La provincia del silencio

sábado, 22 abril 1972 0 Por Herrera Casado

Aliagas frente al embalse de Almoguera

Lo que darían, en una grandiosa colecta, todos los ciudadanos de Nueva York, Londres, Paris, Berlín, Madrid, Chicago, Bilbao y miles y miles de estruendosas ciudades más dispersas por la Tierra, por poseer el silencio que posee nuestra provincia: eso es lo que vale Guadalajara. ¿Seremos tan tontos de tirar todo ese caudal inmenso por la ventana?

Cada provincia española se ha dispuesto a luchar con las armas que sabe más efectivas en este combate del turismo nacional. ¿Vamos a competir nosotros en Arte, en monasterios, en playas o en benignos climas? Sería tontería. Pues si en nuestro anterior examen de conciencia vimos que prácticamente carecemos de todo ello, sí sacamos a relucir, en cambio, nuestro silencio. Tal vez en ello seamos campeones. Cojámosle entre nuestras manos, y sembrémosle al mundo. Pero en nuestro propio suelo.

El turista leerá los carteles de las carreteras, lo sabrá ya de haberlo visto en la televisión, leído en los periódicos, oído en la radio y en las conversaciones. Nacerán las futuras generaciones con este concepto nuestro. Y habrá muchos que busquen exclusivamente esto: el silencio transcurrir del tiempo.

(Yo se que esto puede parecer, hoy por hoy, un poco exagerado y cursi, pero no me equivocaría al afirmar que dentro de 30, de 40 años, cuando nuestro siglo XX sea algo ajado y para leído en los libros de Historia, sea este nuestro ingrávido producto no sólo un slogan, sino una auténtica medicina que los médicos recetarán, igual que hoy se envía a un paciente artrítico a un balneario, o a un asmático a un clima sano de montaña, los psiquiatras del siglo XXI, entonces divos del ejercicio médico, recetarán «un mes de silencio en Guadalajara» contra neurosis y desarreglos psíquicos de toda índole. Es con una amplia visión de futuro con lo que digo esto. Pero que hay que comenzar ahora a trabajarlo).

El turista nos llegará desde Madrid, desde Zaragoza, desde Cuenca, desde Levante. Pasará por los centros comarcales que ahora llamamos cabeza de partido; allí, se proveerá de lo necesario para, una, dos, cuatro semanas, y finalmente se instalará, con su tienda de campaña, o con su caravaning, en alguno de los miles de agrestes y solitarios parajes nuestros. Y allí vivirá sus días, con los suyos, rodeados de silencio. O bien alquilará uno de los muchos bungalows o apartamentos que, a la orilla de ríos y pantanos, habrán ido surgiendo con este fin: el de alojar en ellos a hombres, mujeres y niños neurotizados por el ruido de once meses de trabajo en una gran ciudad. O bien abrirá la puerta de su propio chalet de la casa de pueblo antiguo y pedregoso que aún subsiste con este único fin de dar cobijo a los “buscadores del Silencio”.

(No. No es nada teatral ni cómico. Es algo que, si nos paramos detenidamente a pensar en ello, se nos aparece perfectamente realizable y lógico. Lo único que ocurrirá será que de día y de noche estará en funcionamiento un sistema de alarma para indicar a una central encargada de ello, el lugar donde se produzca una anormal elevación del sonido).

Porque, naturalmente, por muchos años y aún siglos que pasen, tanto nosotros, los españoles, como el resto de europeos y extranjeros que nos visiten, no llegarán a ser unos angelitos. Y habrá quien, aposta o sin darse cuenta, estropeará la sana y durmiente conseguida armonía silenciosa de nuestra provincia. Como, a lo largo de los siglos, se ha comprobado que el único lenguaje que entendemos es el del palo, o, en su defecto, el de la estaca, no habrá más remedio que crear (y aplicar, claro) fuertes sanciones contra los transgresores de las normas establecidas.

Tendría la provincia dos clases de territorios: aquellos en los que estaría permitido cierta clase de ruido ambiente, como serían carreteras y centros comarcales, en los que, lógicamente, existiría un mayor movimiento comercial e industrial, y otro segundo tipo de territorio en el que no se permitiría ninguna clase de sonidos. Tanto para uno como para otro, serían los propios residentes, que hasta allí habían llegado en busca de la tranquilidad sonora, los que oficialmente se quejaran, de la trasgresión observada y, en la segunda zona de silencio absoluto, un sistema de pequeños radares bien distribuidos informarían a uno o varios cuarteles provinciales del lugar y calidad de la alteración (dentro de 30‑40 años eso será como instalar una emisora local de radio).

Es, como todo lo anteriormente expuesto, y lo que sigue, una idea más, un proyecto que ayude a la provincia de Guadalajara a crearse un renombre y una fama entre todos los que quieran hacer un turismo auténtico: el que sirve de distracción, y a la vez de reconfortante medicina para la baqueteada alma del hombre de nuestros días.

¿”Guadalajara, provincia del silencio”, puede ir sirviendo para esto?