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septiembre, 1971:

Por aplastante mayoría

Hombres de la Alcarria, hacia 1950.

 

A veces pasan cosas difíciles de creer cosas como de cuento, como de artificio, extrañas cosas que escandalizan o hieren, generalmente no se ven, se presentan de manera distinta a como son, llegan disfrazadas, se agazapan, lanzan su risotada por la noche pero dejan un cardenalillo amarillento y verde en el alma de quienes fueron sus testigos cada uno en fin lo cuenta a su manera.

El pueblo no se puede decir que está arriba o abajo del monte. Está, como suele ser corriente, a mitad de camino de ambas partes. No es un lugar extraño, por lo demás. Es localizable en cualquier coordenada. Está en la provincia de Guadalajara, cerca del Tajuña. Tiene una carretera pedregosa y un alto cielo azul en primavera. Su alcalde se llama Teodoro. El cura es don Antonio. El médico don Pío. Y el maestro (Señor, qué cosas más raras) se llama don Todoslossantos. A las cuatro de la madrugada, cuando todos duermen, don Todoslossantos da vueltas en su cama. Padece de insomnio. Cuando tenga más años, padecerá, también de la vejiga. Pobre don Todoslossantos, qué porvenir más negro le espera. Tiene ahora los treinta y nueve. Hace años se quiso casar, pero una escena a tiempo le hizo ver la auténtica longitud de la dentadura femenina. Don Todoslossantos es como un trozo de estrella de más perdido en un erial. El lo ignora, y se dedica a dar clases en la escuela. Es hombre de lecturas y pocos posibles. De muchísimas lecturas y poquísimos posibles.

‑ ¡Pero don Todoslossantos! ¿Cuándo se va a comprar usted otra camisa, hombre de Dios? Parece usted un náufrago con esa…

‑Oiga, tía Dolores… que no se me ponga usted…

‑Pero si lo digo por su bien, señor maestro… ¿No se da cuenta que sólo se lo digo por su bien? Todo se lo toma a mal… No se le va a poder hablar como siga así…

Don Todoslossantos tiene su casa encima de la escuela. La casa es pequeña y generalmente fría. Bastante destartalada y con baldosines rojos. Lo que sorprende en ella son los libros. Hay libros hasta debajo de la cama. No es por exagerar, pero don Todoslossantos tiene anárquicamente distribuidos por toda la casa más de catorce mil libros. Algunas veces se lo dice a alguien y no lo creen… hasta que se dan una vuelta por su jaula, y salen de allí espantados.

Así se explican los escasos posibles de don Todoslossantos. Pero él siempre tiene en la boca aquello de que…

‑ El dinero no da la Felicidad.

– Usted que nunca se ha lanzado por la vida con diez mil pesetas en el bolsillo, don Todoslossantos. ¡Si usted supiera lo que dan de sí diez mil pesetas…! Yo, una vez en Madrid…

–   Pero aun con eso, señor Fede, en Madrid no está la Felicidad.

‑ ¿Pues dónde está entonces? ¿Lo sabe usted, don Todoslos…?

‑Lo sé, señor Fede, lo sé. No se me impaciente ni se me ponga nervioso. Lo sé, y como me cargue usted, se lo digo.

No, don Todoslossantos, por lo que más quiera… no se enfade usted, por favor… yo no quiero molestar.

Hay hombres en este mundo que han nacido para ser felices y aparentar no serlo. Por aquí discurren los días de uno de ellos y hay otros, la mayoría, que han nacido para aparentar ser felices y en el fondo alimentar el negro pozo de la desdicha, eso sí muy acaramelada y como en techni‑color razón por la cual se disimula mucho y el paciente espectador de la vida se arma un jaleo de antología.

Don Todoslossantos es hombre dinámico y dispuesto a elevar el nivel intelectual de su pueblo. En septiembre se celebran las fiestas y quiere preparar algo sonado, algo que de un empujón al pueblo, a sus habitantes, a la juventud sobre todo. Ha ido a hablar con don Antonio, le ha explicado la Idea, y el cura ha dado su aprobación al proyecto. Don Teodoro es algo escéptico, pero no se ha opuesto. Don Pío (hombre, ¡cómo no!) es liberal y medio ateo, sólo le gusta hablar de elecciones, sólo le dejan hablar de medicinas y algo de fútbol, y siempre termina enfadándose.

