El capitán Arenas

sábado, 1 septiembre 1979 0 Por Herrera Casado

 

La historia, breve y dramática del Capitán Arenas, es la de una valentía, la de un soldado español que, lo mismo que otros muchos miles a lo largo de nuestra historia, no tuvo miedo a la muerte, y ésta al final le tomó la delantera, en uno de los hechos guerreros más desfavorables de nuestra historia contemporánea. Su postura fue de auténtico heroísmo, despreciando el riesgo por salvar a sus compañeros en una campaña y batalla que desde mucho antes se sabía perdida. Esa serenidad en la actuación, ese desprendimiento y generosidad, ese final y sereno enfrentamiento con la muerte, es lo que agiganta la figura del Capitán Arenas, que precisamente por su vibrante juventud supo y pudo llegar a los límites últimos de sacrificio.

La carrera de Félix Arenas Gaspar había sido fulgurante. Había nacido en Puerto Rico, en 1892, hijo del Capitán de Artillería del mismo nombre que a la sazón se encontraba destinado en aquella isla americana. Pero muy poco después la familia regresó a España, y el joven Félix llegó a Molina de Aragón de donde era toda su familia, viviendo allí su infancia primera juventud, cursando los estudios en el Centro que los Padres Escolapios tenían montado en un moderno edificio, que hoy es utilizado para Instituto de Bachillerato. Aún muy joven a los catorce años, ingreso en la Academia de Ingenieros, a la sazón en Guadalajara, y a los diez y ocho de su edad ya había sido promovido a teniente, alcanzando el grado de capitán poco después, a sus veintiún años, pasando luego a la Escuela Superior de Guerra, en la que se diplomó, a los veintiséis.

De inmediato fue enviado con las tropas que batallaban en el Norte de África, librando una desafortunada «guerra colonial», en la que España puso lo mejor de sus hombres, pero sin la fe necesaria para mantener sus posiciones en un continente en el que, ideológicamente, ya nada ni nadie nos pedía continuar. El año 1921 fue en esa «guerra de Marruecos» el más desafortunado y triste. Tras el desastre de Annual, las tropas indígenas marroquíes habían crecido en moral y empuje, llegando ya, en el verano de ese año, hasta las mismas costas mediterráneas El ataque arrollador de los moros que diezmaban sin piedad al Ejército Español, sonó como un clarín de alarma en Melilla, donde se encontraba Félix Arenas, capitán a la sazón de una Compañía de Telégrafos. Con sus hombres tomó en ascenso el río Zeluan, llegando hasta la cabecera de la llanura de B ‑ Sidel, en Batel, donde se dio cuenta que el enemigo ya les cerraba el (). Allí tuvo que tomar el mando de todo el ejército que se batía en retirada, por ser el Capitán más antiguo, y en un momento de verdadero peligro, cedió su caballo a un sargento herido para que pudiese ser evacuado. Siempre en la retaguardia del ejército hispano, Arenas fue sosteniendo el empuje moro, retirándose a Tistutín, y luego a Monte Arruit. En la defensa de primero de estos enclaves, ya tuvo Arenas ocasión de mostrar su valor y genio militar. Por las noches extendía con su gente gran cantidad de paja, que rociada, prendía luego, dificultando así el avance enemigo. Dirigió con serenidad las operaciones de retirada hacia el valle, y, siempre en el puesto de mayor peligro, muy próximo ya al refugio de Monte Arruit, cayó muerto de un balazo en la cabeza.

La figura del Capitán Arenas, queridísima para cuantos habían sido compañeros de campaña, se agigantó tras su heroica muerte. Previos los trámites correspondientes, en 1924 le fue concedida a título póstumo la Cruz laureada de San Fernando. Y en 1928 se inauguró en Molina de Aragón, en un solemnísimo acto al que acudió el Rey Alfonso XIII y parte de su Gobierno, un monumento a este preclaro hijo del señorío, que aún hoy puede admirarse en el atrio de entrada al Instituto. Fue encargado de realizar este monumento, el prestigioso escultor Coullaut-Valera, y consta de un pedestal que sostiene un monolito de piedra, rematado en un castillete símbolo del Arma de Ingenieros, y sobre una repisa en su parte anterior se muestra el busto en bronce del militar que, con su gran juventud -tenía 29 años al morir- supo escribir página tan gloriosa para la historia de España y poner así su nombre en el abultado número de las figuras provinciales que merecen eterno recuerdo.