La iglesia de San Gil

sábado, 8 marzo 1980 0 Por Herrera Casado

 

En la abultada nómina de los monumentos alcarreños, los hay con estrella afortunada, que han conocido el mimo y las restauraciones, y los hay también con la racha de la mala suerte acumulada, a los que les han llovido palos por todas partes. Uno de estos últimos es la iglesia de San Gil, en Guadalajara, que fué en su día cuna y corazón de la ciudad, y hoy son polvorienta ruina destartalada sus escasos restos.

Situada en la plaza que siempre se denominó de San Gil (y hoy del Concejo), muy cerca de la plaza mayor de la ciudad, durante varios siglos sirvió de asiento a las reuniones del concejo de Guadalajara y las juntas de los aportellados del Común de Ciudad y Tierra de Guadalalajara. En el atrio soleado que formaban las columnas pétreas sobre el portalón mudéjar del edificio, se reunían jueces, alcaldes y jurados para tratar de los asuntos de comunidad: distribución de impuestos; obras necesarias a realizar en la muralla, en los puentes; aprovechamientos de los pastos, de las leñas, de los montes comunales; organización de las huestes que en nombre de la ciudad y su tierra acudirían al llamamiento del rey, en campaña contra el Islam, etc. Incluso años después de construir en la plaza mayor un edificio para el Ayuntamiento, allá por el siglo XV, las gentes arriacenses tenían la costumbre de reunirse los domingos, al salir de misa, en el atrio de San Gil, y allí hacer concejo abierto, como ocurría en toda Casilla.

La iglesia de San Gil era un hermoso ejemplar de la arquitectura mudéjar del siglo XIV. Fueron muy numerosos los edificios de este estilo en Guadalajara, construidos por alarifes árabes y sus descendientes, de los que, al amparo de unos fueros humanizados, quedaron libremente viviendo con sus costumbres y religión, tras la conquista oficial de la ciudad en 1085. Clásico el oficio de albañil entre los moriscos, éstos construían iglesias cristianas con detalles arquitectónicos reciamente arábigos. Aún quedan detalles, ejemplos dignos, en las iglesias de Santiago, Santa María y Santo Tomé (hoy Santuario de Nuestra Señora de la Antigua) de nuestra ciudad. Esta de San Gil que hoy tratamos no era excesivamente deslumbrante, pero tenía su valor: de una sola nave, con torre adosada y cuadrada, varias capillas laterales irregularmente dispuestas, y un hastial principal a poniente, en el que destacaba la portada, obra clásica mudéjar consistente en gran arco de herradura apuntando o aquillado, exornado de relieves radiados de ladrillo y cobijado en sencillo y clásico alfiz. En su interior, más bien pobre, destacaba la capilla de los Orozco, obra espléndida mudéjar, consistente en recinto de altas paredes completamente cubiertas de yeserías y estucos con decoración arabizante, en la que se mezclaban las frases árabes con los escudos nobiliarios de la familia castellana, en un ejemplo magnífico de esa cultura hondamente hispana que aflora tras los arabescos gótico mudéjares.

La historia posterior de ese monumento, pasada ya en el siglo XV o el XVI su época de mayor calor popular y uso ciudadano, es triste y vergonzosa. Abandonada de cleros y deudos, se le fueron haciendo apaños y poniendo remedios, enluciendo el interior (primitivamente ladrillo visto) con yeso, empotrando un atrio bajo en la portada, abandonando a humedades las capillas. Finalmente, y ante el furor desarrollista del alcalde Fluiters, que propuso transformar a Guadalajara en una ciudad amplia y moderna, para lo que no dudó en derribar aquí y allá veneradas joyas del pasado, la iglesia de San Gil fué pasto de piqueta con objeto de ampliar la plaza en que se encontraba. Esto ocurría a finales de la segunda década del siglo XX. Ya antes en los últimos años del XIX, y al compás de otros edificios no menos ilustres (la Primitiva iglesia de Santiago, la puerta de Bejanque) cayó la aneja capilla mudéjar de los Orozco. Pero la máquina administrativa del Estado, que iba despacio y no se enteraba, en Madrid, de lo que era el pulso vivo de las provincias, siguió el trámite para declaración de monumento artístico de la iglesia de San Gil, incoado por la Real Academia de las Bellas Artes y la Comisión Provincial de Monumentos, cuando estas vieron el peligro de derribo que sobre el templo se cernía. Varios años después de haber desaparecido el templo (concretamente el 22 de agosto de 1924) una Real Orden le declaraba Monumento arquitectónico artístico. No me he parado a revisar la prensa de aquellos días, pero la rechufla debió ser general. Seis o siete años después de tirar la iglesia, el Estado la declaraba monumento. La ineficacia burocrática del Estado nunca ha estado mejor representada.

Y ante tal patinazo, pocos meses después el diario oficial (Gaceta que llamaban) publicaba una Real Orden (de 26 de mayo de 1925) autorizando el derribo de la iglesia de San Gil de Guadalajara a excepción de la portada y la capilla mudéjar de los Orozco, para las que mantenía la declaración monumental de meses antes. El triste solar de tanta maravilla presidido por los muros polvorientos del ábside, volvió a conmoverse. Finalmente, una orden aparecida en el Boletín Oficial del Estado de 16 de Enero de 1941, declaraba excluida esta declaración del Catálogo Monumental de España. Es el único caso, en la historia del patrimonio artístico hispano, en que un monumento inexistente se ha paseado por los boletines oficiales y las reales órdenes, como un auténtico fantasma de piedra y ladrillo.

Hoy queda aún, apoyado en el edificio de cristal y aluminio que el Ayuntamiento plantificó hace años en la plaza de San Gil, para mayor escarnio a la memoria de esta iglesia mudéjar que fue pálpito del burgo, el resto mínimo de su ábside. Planta semicircular y un muro de mampuesto y ladrillo en el que resaltan algunos arcos ciegos, sobrepuestos, de hermoso color y forma cuando el sol de mediodía le arranca sombras y relieves. Una casona apoyada en este ábside tapa gran parte del mismo, pero promete dar a la ciudad su estampa entera cuando la alineación de la calle que le circunda sea un hecho. Por el momento, este retazo del pasado está ya incluido en el Inventario Arquitectónico de interés histórico ‑ artístico de nuestra ciudad. El mismo día de realizar su ficha, nos acercamos por allí, y aun estaba. Esperemos que sea por mucho tiempo.