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enero, 1975:

El Santuario del Peral, en Budia

 

Rozando con sus tejas y veletas el engironado aluvión de los cielos, allá donde la Alcarria se hace llanura y altura, que en esta parte de Castilla es una misma cosa, aireada y transparente, está situada la ermita, que por su volumen y prestancia mejor merece el nom­bre de Santuario, de Nuestra Señora del Peral de la Dulzura, patrona de Budia. Su ubicación en ese lugar no es caprichosa, pues hereda el terreno de lo que en, la Edad Media fue poblado con habitantes, llamado del Peral, y que hacia fines, del siglo XIV, junto con otros poblados llamados de Pumarejos, Membibre y Peñarrubia se, vieron, desprovistos de vida, y anexionados al ya pujante mu­nicipio, de Budia.

La tradición del pueblo nos refiere cómo en, tiempos muy antiguos, se apareció la Virgen en aquellos parajes a un niño que por allí andaba, teniendo como pedestal un peral cargado de su fruto. En aquel lugar creció el pueblo, y luego el santuario, que en principio fue de poco volumen, pero, finalmente, en el siglo XVII, se erigió uno más grande y artísticamente válido, que es el que hoy contemplamos, situado a dos kilómetros y medio antes de entrar a, Budia, viniendo desde, Brihuega. Fue el vecindario de Budia el que costeó, la edificación completa de esta gran ermita, que se vio terminada totalmente en 1686. Una traza líneas de simplistas, muy en la línea del manierismo que camina hacia el barroco. Una gran nave única al interior, con crucero y forma de cruz latina. Le gran linterna se termina en 1863.

En el  centro del altar mayor, que era de ostentosa decoración barroca, se encontraba la imagen de Nuestra Señora del Peral obra, románica del  siglo XII, que con otras muchas obras de arte, fue destruida en el período de dominación roja. Hoy ha sido sustituida por una nueva, y, aunque el elemento material, recipiendario de una larga tradición, es fundamental en esto de la devoción del pueblo, la que se profesa a la Virgen del Peral sigue siendo muy grande por parte de los habitantes de Budia.

El interior de este Santuario era muy rico en obras de arte. A él fueron a parar varios altares y diversos cuadros de los extinguidos monasterios, de carmelitas de Budia y de ­franciscanos de la Salceda, en Peñalver. Altares con múltiples óleos de tema religioso, y otros más sueltos y enmarcados que fueron, destruidos sin ninguna razón. Habla en el Camarín, entre otras cosas curiosas, un retrato al óleo de don Francisco Piquer, fundador del Monte de Piedad de Madrid, que murió en 1739 y que fue donado por la señora viuda de don José Zalón. Además dé los cuadros, y sedas, gran cantidad de exvotos lucían en sus paredes quedando hoy todavía alguno de ellos.

Las piezas artísticas de mayor valor en este Santuario, eran, sin duda y los bustos tallados en Madera del «Ecce Homo» y la Dolorosa», obras de Pedro de Mena, el escultor de nuestro Siglo de Oro que, con mayor ‑ realismo estudió y trabajó la figura humana. Están firmadas y fechadas estas obras en 1674. Salvadas de la quema, fueron llevadas al pueblo, y hoy pueden admirarse en la parroquia de Budia, aunque en muy precarias condiciones de luz y acondicionamiento.

La imagen de la excelsa patrona, de Budia, seria también puesta en el corazón del pueblo. Así, en el siglo XVII, un ilustre militar, hijo de la villa alcarreña, hizo labrar en plata, ricamente afiligranada, la imagen de la Virgen del Peral, pobre el árbol del aparecimiento, y con dos ángeles poniéndole la corona. Constituye todavía el, centro del rico frontal del altar de la parroquia de Budia. Su recuerdo queda alrededor de la imagen, también grabado en la plata: «A deboción del Capitán Ivan Nabaro a Pstrana, y de doña Josepha Fedrique su muger».

