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agosto, 1977:

Las truchas de Molina

 

El Señorío de Molina, que con la cabeza altiva ha visto pasar los siglos, y ha sentido su peso sobre las carnes prietas y pardas de su geografía, es hoy una sombra nada más, sobre el muro de las nostalgias castellanas. El devenir socioeconómico de España ha traído a esta región, que fue riquísima, próspera y meta de emigrantes, a un estado de atonía, por no decir de abandono, que la está haciendo vivir horas críticas. Su personalidad y su riqueza, sin embargo, están pidiendo que aparezca la voz de quien ha de salvarlas, redimirlas, ponerlas en situación de dar su más verdadera y capacísima medida. La reestructuración del Señorío molinés, cara ya al siglo XXI, y su consideración como región cuajada de minería, de reservas forestales y de posibilidades ganaderas, debe ser tarea inaplazable de quienes, como políticos, dicen ser y ansiar ocuparse de la cosa pública, dejando a un lado bizantinismos estériles.

En los siglos XVI y XVII, incorporado ya el Señorío a la Corona castellana, de la que había sido independiente desde su nacimiento en el siglo XII, alcanza este territorio su mayor apogeo, al estar, como dice su historiador Sánchez Portocarrero, «abastecida para la comodidad de sus habitadores», y poseyendo todas las materias primas que en esas épocas, la permitían llevar una vida totalmente independiente de los demás. La inmigración, especialmente del País Vasco, era abundante por lo que todos sus habitantes «siendo governados con muy atentas leyes, ordenanzas y fueros municipales, demás de las del Reyno de Castilla, se mantienen en Paz Justicia y Equidad».

Una de las riquezas molinesas fueron siempre sus ríos, y los productos de ellos. Sánchez Portocarrero alaba en su Historia del Señorío de Molina, uno por uno, a todos los ríos y arroyos de su tierra, y canta las excelencias del frescor de uno, del paisaje agreste de otro. Es el Gallo al que, sin embargo, le otorga la preeminencia y el apelativo apasionado de «Patrio Río». Dice que en su largo recorrido ‑ trece a catorce leguas ‑, sólo atraviesa tierras del Señorío, o provincia molinesa, como entonces se apelaba oficialmente la región, «mostrando que sólo le destinó Dios para ella». Da su origen en el cerro de San Cristóbal, junto a Orea, en la Sexma de la Sierra. Baña luego, progresivamente, las sexmas del Pedregal y del Sabinar, en la que se hace monumento natural, tajando el paraje de la Hoz, y yendo a dar, poco después, sobre el Tajo en el puente de San Pedro.

Sánchez Portocarrero alaba del Gallo las truchas, y dice que «sus aguas son excelentes y de más estimación por lo útil que por lo caudaloso, y sobre todo es famoso por su notable fecundidad de pesca,  en particular de truchas asalmonadas, en nada inferiores a las más excelentes». Dice que le alabaron, ya en la antigüedad clásica, y más modernamente autores como Marineo Sículo, Gil González Dávila y Camilo Borrelo, habiendo servido para abastecer continuamente de viandas frescas la mesa real cuando Felipe IV y su corte pasó en 1644 hacia Aragón, llevándole hasta Zaragoza a diario este manjar del río Gallo, que hoy produce en bastante menos cantidad, pues dice el historiador, que, entonces, había tantas que «si se guardara este río en algunos tiempos del año, es creyble que a bueltas del agua se secara en las vasijas que se coje».

Quizás la pasión del terruño tiraba de la pluma de don Diego, pero no andaría muy lejos de la verdad al ponderar de esta manera estas truchas molinesas, que podrían ser, hoy todavía, si se quisiese, una fuente importante de riqueza para esta región, que la demanda al tiempo que, escondida, la ofrece.

