San Agustín y el culto totémico

sábado, 10 febrero 1973 0 Por Herrera Casado

 

Tuvo siempre la villa de Fuentelaencina, situada en la vasta planicie de la segunda Alcarria, una singular devoción por San Agustín, Varios autores han tratado el tema, pero aún está por ver la relación que entre dicha devoción y el hispánico culto al toro existe.

El padre, fray Francisco de Ribera publicó en Madrid, en 1684, una «Vida de San Agustín» en la que se detiene a analizar el popular modo con que los naturales dé la, región festejaban y recibían favores de su celestial patrón. Dice este religioso que los alcarreños de Fuentelaencina tomaron a San Agustín «por Abogado contra la peste, que entonces padecía la Villa; contra las tempestades y piedra a que continuamente estaba expuesta; contra la langosta, que desde aquel tiempo jamás se ha visto en sus términos, en faltándoles el Cielo, con el agua a su tiempo, recurren a San Agustín: han experimentado que ­su protección es el único remedio contra los males que pueden tener, así de calenturas, como de cualquiera otros achaques».

Tenía el Santo, una pequeña ermita, y a su festividad acudían gentes de hasta diez leguas de distancia, haciendo un “Iubeleo plenísimo en su santo días”. En él se repartía la «caridad» o limosna milagrosa, que por la descripción que de ella hace el padre Ribera, debía ser más bien una alegre merendola campestre, herencia clara de las bacanales paganas.  Era de esta manera: el día de antes se celebraba la ancestral corrida de toros (corriendo más comúnmente algún novillo o vaca), y a la muerte del astado, del animal «tótem de la tribu íbera, se repartía su carne equitativamente entre todos los asistentes al acto. La comunión en la fuerza y el poder genésico del astado era el subterráneo caudal que por debajo de aquellas, devotas actitudes corría: Salomón, Reinach cuenta cómo los semitas se congregaban a comer, periódicamente, la carne de un camello sacrificado. El animal tótem, padre de la tribu, congregaba en su torno a todo el pueblo, que celebraba glorioso ágape con su carne. Creta, Grecia y el Próximo Oriente han visto hasta muy, recientemente estas manifestaciones de culto pagano. Dentro de la provincia de Guadalajara, ya fue estudiado por nosotros el claro ejemplo de «la fies­ta de los huesos», de Lupiana.

Aquí en Fuentelaencina, se ha­cían cuatro cuadrillas con los asistentes al acto: tres las formaban los del pueblo, y otra los forasteros. A cada una ponían alcalde, mayordomos y escribano, para que con orden se, repartieran 85 libras de carne del sacrificado animal entre los componentes de cada cuadrilla. Por otra parte, con el trigo que donaba el Concejo los oficiales del Santo y los vecinos del lugar, totalizan siempre más de 50 fanegas, se hacían, unos «pa­necillos o torticas» para ser repartidas también. He aquí la descripción que fray Francisco de Ribera hace del acto: «En el campo, junto a la Ermita, se pone al fuego una caldera grande de lagar, en que entrarán más de doze arrobas de agua, y en ella echan en trozos las ochenta y cinco libras de toro. Pónese a cocer la víspera del Santo, al anochecer;  y en siendo media noche, comienzan a repartir el caldo: y es tan numerosa la multitud que acude a recibirlo, ya en alcucilla para llevarlo a sus lugares, ya en escuadrillas, pucheros y otros vasos, que es forzoso, como le van sacando, ir añadiendo agua, de calidad que se gastarán más de sesenta arrobas, teniendo todos grande seguridad, que por ser cosa dedicada a San Agustín, han de conseguir por sus merecimientos el alivio que desean en sus males, necesidades y desconsuelos». Además del caldo, se repartían a cada asistente dos torticas y un cuartillo de vino.

Lo que de fiesta profana y aún religiosa tenía todo este acontecer, quedaba mezclado en popular algarabía con la fama taumatúrgica que la repartida caridad del Santo tenía. Añade el autor de la “Vida de San Agustín” que “son tantos los milagros que está obrando y obra todos los años, que no se pueden reducir a número ni, especificar: que cada año, será más de sesenta, en su día, en esta Villa. Y todos los ofrecidos y devotos que padecen tercianas, quartanas y calenturas, tomando su caridad y visitando su iglesia, se hallan libres de sus males.”

Al licenciado Juan Sánchez de Olivera, en 1675, le desaparecieron «unas calenturas muy fuertes que le dieron» con sólo encomendarse al santo. No era éste, sin embargo, el sistema idóneo para cortar de una manera radical el mal palúdico, que por lo que se puede colegir de estas relaciones, era en el siglo XVII, y en una zona tan alta y aireada como ésta de la Alcarria, un mal endémico.

El sistema infalible era la comu­nión con la carne y la sangre del mundo, santificadas en el día de San Agustín: novillo y pan mojado en su jugoso caldo; vino tinto para calmar la sed roja de las fiebres.

