Guadalajara: arquitectura de una ciuad

sábado, 26 junio 1982 0 Por Herrera Casado

 

Podríamos calificar de acontecimiento cultural del año, al menos entre lo realizado hasta el momento, la exposición que ha montado y aún muestra el Colegio de Arquitectos de Madrid, en su Delegación de Guadalajara, en la sala alta del Palacio del Infantado. Porque si el resultado de público está ofreciéndose magnífico, siendo muchos alcarreños los que están acudiendo a presenciar el acontecimiento, el de critica ha flojeado, quizás por no haber llegado a captar el auténtico mensaje de la muestra, quizás por el ambiente que vive estos días el personal opinante, volcado al deporte balompédico.

Hasta el próximo miércoles, día 30, en horario de mañana y tarde, permanecerá abierta la exposición «Guadalajara: arquitectura de una ciudad». En ella, y a lo largo de sesenta y un paneles, va apareciendo ese quehacer múltiple, diverso, vivificador, de la categoría de Guadalajara en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Las palabras del arquitecto presentador de la exposición, don José Manuel González Valcárcel, se hacen realidad en esta muestra: «Conservar la memoria urbana». Lo que fue esta capital de provincia en esos años, y que lentamente ha ido dejando de ser. En esos múltiples y grandes paneles van apareciendo mapas de la ciudad, planos y fotografías, dibujos que traen a la memoria edificios que fueron, estampas que se han perdido.

La tarea de elaboración de esta exposición ha llevado a diversos profesionales de la arquitectura, vecinos nuestros, más de dos años de paciente trabajo. Primeramente, rebuscando en el polvoriento depósito de papeles (porque a eso no se le puede llamar archivo) del Ayuntamiento de Guadalajara todos los planos y alzados, todos los proyectos y datos posibles relativos a los edificios de la ciudad que allí hubiera. No han aparecido todos pero sí una cantidad muy estimable, conservados demasiado bien para lo que pudiera esperarse del estado de abandono en que se encuentra aquella dependencia municipal. Enormes planos, magníficos bocetos y alzados de edificios, fotografías antiquísimas, certificados y presupuestos. Son varios centenares de documentos de este tipo los que han sido rescatados. A ello se añade el trabajo posterior de articular todo ese material conforme a un orden urbano, a una especie de recorrido por la ciudad en el que el visitante se va encontrando con la sombra de lo que fue su burgo. Y fotografías en gran cantidad y en estupenda calidad de aquellos otros edificios más antiguos, de los que no quedó memoria firmada. Indicaciones escritas, datos escuetos, pero fundamentales, de los nombres de edificios, fecha de construcción, arquitecto autor del proyecto, etc., completan la exposición y le alzan en valor dejando al visitante con la boca abierta, no sólo por contemplar una obra bonita, sino por gozar de una obra bien hecha.

En el acto de la inauguración de la muestra, el arquitecto restaurador del Palacio del Infantado, hombre que ha dejado una huella imborrable en la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XX, don José Manuel González Valcárcel, decía que «la arquitectura no puede ser nunca mueseable», sino que, por el contrario, debe estar viva, ser mantenida en vitalidad constante por sus profesionales y los responsables de su existencia. Así, el concepto moderno de conservación de ciudades no pasa por la restauración puntual de monumentos o detalles artísticos, de conservación de fachadas, ni siquiera de ambientes urbanos; pasa por el mantenimiento de funciones, por la salvación de «papeles» de un protagonismo arquitectónico, dando y devolviendo la utilidad tradicional a los edificios.

El recorrido por los paneles de la exposición «Guadalajara: arquitectura de una ciudad» es evocador y aleccionador. Por una parte trae a la memoria, a cuantos los conocimos, el recuerdo de edificios que no están ya entre nosotros; por otra, nos muestra las reformas inconcebibles, absurdas, que se han hecho en otros; finalmente, muestran el abandono en que están otros edificios que hacen la ciudad y están «que dan pena». Sin embargo, la pureza de los planos, de los alzados y proyectos levanta en muchos momentos esa memoria y revitaliza el entusiasmo por esta ciudad que, pequeña y provinciana, fue en años y siglos pasados una exposición constante de buen hacer arquitectónico.

La muestra de los arquitectos alcarreños viene, por otra parte, a hacernos reconsiderar una parcela de la monumentalidad guadalajareña hasta ahora poco considerada: la del siglo XIX y primera mitad del XX. Aquí se han construido numerosos y bellísimos edificios que durante mucho tiempo han sido eclipsados por la leyenda del Palacio del Infantado, por la fama de los torreones amurallados o por el exotismo de las puertas de Santa Maria. Pero esas fachadas del arquitecto Eugenio Sánchez F. Lozano de la calle Torres y plaza de los Caídos, o las del profesional Pedro Cabello Maíz en la calle Mayor baja, pueden ponerse codo con codo con los monumentos venerables de Guadalajara y formar la trama monumental de la ciudad. Y no digamos ya nada de los edificios que para sede de Correos levantó Joaquín Sáinz de los Terreros, o para la del Banco de España diseñó José Yarnoz Larrosa: son joyas de la arquitectura contemporánea. Dilata el pecho la contemplación de la sucesión de planos y proyectos para la sede del Ayuntamiento, que, siguiendo la tendencia de restauración del caduco edificio renacentista, cuajó finalmente en un proyecto absolutamente independiente, electricista y con carácter, de Antonio Vázquez Figueroa, en los comienzos de este siglo.

El cogollo de la ciudad, que, afortunadamente, está vivo hoy, latiente, en materia de arquitectura valiosa lo constituye la Calle Mayor y sus aledañas (Torres, Francisco Cuesta, Teniente Figueroa, Benito Hernando, Topete y la Travesía de Santo Domingo). Tampoco convendría olvidar de ningún modo aquella otra parcela de los barrios humildes, que también le dan carácter a la ciudad, como eran las calles Arcipreste de Hita, Calnuevas, la misma Carrera (hoy Boixareu Rivera), que por conducir hacia los barrios limites (barrio de Budierca y Alamín) tiene un valor arquitectónico menos monumental, pero también respetable. Si realmente los arquitectos y las autoridades responsables del tema tienen voluntad de salvar la arquitectura de la ciudad, tarea ardua y hermosa les espera por delante.

Lástima que, de todo lo expuesto, no se hayan encontrado los planos de lo que indudablemente fue la cumbre de la arquitectura guadalajareña de esta época que comentamos: la fundación de la duquesa de la Vega del Pozo. La obra del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, tanto en el Panteón y edificios anejos como en el cercano poblado de Villaflores, fue colosal, magnífica. Y un pero, uno solo y pequeño: se ha olvidado poner en esta exposición uno de los edificios más representativos de la arquitectura del XIX en nuestra ciudad: la Cárcel o Prisión Provincial, de la que no se aportan planos ni fotografías, siendo un ejemplar extraordinario y, por supuesto, merecedor de recuperación total.

En definitiva, no podemos por menos de volver a expresar nuestra alegría por haber tenido la oportunidad de contemplar y de gozar (de trabajar, incluso, en ella) esta exposición soberbia que el Colegio de Arquitectos de Guadalajara ha ofrecido a la ciudad. Recomendar vivamente a todos los buenos alcarreños que también la visiten y gocen es una obligación, de la que no se mostrará nadie arrepentido. Un aldabonazo más y muy bien dado, a la conciencia de una Guadalajara dormida.