Lo que don Todoslossantos ha pensado para septiembre, y eso que ahora estamos en primavera, es organizar, para la noche antes de la Patrona, un «magno festival cultural donde se ponga de relieve el incuestionable avance intelectual de nuestro pueblo». Huelga decirlo, porque ya se sospecha, pero la cultura de don Todoslossantos, sin dejar de ser enciclopédica, es bastante anárquica. Igual que la distribución de sus catorce mil libros por la casa. Lo que piensa hacer es toda una campanada. Un concurso en el que podrán tomar parte todos los vecinos del pueblo: grandes y chicos, hombres y mujeres, para hallar de entre todos a los más listos y oradores. Don Todoslossantos hará preguntas a los concursantes sobre los temas que varios meses antes anunciará y explicará, cada día una hora, por las tardes. La víspera de la Fiesta se celebrará, entre la emoción general, las finales del concurso «que ya desde hoy se anuncian reñidísimas».

¡Pobre don Todoslossantos, con su larga y ancha corbata a rayas azules y granas! ¡Pobre don Todoslossantos, con su insomnio y su futuro padecer de vejiga! ¡Pobre don Todoslossantos, con su culturón y su ausencia de recuerdos!

Los temas que explica por las tardes don Todoslossantos son de lo más variado: Historia de España, Agricultura, Escritores y Poetas, Meteorología, Mecánica, Inventores, Geografía, Historia de la Astronáutica… una breve Historia de la Iglesia, por consejo de don Antonio, y otro breve repaso de horrores y victorias más o menos recientes por encargo de don Teodoro. Todo el pueblo ha respondido bien y se les ve contentos. Es más, don Todoslossantos ha conseguido de otro compañero, en la cabeza de partido, una multicopista para tirar pequeños resúmenes de los temas, con los datos a aprender por los concursantes.

Las conversaciones del pueblo han cambiado. En el lavadero se habla de los Reyes Católicos y de borrascas. En la taberna se oyen comentarios sobre Pío Baroja y hay quien ya recita bastante deprisa los cinco picos más altos de España. Atenas surge de nuevo cerca del Tajuña. Don Todoslossantos ya no solamente es feliz, sino que lo aparenta.

Quedan ocho días para la Fiesta. Alguno se raja ante «esa marabunta de cosas que no hay quien se las aprenda». Otros, más por amor propio que otra cosa, siguen repasando. Algunos hasta se ponen nerviosos y les pica la lengüecilla a ratos.

Pero don Todoslossantos no ha contado con algo que, desde que el mundo es mundo, anda por ahí suelto haciéndole la pascua a muchos y frenando, eso es indudable, a la Humanidad: le fatalidad, oh negra ave de rapiña, la fatalidad digo.

La cosa es triste se la mire por donde se la mire. Voy a contarle deprisa para pasar el mal trago cuanto antes. Son las siete de la tarde. La gente va llegando, tranquila, despaciosa, a la plaza, donde el «gran concurso cultural» se dispone a elevar el rango Intelectual del pueblo. Algunos de los alrededores han venido a ver qué pasa. Pero la fatalidad, oh… la fatalidad…

‑Eh, chicos ‑chilla una voz‑ que acaban de venir de Guadalajara el Pepín y el Jaime con un peliculón…

Tras el anuncio que el señor Fede ha lanzado a voz en grito por toda la plaza, un sordo murmullo, un murmullo cachondo y algo irritante, se eleva, se eleva como un humillo de churrería. Algunos se mueven, otros se levantan.

… con un peliculón de miedo… y dicen que salen muchas chicas, y que se ven unas cosas…

El barullo se ha desatado como un montón de melones cuesta abajo. Unos corren, otros sonríen grotescamente (en estos casos, no se puede sonreír de otro modo) y todos, en fin, se van al Casino a ver «ese peliculón».

Don Todoslossantos está sentado detrás de una mesa cubierta con un viejo tapiz del Municipio, en el borde mismo de los soportales. Dos flexos de la luz le Iluminan la coronilla (¡tan peinada!) y el reflejo de las cuartillas blancas que hay sobre la mesa descubre a medias su rostro terso y como de estatua. El color de don Todoslossantos fluye del blanco marfil al rosa de Oriente. El sudor resbala por frente y mejillas. El corazón se acelera, se frena, otra vez corre al galopín, sin saber el triste o rabioso o qué. Don Todoslossantos inclina la cabeza y apoya la frente sobre el dedo índice de su mano derecha, cerrada en puño. Sin pasado y sin futuro. Tan triste por fuera…

La Humanidad, esto es sabido, tiene un puñal y un lapicero, con el puñal puede jugar a clavarlo en el suelo y pasar ratos agradables o puede clavárselo un poco por encima del ombligo que es por donde entra muy suavemente y sin problemas, con el lapicero puede escribir la bella historia sin fin que cada día se le escapa o sacarle una punta muy fina y punzante y dedicarse a pinchar las manzanas que en octubre cuelgan de los árboles.