Ya tenemos Universidad

 

Este de 1977 está siendo, por muchas y variadas causas, un año histórico, de esos que tendrán que aparecer, ineludiblemente, y al frente de una nueva página, en los libros de historia que manejarán nuestros futuros escolares. Será también fecha obligada de mencionar en otro devenir menos popular, pero tan importante o más que el otro: en la historia de la Universidad española, y concretamente en esa de la Complutense que ha sido, desde cuatro siglos y medio, guía y luz de las ideas en España.

Será, pues, ésta de 1977, la fecha de una gloriosa resurrección. La del Estudio Alcalaíno, la del espíritu cisneriano, la de ese permanente vigilar de prensas, de maestros, de doctores que a orillas del Henares fueron, desde 1510, y por varios siglos consecutivos, realidad señera y viva.

Aquí, en: estas páginas localistas, íntimas, me ocupaba hace algunos meses de poner de relieve algunos de los contactos que la tierra de Guadalajara había tenido con la Universidad de Alcalá, viniendo, o queriendo venir a demostrar, el íntimo y mutuo servicio que ambas se han prestado. Recordaba al gran maestro de la medicina, Cristóbal de Vega, natural de Peñalver, y largos años catedrático en Complutum. Y aquéllos otros, figuras de relieve nacional, nacidos en diversos lugares de Guadalajara, y acrecidos en su saber y entendimientos por la luz alcalaína: Páez de Castro, Gutiérrez Coronel, Bernardino de Mendoza, López de Agurleta, Villarroel, viniendo, en fin, a tratar ampliamente la vida y obra de don Juan García Valdemora, natural de El Casar de Talamanca, obispo de Tuy, y fundador en Alcalá de un famoso colegio universitario.

No referí entonces un detalle que creo muy significativo y, aleccionador, y que, para ser tenido Como «enxiemplo» al modo de los antiguos, pondré aquí por lo que pueda valer. Pocos años después de creada la Universidad, en 1518, ocurrieron en Alcalá diversos altercados progresivamente agravados, entre los estudiantes y los moradores del pueblo. Gente joven, bulliciosa, recorrían las calles tomando por blanco de sus burlas a los alcalaínos  o a las mozas de la villa, levantando protestas y peleas. A tal grado llegaron las cosas que el Ayuntamiento de Alcalá pidió formalmente al rector que se llevara la Universidad del pueblo, que no querían entre ellos tan ruidosa institución.

Recientemente fallecido su fundador, Ximénez de Cisneros, los sucesores en la dirección del tema no sabían a qué carta quedarse. Pensaron en Madrid, pero obtuvieron del Concejo una negativa pronta y rotunda. Habían escarmentado en cabeza ajena. Hicieron trámites en Sigüenza, para fundirla con la Universidad que en el alto Henares fundara López de Medina años antes. Lógicamente, mal se podían avenir los espíritus tan opuestos, de ambas universidades, pues la severidad casi medieval y escolástica de ­Sigüenza, no cuadraba con los aires novedosos, erasmistas y abiertos a todo que se respiraban en Alcalá.

El miedo a ser excesivamente controlados por el obispo, tampoco hizo que los alcalaínos insistieran demasiado en ese traslado. Nuevo intento, pues, esta vez hacia Guadalajara, donde la corte mendocina expandía un tapiz de cultura, desde un siglo antes, sobre el suelo de la Alcarria. La propuesta de trasladar la Universidad cisneriana a Guadalajara fue excelentemente acogida por el Concejo arriacense, quien preparó amplios terrenos para ubicarla, y Prometió toda clase de facilidades para llevar a efecto este intento de transformar, y a inicios del siglo XVI, a Guadalajara, en centro universitario. Pero tampoco cuajó la idea, y las buenas intenciones quedaron ahogadas. Quien de verdad mandaba en la ciudad y en varios cientos de kilómetros a la redonda, el duque del Infantado, se negó rotundamente a ello. Estas diferencias de parecer, estos roces eran achaque permanente entre Concejo y duque, y, al fin, siempre vence el poderoso. La Universidad fue «ahuyentada» por Don. Diego Hurtado de Mendoza, el duque que en su apelativo de «el grande» con que se le conoció, puso con este episodio un lunar bien notable. De todo esto que he referido hay documentación en el Archivo Municipal de Guadalajara.

