Los jerónimos en la provincia de Guadalajara
En estas jornadas en que se cumplen los seis siglos de la fundación y primera andadura, en nuestras tierras alcarreñas, de la Orden de San Jerónimo, creada por el arriacense don Pedro Fernández Pecha, creo de interés traer al recuerdo ed todos vosotros, lectores amigos, los múltiples pasos que, con mayor o menor fortuna, dio esta congregación religiosa por la parda extensión que hoy constituye el mapa de nuestra provincia de Guadalajara.
Fué la primera y, por supuesto, la más importante, la de San Bartolomé de Lupiana. Ya lo veíamos la semana pasada. Muy pronto llegó la orden a un otro otero de la Alcarria: a Villaviciosa del Tajuña, en una pequeña vaguada de la meseta desde la que se contempla como en sueños el largo y suave discurrir de este río cordial. Ya era casa de religión ésta de San Blas de Villaviciosa, pues desde 1347 la habitaban canónigos regulares de San Agustín, a los que sostenía con su ayuda el cardenal y arzobispo toledano don Gil de Albornoz. El poco control que las autoridades eclesiásticas tenían sobre estas instituciones monásticas, las llevaron a degenerar en centros de relajación, y así fué cómo en 1395, por parte del arzobispo toledano don Pedro Tenorio y del obispo seguntino don Juan Serrano se procedió a la expulsión de los canónigos y se instauró comunidad de jerónimos entre sus muros, exactamente el 22 de marzo de 1396, en que seis frailes de Lupiana, bajo el mando, de fr. Pedro Román como prior, llegaban a poblar el cenobio, que desde aquel momento comenzó a engrandecerse y a, cosechar altos frutos, tanto de espiritualidad como de dominio terrenal, pues prácticamente todo el valle del Tajuña y gran parte de la meseta de la primera Alcarria era suya, llegando a tener importantes pleitos con el cabildo de Hita y los vecinos de Brihuega sobre jurisdicción y prerrogativas. Hoy nada queda de aquel convento magnífico si no son algunos desmochados paredones, una torre sin gracia alguna, y una puerta dieciochesca, que aparece en la fotografía adjunta, desolado fruto de la Desamortización de 1835.
No hace mucho publicábamos en estas mismas páginas, con motivo del quinto centenario de su fundación (exactamente el 25 de agosto de 1473) un breve apunte sobre el también jerónimo convento de Santa Ana de la Peña, en Tendilla. Basta, pues, recordarle ahora. Decir cómo fué el primer conde de tal título, don Iñigo López de Mendoza nombrado, lo mismo que su padre el primer marqués de Santillana, quien junto a su esposa doña Elvira de Quiñones y su hijo don Diego Hurtado de Mendoza a la sazón obispo de Palencia, ofreció el convento por él construido junto a la antigua ermita de Santa Ana a los jerónimos de Lupiana, quienes por no llegar a un acuerdo con el conde, no aceptaron la fundación. Que por fin ocuparon monjes de la misma orden, pero de una secta disidente fundada por fr. Lope de Olmedo, reformador a su manera, y a la sazón prior del convento de San Isidro de Sevilla. Eran, pues, «monjes isidros» los que llegaron a Tendilla, y allí recibieron los sucesivos favores y donaciones de sus señores, que levantaron iglesia de la que sólo la cabecera queda y algunas basas de columnas, habiendo sido, si aún se conservara entera, una de las joyas arquitectónicas del primer Renacimiento español, que sabemos vino de la mano de los Mendoza alcarreños. En este sentido fué siempre muy alabada de antiguos cronistas la sacristía del templo. De tanta grandeza quedan todavía, aunque ya mutilados por los rigores de la pasada Guerra Civil, los sepulcros góticos de los fundadores, que en el siglo pasado, tras la exclaustración de las órdenes monásticas y abandono de sus habitáculos, fueron trasladados a la iglesia parroquial de San Ginés de Guadalajara, donde hoy se conservan a ambos extremos de su crucero.
