Una leyenda monjil en Valfermoso

sábado, 13 febrero 1982 0 Por Herrera Casado

 

Uno de los mas hermosos, paradigmáticos valles íntimos de la Alcarria es el del río Badiel, en cuyo fondo asientan diversos pueblos, ruinas y lugares que despiertan el interés del viajero y del curioso. En su parte más estrecha, más verdeante y cordial, hállase el monasterio de monjas benedictinas de San Juan Bautista, junto al pueblo de Valfermoso, que, por ellas, lleva el sobrenombre «de las monjas»

Su fundación es remotísima: concretamente en 1186, tras su repoblación por el reino castellano, asentaron junto al río las monjas francesas que un noble atencino, don Juan Pascasio, hizo venir para encargarse de la nueva sede religiosa. Pronto se acogió a la rectoría espiritual del obispo seguntino, y enseguida llegaron las ayudas económicas, los acrecentamientos de tierras, y una prosperidad que, todo hay que decirlo nunca rayó con la opulencia, pero sí permitió que en los siglos medievales y renacentistas, las señoras monjas», las «sores» que llamaban tuvieran un muy buen pasar por este «valle de lágrimas» y por el Valfermoso umbrío del río Badiel.

Frente a la historia de este cenobio, que ya he hecho detalle en otra parte (1), sale al encuentro del viajero la estampa idílica del edificio monasterial y su entorno. Y en ese riente conjunto de montañas, arboledas, sonoros cursos de agua y sombreados muros de densa palabra secular, surge al fondo un hálito de leyendas, un escondido curso de aconteceres que sólo el curioso, el inquieto que lee entre líneas puede sustraer al silencio de las horas y a la paz de los rezares.

Hace un par de semanas (2), las páginas de este semanario daban cabida a un artículo muy interesante, escrito por un gran conocedor del monaquismo español y de las instituciones monasteriales de nuestro entorno: Servando Escanciano escribía el «Réquiem por una freila», haciendo la «intrahistoria» del cenobio de Valfermoso, durante el siglo XVIII, a costa de una simple monja «lega», digamos que «monja de segunda», dentro de las categorías que por entonces se llevaban. Y esa breve historia sacada de los viejos papeles del claustro, del «Libro de profesiones» de la época, nos esboza unos datos que nos hacen volar a la imaginación, ir más lejos de lo que dice el artículo: una «señorita», muy joven, procedente de Madrid (lejano sitio para lo que era costumbre con padres nobles de los del Don y Doña delante y varios apellidos encadenados, que entra al convento sólo para ser «lega», como si no pudiera alcanzar otras cotas religiosas más altas, y que es protegida, por conocida, del Dr. Malaguilla, clérigo visitador del monasterio, de biografía algo revuelta, y que la propone tiempo después de su ingreso para subir de categoría» y ser nombrada monja de coro. Cosa que no llega a alcanzar, pues las demás monjas, en votación secreta, no llegan a concederle tal cargo.

Estas premisas me hacen ahora volar la imaginación, y proponer: ¿no sería esta hermana lega, esta sor Josefa de la Trinidad que Escanciano historiaba, una descarriada de la vida, para la que sus padres sólo encuentran «jabón de honor» metiéndola en un convento, bien alejado de Madrid, y en cargo que nada, o poco, tenga que ver con la religión, pues la niña no era dispuesta a tratos demasiados místicos? Repito que es todo suposición, vuelo imaginativo ¿No sería Valfermoso, otra vez «refugio de pecadoras»?

Y digo otra vez porque en el siglo XVII ya lo fue. Voy a dar aquí otros datos, más conocidos, pero no menos interesantes y dignos de ser recordados. El monarca hispano más mujeriego, de la línea dinástica de los Habsburgo, fue sin duda Felipe IV, inmortalizado tantas veces por los pinceles de Velázquez, incapaz él mismo de alimentar la inmortalidad de su nombre con acciones más positivas. Tuvo, entre otras muchas amantes, a María Calderón, «la Calderona», famosa actriz teatral de la época, con quien tuvo un hijo, el futuro don Juan de Austria, y una hija. A la Calderona y su hija las recluyó en Valfermoso, hechas monjas «a la fuerza», y como un Honor a la casa alcarreña por admitir a aquellas mujeres tan fuera de su grado, confirió al monasterio el título de Real.

La anécdota tiene un estrambote que raya en la leyenda, pero que creo merece también ser referido aquí. El pintor cortesano, nada menos que Velázquez, pintó en cierta ocasión, complaciendo a su monarca‑patrón, a la bella Calderona. Sería un retrato excelente, cuajado de luz, de aire, de humanidad, de perfección en la línea y las distancias. Al ingresar en Valfermoso, la actriz se llevó el retrato velazqueño, y lo puso en su celda. Era un recuerdo de tiempos mejores, a los que ella no estaba dispuesta a olvidar. Pero pasaron los años, la Calderona ocupó una fosa de la iglesia de Valfermoso, y su retrato fue pasando de celda en celda, transformándose el motivo del óleo en objeto de devoción, pues llegaron a creer las monjas, dos siglos después, que «aquello» era, por supuesto, un santo canonizado y digno de recibir devociones. Como a San Antonio veneraba una monjita benedictina de fines del siglo XIX el retrato de la Calderona. Un día, alguien se dio cuenta de la realidad: aquello era una obra que merecía estar en el Museo del Prado, por lo que significaba y por quien la había pintado. En un momento de turbación, y, en cierto modo, de desconsuelo, la monjita fue a por el cuadro y lo hizo Picadillo. No quedó ni el marco.

En la tranquila, ordenada, incansable y santa actividad del Valfermoso de hoy, donde el espíritu de San Benito continúa cada día imprimiendo su serenidad a las acciones todas de las monjas, no hubiera venido nada mal encontrarse con un Velázquez colgando de los muros conventuales. Les habría sacado, seguro, de más de un apuro. Y el espíritu vigoroso y serio que mueve a sus pobladoras actuales, no hubiera hecho ascos de la retratada actriz. La historia hay que asumirla. Y la leyenda, como en este caso, que no pasa de ser conseja contada al amor de la lumbre invernal, tanto más que ella.

(1) ver mi obra Monasterios y conventos en la provincia de Guadalajara, Guadalajara, páginas 50‑57.

(2) ver NUEVA ALCARRIA de 23 y 30 de enero de 1982: Escanciano Nogueira, S.: Réquiem por una freila.