El caso es que ahora, la Universidad ha vuelto donde debía: a Alcalá de Henares, haciendo buena una tradición firme y secular. Pero Guadalajara va a poder jugar, en esta etapa que ahora se inicia, un papel mucho más importante que en la anterior andadura. Sin duques opositores, y con autoridades entusiasmadas con la idea, nuestra ciudad ha de jugar el papel que la corresponde. La forma­ de participar puede ser múltiple, y en su articulación ha de jugar un decisivo protagonismo la imaginación de nuestros regidores. Esa imaginación que los anarquistas del mayo parisino querían para el poder, y que, de todos modos, ha de conjugarse con este arte de, lo posible que clásicamente se le ha adjetivado a la política. Lo que hemos de pedir a nuestros políticos y gobernantes es hacer posible la imaginación, y dar, en este caso, una realidad certera, firme, en la que hayan jugado todas las posibilidades de la ciudad en esta futura tarea: hospital Clínico y formativo de futuros médicos; colegios mayores para albergarlos; centros de formación para posgraduados (esa Universidad Nacional para los universitarios que anda ya en la imaginación de algunos); cursos, bibliotecas, y el latido constante de una ciudad y su comarca en torno de, esta institución, que será más querida y ayudada cuanto más sentida como, propia nos la hagan.

Durante la pasada primavera, antes incluso de la creación, de la Universidad de Alcalá como tal, nuestra ciudad puso de manifiesto su deseo y su entusiasmo en la tarea, en la Residencia sanitaria de la Seguridad Social se celebró un curso sobre el tema monográfico de «El Hospital Moderno» en el que participaron notables figuras de la materia, y varios profesores alcalaínos, siendo un verdadero éxito de público y participación.

La vida cultural, y, en definitiva, la andadura compacta de la sociedad alcarreña, debe ponerse, ya, en el trance de propiciar este trasvase de ayudas y beneficios. La Universidad de Alcalá, en este último cuarto del siglo XX, es también Universidad de Guadalajara. Y bajo esta contundente realidad hemos de actuar todos.

La picota de Moratilla (en recuerdo de D. Ernesto Navarrete)

 

Caliente aún el recuerdo de la figura y la buenahombría de ese amigo de todos, Ernesto Navarrete, que tanto amó a su patria chica, a Moratilla y a la Alcarria toda, quiero traer al conocimiento ancho de los alcarreñófilos un tema, breve y sencillo, con el que poder rendir un mínimo ‑también breve y simple, humilde como el mismo Navarrete lo fue ‑ homenaje a nuestro paisano. Hablar un poco, ponerla en imagen, a ese racimo de grises y nobles piedras que es la picota de Moratilla, cuya nostalgia bullía en los ojos pálidos’ y amables de don Ernesto. Tarea, que le tenía prometida desde hacía mucho tiempo, y que las ocupaciones y los atosigamientos me fueron obligando a retrasar su glosa de tan dilatada manera.

Moratilla es Alcarria pura, de exposición antológica. Sumida en un vallejo estrecho y verderón, sus laderas cuajadas de olivos, sus alcarrias espléndidas de cereales, su hondura preñada de hortales mínimos. El caserío desvencijado y sonriente maderas y desconchones al aire, callejas empinadas, bullicio todavía en los rincones. Su sobrenombre lo confirma. Es la tierra «de los Meleros», de los que se ocuparon en la industria rural y tierna de la miel. Los de Moratilla a producir, los peñalveros a vender. Y en esta puerta y corazón de la Alcarria, un pueblo generoso con ancha tradición. A la entrada del pueblo, en el camino que viene desde Fuentelencina, situada a una legua corta de distancia, allá donde sale el sol, está la picota. El símbolo que demostraba un rango superior, el privilegio de ser «villa de por sí» y tener el poder de la justicia sobre sus propios vecinos. En 1580, cuando se enviaron a Felipe II las relaciones topográficas, Moratilla ya era villa y no se recordaba desde cuándo. Lo fue, desde luego, en la primera mitad del siglo XVI, aunque desde muchos siglos antes había sido un punto más en el territorio calatravo de Zorita. En esos días, de final del siglo XVI, la villa de Moratilla tenía unos hombres que hacían su justicia y regimiento, nombrando alcaldes, regidores y alguaciles para el buen gobierno de sus vecinos. Habitantes llegó a tener unos dos millares, y aún más, pues es fama que tuvo grandes talleres de tejidos, además de la tradicional industria melera.