Dependiente de este monasterio de Tendilla estaba la Casa de Hontoba, levantada en lo más alto del cerro que domina el pueblo, junto a la ermita de Nuestra Señora de los Llanos, en la que, al decir del padre fr. José de Sigüenza, constituían los monjes jerónimos «una granja santa, donde se van a recrear los frayles, no los cuerpos, porque no tienen cómo, ni dónde, sino las almas, y grande ocasión de dilatar el espíritu». Entre otros muchos santos varones, en aquélla altura moraron largos años fr. Hernando de Carabaña y fr. Jerónimo de Auñón, haciendo penitencia y atendiendo a los múltiples peregrinos que hasta allí llegaban en busca del auxilio milagroso de la Virgen.
De auténtica importancia intelectual es la fundación jerónima que hubo en Sigüenza, creada por el arcediano de Almazán, don Juan López de Medina, de quien no hace mucho tratábamos en estas páginas. Aunque este señor compró los terrenos en 1471, hasta 6 años más tarde no estaba concluido el edificio, y, tras el ofrecimiento del mismo al Capítulo General de la Orden Jerónima, reunido en Lupiana, en 1483, con su correspondiente aceptación, llegaron en 1484 los primeros monjes, siendo su inicial prior fray Juan de Toledo. Desde el’ primer instante, el Convento de ‑San Antonio de Portaceli fue, al mismo tiempo, Colegio con cátedras de Artes y Teología, germen de donde saldría la Universidad seguntina muy poco después, de las manos del mismo López de Medina. Anejo funcionó también un Hospital con renta para cuatro, enfermos pobres. La primitiva edificación se resintió enseguida (estaba al otro lado del río de la actual ciudad, más o menos donde hoy se asienta la Casa‑Cuartel de la Guardia Civil) y en 1651 acordó el Definitorio de la Orden construir nuevo convento y Colegio, eligiendo un lugar fuera de la muralla, junto a la puerta de Guadalajara, y levantando los sólidos edificios que hoy albergan el Seminario (antiguo convento) y Palacio Episcopal (Universidad). También en 1835 quedaron vacíos sus salas y pasillos, sin que los monjes volvieran nunca más.
Dos palabras nada más sobre otro par de fundaciones jerónimas que tuvo Guadalajara en siglos pasados, en este caso de comunidades femeninas: en 1564 se fundaba en Brihuega, por un grupo de devotas mujeres alcarreñas, el convento de San Ildefonso, que nunca tuvo gran relieve. Todavía permanece esta Comunidad viva, aunque trasladada recientemente al pueblo de Yunquera.
La ciudad de Guadalajara tuvo también su convento de monjas jerónimas, fundado, primeramente, como «Colegio de doncellas pobres o huérfanas» por don Pedro González de Mendoza, obispo de Salamanca, en 1568, y luego ya casa de religión a partir de 1656, siendo su primera priora sor Clemencia de Jesús Maria. Se conserva aún, recientemente restaurada por Bellas Artes, la iglesia de este convento, que llevaba por nombre el de Nuestra Señora de los Remedios, y que muestra en su portada una elegante galería de tres arcos semicirculares, cobijando dentro de dicho atrio una puerta del más sobrio y elegante Renacentismo de la segunda época, atento a la estética trentina del último cuarto del siglo XVI. La posibilidad que apuntó el doctor Layna Serrano (y que otros autores gratuitamente dan por segura) de que fuera Alonso de Covarrubias el autor de esta portada, carece en absoluto de fundamento. Ni por el estilo ni por la época de su construcción, pudo el genial arquitecto toledano poner sus manos en esta obra. Que es, de todos modos, muy bella. Las jerónimas arriacenses continuaron en nuestra ciudad tras la Desamortización, en un edificio de la plaza de San Esteban, cuya iglesia utilizaron para sus cultos, y que tras la guerra de Liberación fué derruido, y las monjas unidas a la comunidad briocense.
También en Guadalajara tuvieron los jerónimos de Lupiana una casa‑hospedería, situada donde hoy Educación y Descanso, aprovechando la casa noble de los Fernández Pecha. Poseía una magnífica portada de piedra, y varios ricos artesonados, todo ello perdido cuando a comienzos de este siglo se derribé para construir en su solar el, Ateneo Instructivo del Obrero.
Y basta por hoy de sermón jerónimo. Volveremos la semana próxima con otra faceta del paso de esta orden por nuestra provincia.