Santa Teresa, en Guadalajara
El próximo año, en que ya estamos casi introducidos, va a traer a España, y a Guadalajara, concretamente, un importante aniversario, que habrá de celebrarse como se merece: es el cuarto centenario de la muerte de Teresa de Cepeda, Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia, y uno de las figuras que, sin discusión, está admitida entre la nómina de mentes lúcidas y geniales que ha dado la Humanidad a lo largo de los últimos siglos. En Alba de Tormes, el 4 de octubre de 1582, se agotaba una de las vidas más fecundas que ha tenido nuestra historia. El ímpetu espiritual, de dotes organizativas, la valentía de miras frente a cualquier contratiempo, la voluntad de trabajo, el estilo literario depurado, y un sinfín de cualidades, todas grandiosas y en grado superlativo, adornaron a esta mujer abulense que ahora nuevamente el mundo entero recuerda, estudia, aclama.
Santa Teresa de Jesús estuvo por estas tierras de Guadalajara. Su caminar constante por los vericuetos, las ciudades y las aldeas de Castilla permitió que en algunas ocasiones su pie incansable asentara sobre los caminos de la Alcarria.
Recordaremos hoy un aspecto de esta su presencia entre nosotros. La fuente documental de donde podemos tomar nuestras notas para narrar, aunque sea someramente, el paso de la santa de Ávila por la Alcarria, es su «Libro de las Fundaciones», continuación del «Libro de la vida». Este último lo terminó en 1565, y el primero comenzó a escribirlo en 1574, redactándolo luego en dos etapas posteriores: 1576 y 1582, el año de su muerte. Ambas obras, redactadas en un estilo directo y vivo, muy característico de la santa, son más bien unos relatos de las aventuras externas de sus períodos fundacionales, aunque según ella refiere «no pongo en estas fundaciones los grandes trabajos de los caminos, con fríos, con soles, con nieves, que venía vez no cesarnos en todo el día de nevar, otras perder el camino».
En el capítulo 17 de este su «Libro de las Fundaciones» refiere Santa Teresa los acontecimientos que rodearon a la fundación de sus dos conventos alcarreños: el de monjas y el de frailes, ambos en Pastrana. Ocurrió todo en el año 1569, y comienza diciendo que, tras la fundación del convento de Toledo, parecía encontrarse ante una temporada de descanso, de retoma de fuerzas, y, sobre todo, de oportunidad de oración y gozo espiritual. Pero en esos días llegó a Toledo un caballero emisario de la casa del príncipe Éboli, don Ruy Gómez de Silva, gran valido de Felipe II, quien recordaba a la santa la promesa que tenía hecha de fundar algún monasterio en Pastrana. Refiriéndose en el texto a doña Ana de la Cerda, princesa de Éboli, dice que «había mucho que estaba tratado entre ella y mí de fundar un monasterio en Pastrana». La monja no se decidía a ir; se encontraba cansada. Pero tras un rato de oración, Dios le aconsejó que emprendiera el camino hacia Pastrana: «Fuéme dicho de parte de Nuestro Señor que no dejase de ir, que a más iba que a aquella fundación».
De camino ya, paró en Madrid en un convento de monjas franciscanas que regía doña Leonor Mascareñas, y allí conoció a dos ermitaños, italianos, llamados Mariano de San Benito y Juan de la Miseria; el primero de ellos hombre erudito «de nación italiano, dotor y de muy gran ingenio y habilidad». El otro muy sencillo y humilde, gran pintor y artista. Ellos andaban en qué orden meterse, pues desde las normas dictadas por el Concilio de Trento ya no se permitía ser ermitaño ni anacoreta «por libre».
La santa convenció a ambos de las ventajas que para sus anhelos espirituales podía suponer el ingreso en la Orden del Carmelo Descalzo, creada por ella, en una rama masculina que estaba intentando formalizar. Ellos quedaron tan entusiasmados que se lanzaron a recoger por curias y despachos los necesarios permisos.
Llegó pronto Teresa de Jesús a Pastrana, y allí fue recibida con grandes honores por los príncipes de Éboli, duques de Pastrana. Dice «hallé allá a la princesa y al príncipe Ruy Gómez, que me hicieron muy buen acogimiento. Diéronnos un aposento apartado, adonde estuvimos más de lo que yo pensé». La acompañaban solamente dos monjas. Fueron más de tres meses los que en Pastrana pasó la santa de Ávila, y dice que «se pasaron hartos trabajos por pedirme algunas cosas la princesa que no convenían a nuestra Religión», por lo que casi dispuso marcharse sin fundar. Pero el príncipe Ruy Gómez, al que Teresa califica de hombre cuerdo y bondadoso, puso gran empeño en que todo se arreglase, y señala que él «tenía más deseo de que se hiciese el monasterio de los frailes que el de las monjas».
Por entonces llegaron a Pastrana Mariano de San Benito y su compañero, siendo también muy bien recibidos por los duques. Y así, ya decididas todas las condiciones de fundación, patronato, emplazamientos, etc., con gran solemnidad, en julio de 1569, realzados por largas y solemnes procesiones a las que concurrieron eclesiásticos, frailes y cortesanos, se inauguraron ambos conventos carmelitas: el de hombres, en la vega (lo que hoy es convento de franciscanos de Pastrana), junto a la ermita de San Pedro y unas cuevas de eremitas en el roquedal que da sobre el Arlés, y el de mujeres, en la población, en la parte baja, junto a la fuente de San Avero.
La fortuna de ambas fundaciones, una vez ida de allí Santa Teresa, fue diversa. El convento de hombres creció y se engrandeció de tal manera que en siglos posteriores llegó a ser sede repetidas veces de los Capítulos Generales del Carmelo Descalzo masculino, cosechando gran número de vocaciones carmelitanas, de misioneros, de sabios, etc. La huella de Santa Teresa fructificó genialmente entre sus muros. El convento de monjas, sin embargo, sólo duró cuatro años. Tras la fundación, unas cuantas monjas se dedicaron con gran cariño a ponerlo en marcha. Pero al morir, en 1573, don Ruy Gómez de Silva, su viuda, la princesa doña Ana dio en meterse monja en su convento pastranero, y allí se armó. Revolucionó a las monjas y sus costumbres, sembró rencillas, y, como dice la santa en su «Libro de las Fundaciones», vínose a desgustar con ella (la priora) y con todas de tal manera… que yo procuré (escribe Santa Teresa) por cuantas vías pude… que quitasen de allí el monasterio, fundándose uno en Segovia». Efectivamente se hizo así: las monjas devolvieron a la princesa (cada día más desequilibrada) lo recibido de ella, y se fueron a la ciudad castellana a recogerse en un nuevo convento, dejando a Pastrana en solitario de esta herencia carmelitana, y «bien lastimados a los del lugar», según confiesa en su obra Santa Teresa.
El cariño hacia esta gran mujer y hacia toda su obra permaneció vivo siempre en Pastrana y en la Alcarria. A lo largo de los siglos continuó su recuerdo, y en la ocasión en que se canonizó a Santa Teresa, el Pueblo de Pastrana se volcó en conmemoraciones y actos solemnes. Al igual que siempre, hoy, la villa alcarreña, y por extensión la tierra toda de Guadalajara, se apresta a conmemorar como merece el cuarto centenario del tránsito de tan excepcional mujer.