El alto valle del Cañamares

sábado, 12 marzo 1983 0 Por Herrera Casado

 

Una de las comarcas más recón­ditas, encantadoras y poco conoci­das de nuestra provincia es el alto valle del río Cañamares, que nace escuálido y humilde en las secas pa­rameras de la Sierra Pela, en el lí­mite con la provincia de Soria, en tierras cidianas de cantos y nieves. Discurre el arroyo, en temporadas seco, por barrancas y campos de cereal, entre huertecillos y choperas.

Las distancias se reducen en el ho­rizonte y parecen las voces sonar con eco íntimo, en un paisaje dulce, humano, de cordiales dimensiones.

El viajero que quiera conocer esta provincia de Guadalajara con la po­livalente fuerza de saber de monu­mentos únicos y de mínimas presen­cias ha de subir a este alto valle del Cañamares. Y allí recorrer -se pue­de hacer en una sola jornada- las callejas y rincones de Miedes, Higes, Ujados y Cañamares. Son cuatro en­claves de palpitante encanto, cada uno con su peculiaridad monumen­tal, con su detalle especial de es­tructura urbanística, con su escudo, fiesta o su perspectiva particular. Recordaremos ahora uno por uno los entornos, estos mínimos pue­blos de Guadalajara.

Miedes se encuentra en uno de los naturales pasos entre la meseta inferior de Castilla la Nueva y la su­perior de la Vieja, al pie de los mu­rallones pétreos de Sierra Pela, por donde asciende la carretera, entre bellos paisajes y altísimos cortados, hacia Soria.

Es precisamente de su ancha vega pueblerina que nace el río Cañamares. Ya existía Miedes en siglos muy remotos, y en la época árabe, tam­bién, pues el «Cantar de Mío Cid» la nombra y dice cómo Rodrigo Díaz de Vivar pasó a Castilla la baja por el angosto camino que guarda Miedes.

Tras la reconquista de la zona por Alfonso VI, este pueblo quedó incluido en la jurisdicción del Co­mún de Atienza, pasando en el siglo XIV al Señorío del magnate castellano Iñigo López de Orozco, de quien heredó su hija María López, en 1375.

Un siglo adelante aparece como señor de Miedes don Iñigo López de la Cerda y Mendoza, hermano del primer duque de Medinaceli, quedando ya en el Señorío de esta pre­potente casa.

Estando en posesión de doña Ana de la Cerda, casó esta señora con don Diego Hurtado de Mendoza, a quien los Reyes Católicos dieron, entre otros, los títulos de príncipe de Mélito, duque de Francavilla, marqués de Argecilla y conde de Miedes. En este condado de Miedes se incluyeron desde un principio la propia villa de Miedes y los lugares de Ujados, Hijes, Somolinos, Torrubia, Albendiego, Campisábalos y ambos Condemios.

Todos esos títulos y lugares pasaron a la hija de estos señores, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, que, al casar con don Gómez de la Silva, tomó el título, con el que es más conocida, de princesa de Éboli, y luego ambos obtuvieron el de duques de Pastrana, en cuyo esta­do, y luego en el del Infantado, si­guió Miedes y su entorno hasta el siglo XIX, en qué por su población e importancia fue catalogada como cabeza de partido judicial, cediendo más adelante tal prerrogativa en be­neficio de Atienza. La población de Miedes durante los siglos VI al XIX fue numerosa y contó con gentes de la nobleza y algunos letrados. Un cura de la villa, en el siglo XVII, llamado Francisco Somolinos, fundó una cátedra de Gramática para los jóvenes del pueblo, siendo su pri­mer profesor don Jerónimo de Có­zar.

Cuenta Miedes con un caserío amplio y bien distribuido. Buenos ejemplares de casas, de arquitectura po­pular, y otros que son verdaderos palacios, de sillería, del siglo XVIII, con escudos nobiliarios sobre las portadas. Así, la de los Beladíez Truxillo, en la Plaza Mayor; la de Juan Recacha, cerca de la iglesia, y otra con gran escudo de la Inqui­sición. La iglesia parroquial presen­ta algunos restos, en su estructura interna y en detalles del exterior, de época románica, como por ejemplo el gran arco sobre el presbiterio y el correspondiente ábside. Lo demás es moderno, del siglo XVIII. De esta época es la talla del llamado «Cris­to del Miserere» y un altar con pin­turas fundado por Juan Recacha. En el suelo del presbiterio está el en­terramiento, cubierto por tallada lá­pida y escudo nobiliario de algunos miembros de la familia Beladíez Truxillo. Guarda esta iglesia también una grande y estimable obra de or­febrería, que es una lámpara votiva.