En 1647 le ocurrió a Diego de Brihuega «hallarse oprimido de unas tercianas muy rigurosas, y la sed tan intolerable que le parecía imposible poderla sufrir». Pidió, agua, y en ella mojada algo de pan del que se había repartido días antes en la Caridad de San Agustín: «apenas la pasó, quando se halló sano y libre de tan penoso achaque».

Luís Sánchez, vecino de Fuentelaencina, estuvo en 1656 «muy apretado de unas recias tercianas dobles» que le duraban, ya mucho tiempo. Cuando llegó agosto, y con él la fiesta del Santo patrono de su pueblo, «pidió con grandes ansias le diesen un poco de caldo en que se cocía el novillo de la Caridad». En tomándolo,  quedó sano totalmente

Hemos recogido, de la relación de milagros que San Agustín obró en Fuentelaencina, los que se refieren a las fiebres palúdicas y achaques  de oscura etiología reflejados únicamente en la fiebre o calentura. Siguiendo con ellos, veremos ahora lo que le ocurrió al padre fray Pedro de Huete, guardián del convento de los franciscanos de Paracuellos de Jarama. Por el año de 1680 «padecía tercianas que le molestavan mucho». Decidió viajar hasta Fuentelaencina, que a lo que se ve era lugar bastante conocido en la época, no sólo por las milagrosas intervenciones que San Agustín hacía en su ermita, sino por las industrias de curtidos y jabones que, al menos durante el siglo XVI, hicieron crecer su población hasta los dos millares de personas. La última etapa del franciscano fue desde Moratilla de los Meleros, «y en el camino, con la agitación y trabajo dél, le dio un recio frío». Al llegar a Fuentelaencina le atendió solicito el médico del lugar, doctor Lozano, quién «tomándole el pulso, le dixo que no se le podía por entonces hacer beneficio alguno, porque iba entrando el crecimiento con mucha fuerza». Pero ante la sobrenatural potestad que San Agustín y sus bendecidas especies tenía acreditada ¿no iban a ceder los males que, naturales remedios eran incapaces de curar? Claro que sí; lo único preciso era tener fe, y llevar adelante el rito taumatúrgico con sus mínimos detalles bien coordenados. El padre Huete «pidió el ­Breviario, y rezando la Antífona y Oración del Santo, tomó con mucha fe, un poco de una tortica; y no pudiendo pasarla, la mojó en agua, y la comió, y bebió el agua. Y al mismo punto dixo: Yo estoy bueno,». Cuando volvió el doctor Lozano, preguntó qué remedio le habían dado. «La Caridad de San Agustín, dixeron». Y el médico concluyó con que todo ello era milagro manifiesto

Poco más o menos le ocurrió a un religioso del  convento de San Felipe, de Madrid, quien en 1682 se hallaba en cama «muy fatiga­do de una ardiente calentura». Sus compañeros, antes que pensar en procurarle las medicinas que la ciencia de la época aplicara al caso, le dieron a comer «deste milagroso pan» y reconoció instantáneo alivio. La fuerza mitológica y todopoderosa del animal sagrado, católicamente barnizada por la mitra, el báculo y las buenas costumbres de San Agustín, era comunicada a todo objeto o alimento que con su cuerpo tuviera relación: el caldo de su carne se utilizaba para transmitir benéficos poderes a cualquier alimento que en él se bañara. De  ahí que también los huesos del animal sacrificado por los hombres del pueblo en el final del verano, (cuando la llama productora de los campos y las hierbas prendía en una abundante recolección) tuviera milagrosas facultades. En cierta ocasión pasó por Fuentelaencina un caballero soriano de camino hacia su tierra, y coincidiendo con ser la fiesta del patrón del pueblo, al ver tanta gente reunida mandó a su criado a enterarse de qué era aquello. Vino el criado habiendo comido de la Caridad de San Agustín, que en ese momento se repar­tía, y le ofreció un hueso de ella al caballero. Este rió de buena gana ante aquella ingenua y rural costumbre, despreciando, nada menos que un “hueso sagrado” que el criado, temeroso de Dios, ocultó entre unas piedras. Al llagar a Soria, el caballero enfermó y los médicos no hallaban el modo de curarle. Un neurotizante afán de culpa, un prurito moral muy normal en estos casos, le hicieron mandar a su criado otra vez a Fuentelaencina, para que trajera rápidamente aquel elemento que ahora veía como de salvación: “Mandó moler el güeso, y echando de sus polvos en lo que comía y bebía, reconoció tanta mejoría que brevemente recuperó la salud”.

No sentaremos ninguna conclusión unte los hechos reseñados.

Quede ello para quien se encuentre con fuerzas y conocimientos suficientes. Baste, pues, saber en qué consistían las maneras del divertirse en los pueblos alcarreños del siglo XVII, cuáles eran sus creencias religiosas, cuales sus profundas raíces paganas cuales sus infalibles mecanismos taumatúrgicos… testimonios todos ellos de una perdida época.