Como todas las, imágenes de la Virgen María, en sus diversas advocaciones populares, y por la fe gigantesca de sus fieles, la del Peral en Budia ha, sido milagrosa. Diversos ex‑votos y cuadritos que relatan los hechos prodigiosos de la virgen en tiempos pasados, dan fe de ello. Es un placer más el descubrir estas huellas mínimas, y como olvidadas, del folklore provincial, que tan bien nos retratan el modo de ser y creencias de nuestros antepasados.

La fiesta de Nuestra Señora del Peral de la Dulzura se celebra con grandes manifestaciones de júbilo en el mes  de septiembre, el domingo siguiente al día de la Natividad de la Virgen. Aunque en Budia, son también muy famosas las fiestas de San Pedro, en las que tienen lugar los actos casi carnavalescos de la “sampedrá”, con, su curioso baile de máscaras alrededor de la gran hoguera hecha en la plaza, estas fiestas de la Virgen son las más esperadas y celebradas del ciclo anual.

Los monumentos funerarios de Guadalajara

 

La muerte ha sido, en todas las edades y culturas, uno de los temas que más profunda y violentamente han conmovido la atención y el pensamiento de los hombres. Religiones y filosofías se han visto centralizadas por lo que alguien calificó como «lo único cierto de la vida». Por ese estado problemático y oscuro, misterioso y comunitario al que todos los seres arriban, se han tamizado también las más esplendidas muestras del arte, desde la poesía y el drama, a la arquitectura y la escultura. En esta última faceta, los artistas se apresuraron a plasmar su inspiración en los monumentos funerarios que otros grandes y poderosos hombres disponían para encerrar sus cuerpos inánimes.

La provincia de Guadalajara, esta tierra nuestra que en su fondo palpita al unísono del cosmos, lleva en su manto salpicadas todas las manifestaciones del espíritu humano. Y esta del culto artístico a la muerte nos deja en amplio y magnífico repertorio, desde las lápidas más sencillas y humildes hasta los panteones colosales y polícromos donde la muerte es cantada y reverenciada con el nombre de alguna persona noble.

Sin espacio para citar una por una todas las muestras que del arte funerario han existido o todavía se conservan en Guadalajara, espigaremos aquí un sucinto muestrario, elevado en glosa, de las más caracterizadas e interesantes. Desde aquella piedra, casi incolora y ya perdida, que Loperráez describió como encontrada en las cercanías de Sigüenza, y que decía así: Cayo Elio, seguntino, hijo de Galerio Paterno, natural de Clunia, de cuarenta y cinco años de edad, está aquí sepultado. Séale la tierra leve, pasando por las necrópolis hispanoromanas y visigoda que Monteagudo describe en los términos de Azuqueca y Alovera, con hallazgos de curiosas fíbulas y extraños ritos funerarios, son muchas las muestras sencillas, silenciosas y fugaces que han quedado del paso de las diferentes razas y culturas pobladoras de nuestra tierra. Radicadas ya en el contexto socio religioso del cristianismo occidental, comienzan con la reconquista la elaboración de piezas recordatorias de la muerte y enterramiento de las personas de alta alcurnia. Eclesiásticos, guerreros, poetas, damas y mercaderes van dejando su nombre tallado, su blasón polícromo o su recostada y pálida efigie en los oscuros rincones de iglesias y catedrales, de monasterios y panteones particulares en donde los siglos son únicamente hojas amarillentas de un otoño arrebatado y continuo.

