Un milagro espantable
El monasterio cisterciense de Monsalud, hoy en más que mediana ruina, W durante varios siglos un centro de piedad y taumaturgia que anduvo de boca en boca por toda España y aun otros países europeos, y que llegó a crearse cierto renombre de meta peregrina y alta cúspide de encantamiento. Junto al pueblo de Córcoles, en el camino de Sacedón a Alcocer, casi en las orillas del pantano de Buendía, rodó toda su fabulosa historia, su quimérica fundación por sufrida princesa merovingia, su auge medieval e inflamado, su postrera deserción de lo vivido, en el siglo pasado. Sus ruinas severas, melancólicas, fundadamente mistéricas, nos llevan a buscar en cualquier perdido arcón su historia. La historia de Monsalud, que no está en ninguna parte, sino en la retina congelada de pájaros y vientos y creyentes que le dieron la vuelta un día para apresarlo como suyo. La historia de, Monsalud, que no es la que cuenta, con un aire displicentemente misterioso el paisano que vigila sus ruinas los días de fiesta, ni tampoco la de ese libro viejo y casi apolillado, nutrido de leyendas, que escribió el Padre Cartes. La historia del Monasterio de Monsalud anda por ahí, huérfana y esquiva, queriéndose encarnar en cualquier conglomerado virgen de salones y claustros nuevos.
El libro del Padre Cartes, editado, en Alcalá en 1721, aun con traer mucha fantasía pegada al cuerpo, tiene documentos y noticias de gran valor para conocer la historia del famoso cenobio alcarreño. Y tiene, sobre todo, y es lo que más me ha impresionado, unos capítulos finales dedicados a narrar por lo menudo algunos de los milagros de más aplaudida fama que la venerada Virgen de Monsalud realizó allí, sobre el altar rodeado de doradas piedras, con su cándida mirada de virgen encontrada, con su divino aceite y sus panes milagrosos. Todos los milagros que cita el padre Cartes son dignos de amplio comentario. Pero hoy traigo aquí uno que no tiene, como se dice vulgarmente, desperdicio. Vamos a ponerle, incluso, título aparte. Yo creo que se lo merece.
HISTORIA MUY VERDADERA DE LA HONESTA DONCELLA DE BUENDIA Y DEL INDISCRETO JOVEN QUE LA REQUERIA
Corrían los últimos años del siglo XV. En el alcarreño pueblo de Buendía, a orillas del Guadiela, vivía una honesta doncella con su madre viuda. Fuera por la buena dote supuesta, fuera por los encantos naturales de la jovencita, lo cierto es que varios mozos del pueblo andaban detrás de ella, cada cual con sus particulares intenciones. Pero ella, dice el libro, «puso en casa un Oratorio, donde con lágrimas y suspiros pasaba las noches, grangeando con mortificaciones victorias del apetito; y agrados de la Virgen con humildes súplicas». Los datos tampoco son como para entrar en disquisiciones psicológicas acerca del problema de la joven. Más bien parece un mal hispano éste de la gazmoñería pseudo‑religiosa de las adolescentes, y de la que de unos años a esta parte ha quedado ya sólo el folclórico, recuerdo. Pero el del siglo XV era un ambiente muy distinto al que tenemos ahora, y las oraciones, mortificaciones y ayunos eran sólo tapaderas con que cerrar las hondas vasijas de los complejos sexuales.
«El Enemigo movió el ánimo de cierto mozo, galán, discreto, poderoso y no menos lascivo, que pasó a galantearla inadvertido y pretenderla amoroso». Taimada elucubración me parece la del Padre Cartes, cuando a lo que así, a primera vista, parece un amor platónico y bastante dentro de los cánones, le asigna el escalofriante patrocinio del Enemigo. El joven pasó largo tiempo detrás de la chica. Pero ella, imperturbable (tal vez no tanto, pero no hay otro remedio que ponerlo así) le rechazaba una y otra vez. Hasta que el pretendiente, sin saber ya a qué medios humanos recurrir «se valió, ‑dice el cronista‑, de hechizeras, que con sus artes diabólicos executarón diligencias, en vestidos, cintas, pelo y joyas de la doncella pretendida». Realmente queda muy estéticamente colocado este flash brujeril en la historia que nos ocupa. Son las fuerzas del mal, los demoníacos espíritus, los que están poniendo todo su empeño en vencer esta batalla. Continuarán ahora su tarea. Pero será al final el celestial ejército, el que, de una manera definitiva, tercia en el duelo y decida la contienda.
El día de Todos los Santos, comulgó la moza, y una parienta las invitó, a ella y a su madre, a ir a su casa a merendar y divertirse. La niña se excusó, alegando sus múltiples obligaciones religiosas. Y la madre, comprendiéndolo, se marchó, dejándola sola en la casa con una criada, que previamente sobornada por el mozo, le dejó pasar dentro. “Entró, al Oratorio el joven indiscreto”.Suena ahora como un poderoso gong en todo el ámbito. Parece inminente y fatal la victoria del Malo. “Se le acercó el mozo, hablóla con notable osadía, interponiendo palabra de casamiento”.Sin embargo, para la niña aquello era superior a sus fuerzas. Su turbación estaba a punto de hacerla caer desmayada. Entonces invocó a la Virgen, “Dixo: Santa María, Señora de Monsalud, valedme. A esta invocación desapareció por los ayres el mal aconsejado mozo, y recobrándose del susto la honesta doncella, salió a buscar a la criada, a quien halló dormida”. Registraron toda la casa, pero a nadie hallaron. Ya pensaban serían «ilusiones del Demonio». La niña, sin salir de su asombro ante emociones tan fuertes, pasó la noche pensando qué le habría ocurrido «al incauto joven, a quien vio volar por los ayres».
Pero todo el misterio de tan extraña partida quedó aclarado a la mañana siguiente, cuando se presentó el mozo en casa de la chica, y les explicó que, sin saber cómodo, fue arrebatado a los aires por una fuerza misteriosa, tirado en medio del barro de la calle y con la cara marcada como con fuego. Aquello era como para poner la carne de gallina a cualquiera. Pero no acaba ahí la odisea del joven. Dijo luego que “al caer al suelo, una Señora de mucha Magestad, como la Virgen de Monsalud, le avia dado en las espaldas dos golpes con el pie, hiriéndole en ellas». Miradas las cosas con objetividad, no parece tampoco excesivo que la Virgen de Monsalud decidiera sus batallas a patadas, pues hay que comprender que el Diablo es hueso duro de roer, y necesario emplearse a fondo para vencerle. El joven, en tamaña aventura metido, pidió perdón a voces, y aun luego aseguró que hubiera perdido la vida de no haber prometido, en el crítico momento de recibir las patadas en la espalda, hacerse Religioso Descalzo de San Francisco. Así lo hizo, “y vivió después muchos años con rara virtud». La nena, por su parte, también se entró en un Convento. ¡Sano ejemplo para tanto joven disoluto!
Y en fin, y ahora hablando un poco más en serio, ¿no os parece ya bastante mayorcito el año 1721, para que en él ande hablando nada menos que todo un alto cargo de la religión del Cister, como lo era el Padre Cartes, de emocionantes batallitas entre las afiladas puntas del tenedor del Diablo y los suaves piececitos de la Virgen? ¿No es ésta una prueba más, relevante y triste, del trasfondo mitológico que impregnó a la religión católica durante siglos? Hoy, afortunadamente, se ven estas cosas como un apunte folclórico. No cabe otra postura.