Inglaterra en Atienza
Cuando el caminante sube la cuesta para entrar en el pueblo de Atienza, aún impresionado por el magnífico aspecto que desde la lejanía le viene ofreciendo la población, coronada por su castillo, queda sorprendido al ver a la derecha de la carretera, fuera del pueblo, la primera muestra de todo el repertorio artístico e histórico que la ciudad le ha prometido. Se trata de unas ruinas. ¿Qué más necesita el que viene en busca del pasado? El hombre es capaz de recobrar el tiempo fugitivo. Los siglos no significan nada cuando la imaginación es viva y el deseo ardiente. Unas ruinas silenciosas, brillantes, altivas, son capaces de transportarnos a los días en que aquello era una realidad palpable.
Lo que el viajero ha encontrado ahora son las ruinas del convento de San Francisco. A mediados del siglo XIII, hacia el año 1266, se establecieron en la villa unos cuantos padres, franciscanos, y en ella se mantuvieron a pesar de la declarada enemistad que el Cabildo de Clérigos les dedicó desde el primer día de su llegada. Pero, los humildes religiosos callaron, no respondieron a las provocaciones, y allí establecieron su convento pequeño y resignado.
Nada queda ya de aquel primitivo convento, y lo poco que hoy todavía eleva al cielo su sólida presencia, es obra posterior, pero sumamente curiosa y bella. Para comprender mejor su significado, hagamos antes un poco de historia.
España. Corre el siglo XIV. Los Trastamara están definitivamente instalados en el trono de Castilla, herederos de aquella fraticida pelea en que Enrique mata a su hermano Pedro. La hija de éste. Constanza, aún se, cree con derecho al trono usurpado por su tío. Y alienta a su esposo inglés, Juan de Lancaster, hijo del rey de Inglaterra, a que le mueva guerra a Juan de Castilla, su primo. Pero, ni uno ni otro deben tener muchos deseos de pelea, porque enseguida se llega a un acuerdo: casarán Enrique, el futuro rey de Castilla, con la hija de Lancaster, Catalina, nieta de Pedro el Cruel. De esta manera quedarán unidas las dos ramas y zanjada definitivamente la cuestión que podría haber dado al país una lastimosa herencia de sangre. La boda, se celebra en Palencia, en el año de 1388. Enrique tiene nueve años. Catalina, once. De esta manera, las criaturas, sin que nada imaginaran lo que significaba todo aquél festejo del que ellos parecían ser los personajes centrales, quedaban atados para siempre. Que se entendieran o no en el futuro, que la felicidad del matrimonio hiciera asiento en ellos, era ya cosa que sólo de ellos dependía. Los padres ya habían cumplido su misión de hacer política a costa de los niños.
En 1393, a los catorce años de edad, Enrique III ya es rey de Castilla. Catalina es, además de reina, señora de Soria, Almazán, Molina, Deza y Atienza. ¿Cómo era esta inglesa que tuvo a su cargo, entre otras villas, la por entonces próspera y floreciente Atienza? Fernán; Pérez de Guzmán nos traza un retrato de la dama, breve y elocuente como todos los suyos: “alta de cuerpo e muy gruesa, blanca e, colorada e rubia». Con sólo unas palabras ha quedado impresa la imagen de la reina, tal como si acabara de pasar ante nosotros. Inglesa de los pies a la cabeza, chocaría notablemente su traza entre los españoles. Añade Pérez de Guzmán que «en el talle e meneo del cuerpo, tanto parecía hombre como mujer». Grande, hombruna, colorada y, rubia. No le faltaba, más que pertenecer al Ejército de Salvación y ser sufragista. Era además «muy honesta e guardada en su persona e fama, liberal y magnífica”.
Esa liberalidad fué la que la llevó a costear en Atienza el nuevo convento que necesitaban los franciscanos. El cielo azul y brillante de la región, los punzantes hielos del invierno y los agobiadores rayos del sol veraniegos, eran para ella elementos que le hacían recordar con más intensidad el verde suave de los prados y el gris tendido y, melancólico del cielo de su patria. La joven reina se, ahogaba en el páramo serrano y añoraba las brumas dulces y las temperaturas suaves de los campos ingleses que le vieron nacer.
Por eso, como un paliativo de sus añoranzas, decidió que el convento de los franciscanos, que iba a costear como señora de Atienza, se construyera en todo parecido a los que en su verde patria lejana había visto. Se comenzó a edificar el ábside, que todavía hoy permanece después de casi seis siglos, en el estilo gótico inglés más puro, sin tener en cuenta para nada el gusto imperante por entonces en las construcciones de otras catedrales castellanas , como era la de Burgos. Catalina de Lancaster necesitaba ver esos ventanales altísimos, estrechos y esbeltos, que desde el mismo suelo se elevaban hasta la cúpula de la iglesia, terminando en su suspiro puntiagudo y elegante, no dejando entre los ventanales más que el espacio necesario para situar columnas y contrafuertes.
De ahí no pasó la construcción. La pronta muerte de su regio esposo, en 1406, la llevó lejos de Atienza. Si añadimos el hecho que, nos refiere Pérez de Guzmán de que «tuvo una gran dolencia de perlesía, de la cual no quedó bien suelta de la lengua ni libre del cuerpo». Comprenderemos que la reina olvidó pronto a los franciscanos de Atienza, y las obras quedaron paralizadas. Murió en Valladolid, en 1418, a los 40 años de edad, siempre con la melancolía que su lejano país hacía brotar de su alma.
Pero nosotros todavía poseemos ese magnífico ejemplar de gótico inglés, tan distinto del español y tan escaso en nuestra patria. No es grande su belleza, pero mantiene aún el espíritu de la luz con el que fue hecho y, sobre todo, nos, habla de tiempos lejanos y de seres que pusieron en él sus sentimientos y sus añoranzas. ¿Verdad que no es difícil capturar el tiempo y las edades fugitivas? Haz una prueba, lector. Ve a Atienza, párate ante las ruinas del convento; de los franciscanos, ante ese ábside de claros y ojivos ventanales, altos y rubios de puro ingleses, y, recuerda esta que has leído.