Recorramos algunos de estos mausoleos, minúsculos o retumbantes, que se agolpan en los caminos y las ciudades de Guadalajara: el inusitado alarde plateresco de D. Fadrique de Portugal, obispo de Sigüenza, mandara levantar en un ángulo del crucero de la catedral seguntina, con sus escudos y aún su propia efigie orante, dando a su “más allá” un eco colorista y casi galante. Frente a él, formando el contrapunto de la auténtica humildad y desprecio de las pompas humanas, esa piedra ruda, presidida por la calavera y las tibias, que D. Bernardino Mendoza, hijo del tercer conde de Coruña, hizo poner sobre su tumba en el presbiterio de la parroquia de Torija. El hombre que capitaneó una compañía en Flandes, que escribió tratados de guerra, libros de historia y poemas, y que ejerció la diplomacia en las principales capitales europeas, vino a dar con su escueto epitafio: Nec Potes, nec timas, en el apretado destilar de la sabiduría. Y entre ambos, quizás a medio camino de la vanagloria y la humilde retirada, ese magnífico sepulcro, hoy en el Museo de Bellas Artes de Guadalajara, que doña Aldonza de Mendoza, la duquesa de Arjona, se hizo tallar para contener sus restos en el monasterio jerónimo de Lupiana. Con las galas severas y elegantes de la vestimenta gótica (murió el 18 de junio de 1435), minuciosamente trabajadas por anónimo escultor, aún se decidió a poner esta frase junto a su escudo: «Omnia preteriit, preteram arcae deiciit», con la que viene a señalar la fugacidad de la vida humana: «Todas las cosas pasadas, pasarán arrastradas a la tumba”.

Los caballeros después, los hombres que dedicados sólo a la milicia, como don Rodrigo de Campuzano, enterrado con todo su material armado en la iglesia arriacense de San Nicolás, o simultaneada esta con el ejercicio de las letras, en la cúspide clasicista y poetizada del Renacimiento, como D. Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, son claros ejemplos de la imperecedera savia castellana. Es esta última estatua, sin duda alguna, la obra cumbre de la estatuaria funeraria de nuestra provincia, y una de las mejores de toda España.

Al fin, como una cimera coloreada y un algo artificioso de la monumentalidad postrera, el Panteón que la condesa de la Vega del Pozo y duquesa de Sevillano mandó edificar para su enterramiento, y el de sus familiares, a las afueras de Guadalajara, en un estilo neobizantino de gran interés, se culmina en la cripta del mismo, donde la pálida y sepulcral luz rodea el oscuro metal que García Díaz talló el cortejo angelical en que, arrastrado a ignoradas moradas, sigue caminando con los restos de la noble dama.

Muchos otros sepulcros en la catedral de Sigüenza, en San Ginés de Guadalajara, en la colegiata de Pastrana, y aún otros que, en oscuridad y olvido permanecen por iglesias y museos, dan fe de lo abultada que fue la obsesión por el definitivo viaje. El arte ha sabido, en la provincia de Guadalajara, cuajar el mito y la creencia religiosa, dando a la piedra y a la pintura un cariz de elevado rango estético. La muerte, así, se ha esclarecido.

López Medel, hijo ilustre de Tendilla

 

Una de las figuras con más renombre que Tendilla cuenta en la nómina de sus hijos ilustres, es, sin duda alguna, ésta de don Tomás López Medel, que desde su pueblo natal, paso en su juventud estudiosa a Alcalá de Henares y luego a Sevilla, de donde partió a gobernar,, con, su rectitud y sabiduría, una parte de las Indias. Hoy, vamos a recordarle en su peripecia humana, en el poso que dejó allá en América, y en la huella que, finalmente, asentó en su pueblo de la Alcarria. Tal vez con estas líneas que siguen se Justifique un tanto la propiedad inmortal de los hombres y de sus grandes acciones. Que así, en este momento de cuatro siglos después, se hace breve repaso y cumplido recordatorio de su existencia ejemplar.

Nació Tomás en Tendilla, a principios del siglo XVI, hijo de un labrador, honrado y cristiano viejo, llamado Francisco Medel. El joven, deseoso de conocer mundo y adquirir conocimientos, se fue a Paris, y luego a Bolonia, en cuyas Universidades estudió leyes, carrera que terminó en mayo de 1539, en Alcalá de Henares, en cuyo estudio alcanzó el grado de bachiller en Cánones.