En testimonio de tan recia personalidad jurídica, con un no disimulado orgullo y justificable alegría, los de Moratilla levantaron en los años del Renacimiento hispano la Picota que demostraba su rango de villa. Colocada sobre un altozano en la costanilla de entrada al pueblo sobre el camino de Fuentelencina, «en dirección del primer sol del día», se trata de uno de los más notables ejemplares de picota de toda la provincia y aún de Castilla la Nueva entera. Lástima que, también, cuente entre las más deterioradas. Ello hace que sólo nos sea posible su muy somera descripción, y el aprecio que de ella hacemos más se deba a las sospechas de lo que fue, que a la realidad que se nos muestra.

Sobre cuatro circulares basamentos, dispuestos en escalinata, se alza el monumento, que se apoya en una grande y cúbica basa decorada en sus cuatro caras por sendas figuras masculinas. Tan desgastadas y destrozadas están estas figuras, que hoy es prácticamente imposible reconocer nada en ellas. En una se distingue, difícilmente, un hombre, desnudo, con una gran corna en la mano. Semejantes figuras aparecían en las otras caras del podium. Se trataba, indudablemente, de un simbolismo del número 4, y pensamos en que serían representaciones de las cuatro estaciones del año; o bien de los cuatro vientos (generalmente representados desnudos y con grandes cornas en la mano) o incluso de algunos trabajos de Hércules. Me inclino por la segunda posibilidad, dado el oficio de estas picotas de presidir caminos y «hablar a los cuatro vientos» de un título de villa. Más arriba, y sobre variadas molduras de clásico dibujo, aparece la columna cuyo fuste presenta dos tipos diferentes de estriación. El capitel que la remata es grande, hermoso, plenamente plateresco. Tallado en él, y sobre la cara que mira al pueblo, una figura agachada aparece con algunas espigas en la mano. Y un fruto, esta picota, de trabajos y de merecimientos. De los cuatro clásicos brazos que sobresalen de la picota, y cuyo fin remoto y teórico era el de servir de «percha» a los ajusticiados, emergen sendos leones o dragantes, ya muy desgastados, y algunos rotos.

Aún sigue ascendiendo la picota. En ansias de picar el cielo, de ser la más alta y lucida de todas. En otra estructura cúbica se decoran sus caras con rostros diabólicos, muy expresivos. Y sobre ella, otras cuatro facies, esta vez de angelillos, en perenne ascenso. Con formas vegetales se acaba, como en un rizo sempiterno, el monumento.

En el estudio que está por hacer de los rollos y picotas en nuestra tierra alcarreña, este ejemplar de Moratilla destacará eminente y meritorio. No sólo cumple su misión de documento, señalando al pueblo como villa, sino que sus anónimos autores y diseñadores quisieron cuajarlo de mensajes, refundir en él todo el significado que tal título judicial suponía para una entidad poblacional. Es un cartel, una explicación, y al mismo tiempo un alarde de buen hacer de tallista. Lástima que las injurias del tiempo y de los hombres hayan deslustrado tanto su primitivo aspecto, y hoy tenga tal apariencia de tullido, aun con ser un noble elemento arquitectónico. Para el viajero que cruce la Alcarria por Moratilla de los meleros, será parada obligatoria su vista a la picota