz de la casona, y ofrecer un mensaje nuevo superando el tradi­cional y primitivo de poder militar y preeminencia de corte medievalista. En 1569, este magnate encargó al arquitecto Acacio de Orejón que im­primiera al palacio ciertos cambios para introducirle en el camino orbitario de la corte filipina. A Imita­ción declarada de lo que el monarca Felipe II estaba haciendo en su Al­cázar madrileño, se dispusieron en la fachada balcones y ventanas de sereno clasicismo, en desentono completo con lo ya construido. En el patio se cambiaron las esbeltas columnas entorchadas del nivel in­ferior, por acortados pilares dóricos, suprimiendo los pináculos góticos que le daban airosidad y elevación. Detalles todos que querían hacer una «corte paralela» a la real, consiguiendo tan sólo descalificar de su primitiva esencia y jerarquía al palaci­o mendocino.

Pero el aire manierista de tan descabelladas reformas arquitectónicas, cuajó en aciertos sucesivos a la hora de plantearse la decoración inter­ior, en la que una larga tradición de intelectuales renacentistas, acu­nados durante décadas en las tertulias y academias del palacio, espe­cialmente del sabio cuarto duque, hicieron surgir un «programa iconográfico» completísimo a lo largo de las salas nobles de la planta baja, continuadas en su dicción por el jardín italianizante que también se construyó o renovó por entonces. Estas salas bajas del palacio del In­fantado, salvadas como por milagro del bombardeo y posterior incendio de 1936, acaban de ser recuperadas definitivamente para la historia de la ciudad y del arte.

A imitación del manierismo rena­ciente, el quinto duque quiere hacer una llamada literaria en favor de su mansión. Lo que sus tatarabuelos elevaron como «alcázar de caballe­ros » quiere él convertir en «templo de la fama», en un canto sonoro, aunque hermético, a la «virtú» renacentista que le adorna, a él y a su estirpe. Llama para ello, en imita­ción también de su Rey Felipe, a un pintor florentino que lleva algunos años trabajando en El Escorial: Ró­mulo Cincinato, que en numerosos murales y techumbres ha conquista­do el aprecio de la alta nobleza española, y en su época llegó a ser preferido por el Rey frente al Greco.

Mero ejecutor de un programa ico­nográfico que fue trazado por algún intelectual de la corte mendocina,  Cincinato expone en su pincel la amable sencillez y colorido que ca­racterizan a su época. Fue quizás el historiador Francisco de Medina, o bien el humanista Alvar Gómez de Castro, quien desarrolló el esquema y articulación de las salas y motivos pintados.

En un perfecto encadenamiento, se suceden las salas de Cronos, de las batallas, de Atalanta, del Olimpo, del Día de Escipión. El diseño de un jardín con voluntad de «locus amoenus» o paraíso terrestre, en el que la, mitología llega a primar sobre las referencias humanas, comple­ta este conjunto. Pero el Templo de la Fama que persigue ser el palacio del Infantado, debe buscar la conjunción de los hechos marciales que le dan basamento, junto a los hechos amorosos que le perpetúan. En imi­tación al templo ideal que en la «Diana» de Montemayor se descri­be, Mendoza coloca en sus salas una referencia al Tiempo (Cronos) del que su estirpe sale victoriosa Luego, en la gran sala de don Zuria o de las Batallas, se hace aún más claro el canto a la propia genealogía y a sus hechos famosos, guerreros, en mul­titud de guerras y en sucesivos si­glos, apoyados por imágenes de Ho­nor, Fama, Fortuna y Victoria. Será luego la sala de Atalanta e Hipómenes, en la que la anécdota de una conocida fábula de Ovidio sirve de referencia erudita al triunfo de los Mendoza sobre el Tiempo que huye. El resto de las salas desaparecieron. En ellas continuaban las visiones de temas mitológicos (el Olimpo) y mi­litares (la sala de Escipión) o amorosos (sala del Día).

El valor que hoy tienen estas pinturas de los techos de las salas bajas del palacio del Infantado, es real­mente notable. Tras su puesta en valor por una acertada restauración, forman uno de los más importantes conjuntos de pintura mural renacentista en España. Pocas cosas después de El Escorial o el palacio de El Viso del Marqués, pueden comparase a lo de Guadalajara. Además de constituir un reflejo fiel del manie­rismo pictórico en boga durante la segunda mitad del siglo XVI, Cinci­nato pintó estos techos entre 1575 y 1580), sirven de exponente lúcido de una mentalidad y un modo de vida: el personalismo renacentista y su juego de valores humanistas, repre­sentados fielmente por la familia Mendoza.

Con la restauración definitiva de estas salas, y la ubicación en ellas de una buena parte del Museo Provincial de Bellas Artes, la ciudad de Guadalajara obtiene un importante impulso en el ámbito de su patrimonio cultural, de lo que todos debemos congratularnos.