Con este titulo marchó a Sevilla, donde hizo algo de política, y conoció gente importante, tal como al doctor Egidio y a Constantino Ponce, que luego resultaron destacados luteranistas del núcleo, hispalense. Allí, en Sevilla, consiguió ser, nombrado para el cargo de Oidor en la Audiencia de Guatemala, saliendo de España en agosto de 1548, y arribando al nuevo continente en noviembre de ese mismo año, desembarcando en Puerto Caballos, y haciendo un viaje penosísimo, cuajado de peligros y enfermedades, hasta la ciudad de Santiago, donde debía realizar su cometido.

Al llegar allí se encontró con la gran figura de Alonso López de Cerrato, gran defensor de los indios, como presidente de la Audiencia. En la época que estos dos hombres realizaron juntos su tarea, los indios guatemaltecos adquirieron una notable autonomía, llegando a promocionar la formación de cabildos indígenas en los poblados, y dándoles acceso a los aborígenes a diversos cargos en el gobierno de sus pueblos. Se les protegía también de las injusticias y violencias que les hacían algunos españoles “encomenderos» y lucharon contra personajes que sólo tenían por meta robar y matar para enriquecerse con el oro de América. Encontró Medel, sin embargo, grandes colaboradores y amigos en su actividad, como fueron los historiadores Alonso de Zonta y Bernal Díaz del Castillo.

En 1557, Tomás López Medel fue trasladado, también con el empleo de Oidor de la, Audiencia, a Santa Fe de Bogotá. Estando allá nuestro personaje, no perdió, el tiempo ni pensó en la fácil riqueza. Se preocupó de visitar continuamente los territorios sobre los que ejercía jurisdicción, y fue tomando numerosos apuntes de la vida de los indios y la naturaleza en los territorios colombinos de su demarcación. También viajó por el Yucatán y por toda la América Central. Y así llegó a escribir su libro, interesantísimo, cuya copia, manuscrita por su sobrino, se con­serva en la Academia de la Historia de Madrid, y cuyo titulo es: «Tratado de los tres elementos, aire, agua, y tierra, en que se trata de las cosas que en cada uno de ellos, acerca de las occidentales Indias, naturaleza engendra y produce comunes con las de acá y particulares de aquel Nuevo Mundo». Es un libro muy curioso, que trata de temas de historia social, económica y religiosa de las Indias, y de biología de las mismas, y que debía ser editado para conocimiento de curiosos e interesados en el tema.

López Medel escribió otros libros estando en América: el «Matalotage espiritual», cuyo original se ha perdido, tocante a las condiciones y virtudes que debían reunir los misioneros en América. Se conservan, incluso publicadas, algunas cartas interesantes suyas, referentes a la situación de Guatemala y Colombia, con detalles de personajes, seglares y religiosos de mediado el siglo XVI.

Años después de residir en Bogotá, hacia 1570, decidió volverse a España. Entró de nuevo en la Universidad de Alcalá, uno de los lugares más crecidos en figuras del saber de todo el orbe, y allí continuó sus estudios, a pesar de su madura edad, en Artes y Teología. Aprovechó bien el tiempo, y recibió las órdenes sagradas. Viajó inmediatamente a Roma, donde fue recibido por el Papa, a la sazón Pío V, a quien presentó su libro. Recibió del Santo Padre algunas Bulas y reliquias que guardó López Medel para regalar al monasterio de jerónimos de Tendilla, co­mo luego se referirá.

