Acto de presencia

jueves, 29 enero 1976 0 Por Herrera Casado

Antonio Herrera Casado, fue cirujano otorrinolaringólogo en su juventud

Soy enemigo declarado de las memorias, de las autobiografías, del bombo y platillos que determinadas gentes se aplican en pechos y posaderas para hacerse notar y oír; y aun me dan pena y risa esas otras parrafadas que algunos echan, y no lejos de nosotros, acerca de éste o aquel tema más o menos superficial, con el ánimo exclusivo de aparecer y estar. A muchos les mata la palabra hueca, y de obras se van vacíos al cementerio. Pero el largo silencio que llevo desde hace algunos meses ha sorprendido a, algunos, y a otros, me imagino, habrá alegrado. Es un largo silencio en contra de mi voluntad.

La caminata franca, sencilla, buscadora de mínimas sorpresas, revitalizadora de antiguas fechas y piedras conglomeradas, que todos dábamos juntos semana tras semana en esta página, se ha detenido durante un tiempo. Y no a descansar precisamente. Esto ha hecho que muchos hayan preguntado, hayan pedido de nuevo esta costumbre del «Glosario Alcarreño». Pocos, esa es la verdad, los más amables se preocuparon. El ritmo de la vida, que en cortísimo trozo a cada uno nos toca en algo el eje, nos arrebata en ocasiones de aquel lugar en el que estamos tranquilos y a gusto. Y algo de ello me, ha ocurrido. Quien inventó los días, los hizo demasiado cortos. Veinticuatro horas son espacio reducidísimo para vivir como se debe los latidos que todos llevamos dentro. Para algunos son largas y monótonas. Para otros, afortunadamente, es al contrario. El «Glosario», las colaboraciones en los periódicos provinciales, las charlas sabrosísimas con los amigos, los caminares alegres por pinares y secas veredas, se me han ido tronchando sin saber cómo. La profesión que ejerzo y amo, el arte y la pasión por la biología humana, la sagrada palabra y el destino (no me sonrojo de poner tan altos calificativos a mi profesión) de ser médico, me arrebatan de manera total. El pálpito cotidiano de la consulta y el quirófano, la preocupación de cada instante por un ser que en nosotros confía su entera existencia, abruma y arrebata cualquier otro impulso que no sea el de curar, el de aliviar, el de consolar en todo caso. Lástima que un sistema burocrático, impersonalmente socializante y absurdamente mecanicista como es la Seguridad Social, haya quebrado la serena línea de relación que entre médicos, y enfermos debería existir, frustrando en los unos su apasionada razón humana y científica, y en los otros violentando la serena aceptación de algo tan normal en la vida como es el enfermar y el no estar bueno. Sí, mi actividad de médico ha llegado a invadir de manera total y absoluta las horas todas de la vigilia diaria. Sin horarios ni descansos, sin más momento de reposo que aquel necesario para el estudio de un caso novedoso, la lectura de una revista científica o el repaso, por desgracia somero, de un nuevo libro de la especialidad, contando al fin escasos minutos para la vida familiar imprescindible. Y conste que no hay lamento en esta relación pletórica: no hay más alta felicidad que la de aquél que se encuentra a sí mismo en cada cosa que hace. Pugnar por salir del vacío y entrar en contacto con uno mismo, o con los demás, pero profundamente, en una relación que vigorice la personalidad y el vivir de todos.

Ante esta avenida de cotidiano acontecer imparable, surgen momentos que tratan de regresarme al antiguo tiempo. Y es entonces la reunión cordial con los amigos periodistas, como el pasado lunes  en la festividad de nuestro patrón San Francisco de Sales. O es esa tarde fría y lluviosa junto a la chimenea chisporroteante de Paco García Marquina, tratando de buscar las palabras exactas para definir nuestra angustia. O es ese viaje relámpago a la nieve atencina y el románico de Villacadima con Rafael Calvo y su familia. Es esa llamada telefónica del alcalde de Tamajón, quer me dice que la fachada de su Ayuntamiento, hermoso ejemplar renacentista, ­se está hundiendo. Es ese filosófico charlotear con el aldeano de Embid, que sabe de borrascas, de trigos y de genealogías reales. Es, en fin, esa pasión por los escudos de armas, por la historia de los monasterios, por los poetas latinos de Guadalajara, por las imágenes románicas, por el grutesco dorado de una obra de orfebrería en cualquier fotografía vislumbrado y sorprendente. Pero el viejo tiempo no vuelve. No vuelve.

Guadalajara sigue durmiente en sus rincones. La calle Mayor cam­bió de cara, pero no de trasiego ni de miradas juveniles. El casino lució su europeizante juego, pero los butacones son los mismos. Salieron más pintores, fotógrafos, can­tantes. Parece ser que van a salir hasta políticos nuevos, de inusitado corte. Polémicas bizantinas sobre un viejo edificio. Y palabras, palabras, palabras. Letras una detrás de otra para que uno y otro se luzcan y arrebaten la atención en propio provecho. Necesitamos que se digan nuevas cosas, que, de verdad, y de una vez por todas, algo se mueva, camine, rompa barreras de desidia y de rutina. Pido perdón por este parlamento en personal pronombre. Que si con un golpe de pecho, y fuerte, no arreglo nada, por lo menos se significa que me arrepiento. Van estas líneas por los amigos de verdad que me echan de menos. Y yo a ellos. Pero la vida no se detiene. No hay tiempo de mirar atrás. Y el paisaje que ahora tengo ante los ojos no es de monumentos, de condes medievales ni de danzas típicas. Es de algo, si no más serio, por lo menos tan importante y vital como aquello. Dejaremos que el tiempo emplee sus contados y sabios instrumentos