Al sur del pueblo, sobre una pe­queña colina, se alzan los restos mí­nimos de un antiguo castillete, que ya sirvió de fortificación a moros y cristianos. Hoy está convertido en palomar, pero es buen ejemplo de torre vigía en lugar de paso y cami­nar frecuente.

Higes se encuentra al pie de la Sierra Pela, bajo el airoso cerro de «La Muela» en la orilla derecha y elevada del río Cañamares. Asienta el caserío sobre firme pedestal rocoso, que sirve de sustentación de muchos de sus edificios.

Perteneció, tras la reconquista, al Común de Atienza, y siguió en todo las vicisitudes históricas del Señorío de Miedes.

Aparte del curioso aspecto urba­nístico de su caserío, destaca el edi­ficio de la iglesia parroquial, dedicada a la Natividad de la Virgen. Su estructura y ornamentación pertene­cen totalmente al período románi­co, pudiendo señalar su época de construcción entre los siglos XII y XIII. Lo más interesante es la enor­me espadaña, orientada a poniente, con tres vanos muy sencillos, y un pequeño capitel por remate. Su in­greso es al sur, bajo breve pórtico renacentista.

Lleva esta portada huellas del ro­mánico y arreglos del siglo XVI. Sus cuatro archivoltas presentan deco­ración de entrelazo, rosetones, estrellas floreadas y roleos. Las jambas se decoran también con entrelazo y en cada lado aparece un capitel ro­mánico, en uno de ellos motivo geométrico, y en el otro, cuatro guerre­ros medievales.

En el interior del templo se ven buenas piezas de retablos, escultu­ras y cuadros. «La Morenita» mere­ce especial relieve. Se trata de una talla románica de la Virgen, de proporciones grandes.

Para los que buscan espacios de interés paisajístico, es recomendable hablar de los vallejos del Reguero y de San Bernabé, así como el lugar de «el Placedero», por donde el agua surge de la roca en varios puntos, formando luego un arroyo.

Ujados aparece a continuación, siguiendo el curso descendente del Cañamares Las mismas vicisitudes históricas que Miedes e Higes pueden contarse de este caserío mínimo. Se constituye de un breve con­junto de casas, todas ellas de muy peculiar estilo rural, construidas en piedras y pizarra, destacando su iglesia parroquial, humilde edificio de estilo románico, en el que des­taca la espadaña de tosca hechura y silueta triangular, y el ábside cua­drado, con portada, simplísima, ado­velada. En su interior se conserva una buena pila, también románica.

De Ujados no debe el viajero de­jar de ver las diversas cavernas que se suceden talladas en la roca are­nisca a lo largo del vallejo de Paja­res, compuestas de salones y pasa­dizos, muy bien conservadas y de oscuro origen. Parecen tratarse de lugares rituales de las vecinas po­blaciones arévacas de Termancia, o quizás relacionadas con el poblado que existió en el cerro de «La Mue­la» sobre Higes.

Pueden visitarse algunas de ellas, en especial las llamadas «Del tío Gorillo, «De la Puentecilla», Peña Gorda», Mingolario» y «La Sepultura».

Cañamares, finalmente, en la misma orilla del río, que bajo anti­guo y sonriente puente corta en dos al pueblo. Perteneció desde la reconquista, allá por el siglo XI, al Común de Villa y Tierra de Atien­za, estando siempre bajo su Fuero y jurisdicción.

Destaca del caserío la silueta sor­presiva de su puente antiguo, que puede considerarse como uno de los escasos restos de este tipo de cons­trucciones que de tal época quedan en la provincia. El conjunto del pue­blo está formado por constricciones de arquitectura popular rural del grupo de la tierra atencina, muchas de ellas en magníficas condiciones y fiel exponente de un modo de hacer tradicional. La iglesia parroquial es un antiguo edificio del siglo XIII, con espadaña y otros detalles que demuestran sus orígenes románicos. Sucesivas reformas la privaron de su primitivo encanto. Un ábside semicircular le añade interés.

Y con esta visita final a Cañamares acaba este recorrido mínimo pero denso en sorpresas y encuen­tros, por el valle del alto Cañamares, receptáculo de la historia más antigua, de la forma de vida más genuinamente serrana, de la senci­llez y la autenticidad de una forma de ser única.

Es, en definitiva, una parcela más de esta multiforme y variada pro­vincia.