Su saber y notoriedad llegó tan alta, que Felipe II pensó en él a la hora de proveer la vacante mitra episcopal de Guatemala; hacia 1572, pero Tomás López no la aceptó, pues su aventura americana le había resultado ya fatigosa y larga. Poco después, en 1574, recibía una prebenda sustanciosa, cargo que requiere más santidad que otra cosa, y así, él, (Felipe II) se lo dio por serlo muy mucho». Nombrado provisor del Hospital Real de Villafranca de Montes de Oca, pasé el resto de su vida entre este lugar y Tendilla. Ya viejo, murió en 1582, siendo enterrado en su hospital, y luego trasladados sus restos mortales al convento, jerónimo de Santa Ana, en su pueblo natal, siendo puestos en la capilla que llamaban «del Oidor», y que él había fundado y dotado espléndidamente años antes.

Estando en Santiago de Guatemala, en 1556, hizo una donación de 650.000 maravedises para misas y mantenimiento de la capilla, y de otros 50.000 para poner en ella una reja, crucifijo, estatua de Cristo atado a la columna, un cuadro de San Juan Bautista y otro de San Juan Evangelista, comprar ornamentos de raso, cáliz, misal y varios candelabros. El dinero fue enviado desde América, y recibido en Sevilla por, el doctor Gascón, inquisidor a la sazón, quien los guardó en depósito hasta que los monjes de Tendilla fueron allí a recogerlo. Su sobrino, hijo de una hermana, llamado fray Juan de San Jerónimo, se encargó de dar una sepultura digna a este cabal y trabajador personaje, que con sus acciones dio nueva dimensión y más alto resonar al pueblo en que vio la luz primera. Tendilla debería tener siempre presente el recuerdo de don Tomás Medel.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Pueden encontrarse más datos acerca de la vida y obra de este ilustre paisano, en los siguientes libros:

‑Sigüenza, fray José de, «Historia de la Orden de San Jerónimo», 1600.

‑Catalina García, J., «Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara».

‑Fuentes y Guzmán, ‑ P. A., «Historia de Guatemala, o Recordación Florida” Madrid 1883.

‑Fernández, J., «Instrucción y memoria verdadera de las cosas particulares de la villa de Tendilla” 1603.

‑Catalina García, J., «Memorial Histórico Español», T. XLIII, 1905.

‑Serrano y Sanz, M., «Algunos escritos acerca de las Indias, de Tomás López Medel», Madrid 1931.

‑Herrera Casado, A., «Monasterios y Conventos en la provincia de Guadalajara” 1974.

La fábrica de paños de Brihuega

 

En ese cúmulo de torres, de abiertas plazoletas y’ hoscos soportales que a la Alcarria le ha nacido con el nombre de Brihuega, hay una institución que se balancea entre la sinrazón volátil de la historia y el contundente dato pétreo y martilleante. Es la antigua fábrica de paños, el redondo coto industrial que centró la atención fértil de la tierra del Tajuña, durante los siglos XVIII y XIX, y por cuyo tamiz pasé el ser o no ser de Brihuega, quedando al fin su gesto retratado en algún que otro párrafo evocador, como quiere ser esta líneas que siguen.

A la actividad del barón de Riperdá se debe el nacimiento de la afamada factoría de paños de la ciudad de Guadalajara, que muy pronto creció y precisó en su desarrollo de crear sucursales, como ésta de Brihuega, para atender algunos aspectos concretos y especializados del proceso de su fabricación.

El motivo por el que este tipo de industria se instaló en la villa de Brihuega, fue el de existir ya, desde el siglo XVI, pequeños núcleos, de categoría familiar y corto vuelo, dedicados a esto de las lanas: su tejido, teñido y comercialización. Felipe V de Borbón, al ver terminada felizmente para su dinastía la guerra de Sucesión, en la que tan relevante papel había jugado la villa de Brihuega, pensó que una manera de pagar a sus habitantes el valor que habían demostrado, podía ser ésta de concederles la instalación de una industria que les proporcionara medios de vida y posibilidades de inmigración a los pobladores de lugares cercanos. Fue, pues, este joven monarca quien creó la fábrica briocense de paños con categoría de aneja a la de Guadalajara. En 1750, en el reinado de Fernando VI, su ministro, el marqués de la Ensenada, dictó una reforma en esta clase de. instituciones, dejándosela en arriendo al gremio de tejedores, perfectamente organizado y con facultades de hacer y deshacer en su administración, hasta el punto de que, según los Estatutos que les regían, estaba estipulada la cuantía diversa de las multas que podían imponerse a los obreros que cometían cualquier error en el proceso de su trabajo.

