La ventana
Afuera es el campo, la calle empedrada, la parra reseca, el sol, el y a veces, los otros. Adentro es el silencio, el polvo, los antiguos muebles, los desvanes, tal vez el gato, la soledad hilada con inviernos, la lumbre, yo. Enmedio es la ventana.
I
Afuera es Palancares. Son casas, calles, corralizas, una plaza, una rocosa agresión gris y violácea. Son días casi felices de sol, de lluvia de viento y nieve. Son gentes antiguas, algunas con hijos, hombres sufridos y lentas mujeres que han sido hermosas en su juventud, que luego han tenido hijos con el clásico dolor y han vivido sus días de felicidad de risas de abundancia casi para lo que se acostumbra. Son rebaños de ovejas silenciosas, de altivas cabras, de indóciles cochinos, qué poco más, recoger leña para el terrible invierno.
Son algunos coches que llegan. El hijo de Ramírez que vuelve de la mili con extravagantes ideas, la Asunción, esa mozuela que se ahoga, dice, que extraña palabra, una televisión que se compra Raimundo y otra el secretario, qué barullo y desconcierto, qué revolución, Señor.
Afuera sigue siendo Palancares, Hay dos o tres que se han ido a probar fortuna, son jóvenes, parece natural, aunque la fortuna está hecha aquí, son las ovejas, las rocas, la leña, el pan, la fortuna son las mujeres que hemos conocido desde chicas, los hijos que nos dan, son el aire puro del invierno, tan blanco y transparente y noble, son las parras y las sombras y el vino y la conversación de tasca y los amigos. Esa es la fortuna. Haber nacido. Casi nada. Pero siguen marchándose. La juventud reclama su parte desde lejos. Gritan en las cartas. A veces vuelven, como pulidos de una manera rara, cubiertos de un polvo de cristal y grasa y jabón y ruido en confusión y desdén hacia nosotros. El padre se ha ido. Sin embargo, cada primavera vienen las cigüeñas, las golondrinas vuelven también, todo parece igual, pero Antonio, y el boticario, y el Roque, y Cándido, y el avaricioso de Félix, con sus hijos, se ven, se quedan sus casas silenciosas, negras como cueva nunca hollada, frías y secas, y el aire en torno se espanta y también parece marcharse.
Afuera es Palancares. La inútil convivencia, retorcida en un palo, machacada, es olvidada de muchos. Dejan los amigos para irse a un poblado mar de silencio. De ruidoso ensordecedor y torturante silencio ciudadano. Su teoría es el progreso. No piensan en traerle hasta aquí. No se molestan en pedirlo, en trabajarlo, en poner su músculo y la luz de sus ojos tan nobles para levantar el mástil de cemento del progreso en medio de la plaza. Aquí se ahogan, aquí no hay nada. Allí, dicen sin saberlo, de oídas todo, de falsas impresiones de un día de viaje, está todo, está el dinero, la luz, el agua, la cultura. ¿Pero y él alma? ¿Acaso no va siempre con vosotros? Vuestro más noble pedazo os precede donde pongáis el corazón, el amor, el tesón, el trabajo, la fe, la nobleza, el ansia de ser mejores, allí está vuestra alma y allí está todo lo mejor. ¿Ya tenéis todo eso en la ciudad? ¿Y este aire tan transparente? ¿Y esta paz que baja de los montes a arropar vuestra noche con olor de ceniza que es naturaleza sacrificada ante vosotros? ¿Seguís siendo allí los reyes de la Naturaleza? ¿O acaso habéis pasado a ser unos estúpidos esclavos de irrefrenables máquinas que intentan aplastaros?
Afuera es Palancares, a pesar de todo. A pesar, incluso, del silencio y el abandono.
II
Enmedio es la ventana. Cientos hay iguales a ella. Pero están vivas. Y son, por tanto, diferentes. Desde cada ventana, el mundo se ve distinto. Más que los ojos de la casa, las ventanas son el alma, el parecer, el esto opino, el esto creo, el por esto doy mi vida de la cesa. La ventana es un ser de convicciones. La casa con muchas ventanas poseerá larga vida, plena vida de entereza, de impresión, de satisfacciones. Su muerte sólo cabe junto a la de la casa a la que pertenece. Se cierra o abre. Ríe o llora. Pero de ella se podrá decir que es fiel, que sirve, que ha vivido la vida encomendada. Que la gloria que merece es eterna.
III
Adentro es mi casa. Es Ramona. Son mis hijos Andrés, Julián, Luisa, Sancha, Martín. Es Chispa, el perro. Las Mulas. Las ovejas. Los campos más allá son también mi casa. Todo esto y los días de sol y de risas, de travesuras de los chicos, de afanes de la mujer, de preocupaciones mías.
Los años difíciles, las alegres comidas de fiesta, los cromos del chocolate de los chicos, los trapos de las chiquillas, luego las carreras, las pedradas, las voces, la alegría siempre.
Adentro es mi casa. Mi casa está llena de balcones y ventanas. Hay una ventana por donde me asomo algunas tardes de otoño. Se ve el Ocejón pálidamente circunspecto, muy en su puesto de gran señor de montes y barrancas. Esa ventana me marca el afuera y el adentro. A pesar de todo, esa ventana es buena, la quiero. A pesar de lo que pasa afuera y de lo que pasa adentro. A pesar de la muerte de Ramona, los años como dedos secos y ásperos que aprietan la cintura, que provocan vómitos y espasmos; a pesar de la triste historia de Sancha, de la razonable y ventajosa huída de Luisa, del adiós sin regreso de los chicos. A pesar de las luces que se apagan, de las maderas que crujen en la noche, de las comidas en solitario, del invierno prístino y eterno; a pesar incluso de todas las ventanas y balcones cerrados, esta ventana es buena.
Afuera se ha quedado todo quieto. Adentro estoy yo solo, casi nada. Miro desde esta ventana, y pienso que algo no ha funcionado bien. Durante siglos esta ventana fue el trayecto para la alegría circular en todas direcciones. Durante años y años, sin equivocación posible. Y ahora, sin saber por qué, todo se apaga dejando paso el silencioso murmullo de la soledad. Tan rápidamente que no queda tiempo para comprenderlo. Se ve que ocurre y nada más. ¿Qué disperso dragón os ha comido? ¿Qué fuego de colores os enseñó desde su boca? Pero es muy tarde ya. No quiero pensar en nada. Cuando este Misterio se aclare, no estaré yo aquí. La ventana, sí. La ventana dura más que yo, más que todos ellos. Quedará la ventana al fin, mudo testimonio de una historia cruel y anonadante. Símbolo de la raza que pasó, que la utilizó para mirar a veces la lejana sierra azul y violeta, otras para llorar el tiempo irrefrenable.