Algo después, en el reinado de Carlos III, la fábrica de Brihuega adquiere su más alto rango. En 1767 vuelve al Patrimonio Real, se independiza de la fábrica de Guadalajara, centra las actividades de las de Vicálvaro y San Fernando de Henares, y se comienzan las obras de ampliación, que la van a con­vertir en eje primordial de una gran producción de manufacturas laneras, de las más importantes de toda Castilla. En esta época, la fábrica briocense daba ocupación, en sus 84 telares de paño, a más de 800 obreros, de ambos sexos y varia condición y categoría laboral, e incluso en muchos otros pueblos de la comarca, se ocupaba gente en ir hilando la lana para pasar al ‑último proceso de la fabricación de paños, bayetas y mantones.

En 1787, se completaba la construcción de los diversos edificios y dependencias de la fábrica, con sus dos grandes alas orientadas al Norte y al Este, con la portada principal en la primera, y un sencillo y neoclásico aparejo en piedra sillar que le servía de entrada. Lo que estaba construido, en primer lugar era la gran rotonda de fabricación, que asemeja plazal de toros desde la altura, y que le da una característica peculiar a la villa. Lo que en último término se levantaron fueron las naves del Norte, para poner allí las hilanderas, desmontadoras, perchas, perchadoras, tundidores y las oficinas de Contaduría. También se concluyeron los jardines de corte versallesco, que todavía conservan el murmullo borbónico, enclaustrado entre flores, pájaros y arrallanes, de sus primeros días. Era ministro de Hacienda don Pedro de Llorens, y superintendente de la fábrica don Ventura Argumosa, caballero de Santiago, tal como se lee al pie del escudo borbónico que, tallado en piedra, corona el patio primero de entrada a la fábrica, y que aparece junto a estas líneas.

Durante el reinado de Carlos IV, al tenor de la marcha general del país, la fábrica de paños de Brihuega vio disminuir su trabajo y productividad. Las condiciones de competencia de los paños procedentes del extranjero, hicieron perder interés a éstos fabricados en la Alcarria. Después, con la guerra de la Independencia, todo se derrumbó, administrativamente, llegando en varias ocasiones fuerzas napoleónicas y guerrilleras a llevarse los restos de lana que aún quedaban en sus naves, para elaborar con ella uniformes.

Al terminar el conflicto, Fernando VII depuso de su puesto de director de las Reales fábricas de Guadalajara y Brihuega a don Felipe González Vallejo, confinándole en Ceuta. En 1924, se decide nuevamente explotarla por el sistema de arrendamiento, ganando esta prebenda el marqués de Croy. Poco después, en 1828, la fábrica amenazaba ruina en algunas de sus partes, y era el propio gobierno el que acudía, aunque en precario a su arreglo. Esta fábrica sirvió, además, para fomentar la iniciativa privada, que se nutria de oficiales duchos en el oficio, establecidos por su cuenta, que ejecutaban primorosas labores en sus talleres propios. Otros tintoreros se dedicaban a poner de mil colores los paños fabricados.

Durante el siglo XIX fue muy intenso el proceso de producción y comercialización de los paños briocenses, quedando hoy reducido a la nada tras un largo y lento proceso de inanición. Sólo queda de todo aquello un vago recuerdo que aletea entre los habitantes del pueblo, y la presencia recia, grisácea y señorial de la fábrica, en lo más alto del pueblo, como una gigantesca máquina que se hubiera agotado en su danzar.