Teoría de Millana

La plaza mayor de la villa de Millana

 

Millana es un pueblo femenino. Algo así como una puebla. Millana está escondida en superficial ahogo del terreno, dentro de ese otro gran naufragio que es la Hoya del Infantado. A caballo entre Cuenca y Guadalajara, como un chorro de sangre de la Alcarria, Millana hace pinitos para miraras en las aguas del Buendía, que allá abajo, en el fondo plano del valle, baña irresoluta y desmadejadamente las tierras de Alcocer. De otro lado, a Millana aún le cae lejos el arriscado Tajo, que en Zaorejas aún refleja en sus nocturnales aguas a la media luna mahometana.

Tal vez no fue el momento adecuado para llamar a sus puertas, pero llegué a Millana un mediodía ardiente del verano, cuando acabada la siega, el campo es un rescoldo pleno de cenizas doradas. Las largas tierras secas, ondulándose para quitarse algo de calor. Pálidos olivos de tristeza. Ni una nube que promete noche fresca. Todo abrasado en un fuego mudo, cruel, de hoguera medieval. En unas eras, tres mulas predican el más ab­surdo sermón del conformismo.

Pero no siempre es Millana tan ascua y tan hoguera. También sabe de audaz primavera azul y verde, limpia jugarreta el invierno, tan enfermo siempre de la billa. Y sabe además Millana de otoños plisados en el viejo oro de la tierra desmenuzada y perdurable de esta Castilla que, despeñándose y abrigándose entre pinos, chaparrales y pedregosas praderas, todavía un poco más, y es hará Mancha.

Millana nos habla con la antigua voz de la Historia. Con el orgullo de haber tenido por ascendientes a los hombres valientes e incansablemente creadores de una Roma multicontinental. En las cercanías del pueblo se descubrieron ya hace años los restos de un poblado de la época romana, con su necrópolis adyacente y múltiples trozos de cerámica y aun baldosines romboidales que pregonaron su limpieza de sangre.

Después de su aventura romana, Millana alzó su definitivo estandarte de iberismo  cristiano con él clavado en la plaza ha llegado hasta nuestros días. (También, también tuvo MIllana sus moros y sus inciertas noches de correría, pero nada queda de aquello.)

Cuando la Cruz sentó definitivamente plaza entro los olivares y los ondulados mares de nostalgia emillanense, sus hombres, ya mezcla de una raza Ibera, de una civilización romana, y unas galopadas de visigodos y árabes, se dispusieron a la vida tranquila del trabajo con las manos y dispusieron hacer un templo para pedirlo a Dios que bajara con ellos a dar unas cuantas patadas en la tierra, y allá por las nubes, que a El le quedaban más cerca. El caso era tener un campo agradecido, unas mujeres y unos hijos que hicieran brillar sus ojos y sus corazones de gozo, y encima de los hombros, ellos mismos una cabeza que les hiciera ser, de verdad, reyes de la Naturaleza. Lo consiguieron. Y levantaron su templo.

La iglesia de Millana es grande. Queda siempre, sin embargo, dentro de sus orillas. Tiene el ancho corpachón del siglo XVI. Es una Iglesia masculina. Casi un iglesio. Lo más fabuloso de ella es la portada. Es lo que justifica hacer un viaje hasta allí. El ovillo del que sacar su teoría. Se puede suponer de finales del siglo XII o principios del XIII. Sus arcos lisos, simétricos, aún de perfecta curva homogénea y semicircular, nos hacen pensar en el arte cisterciense que sin Europa ha comenzado a Imponerse y que todavía tardará casi un siglo en llegar a Castilla. La puerta de la iglesia de Millana es un gran tambor para cantar el Gloria. Para despertar a los montes y a las urracas que viven en los montes y a los insectos que se comen las urracas. Los lisos arcos semicirculares (son cinco en total), se apoyan a cada lado sobre unos capiteles que en su tiempo estuvieron llenos de una gracia campesina y un arte irónico y popular. Con el paso del tiempo, a esas virtudes tienen que añadir un color dorado que les hace brillar como si fueran nobles joyas, y el peculiar encanto que el tiempo añado a todo lo que con tesón ha acariciado. En la izquierda se ven dos aves extrañas, frente a frente. Dos hombres a caballo, cualquiera sabe si a conquistar infieles o de por leña. Dos son, y van y vienen. También hay dos bichos con alas y con cuatro patas cada uno (¡el poblado mundo del Medievo, al que no alcanzó Linneo!) y aún dos aves pisando gozosamente unas serpientes. Los cuatro capiteles de la derecha aún nos presentan un mayor contraste entro el cristianismo y el fondo de superstición que árabes y visigodos habían depositado en las tierras españolas por donde pisaron. En él primero de ellos, se ve un demonio con cabeza bovina y un ángel, en perenne lucha. ¿Qué es están disputando? Las almas de los de MIllana, sin duda. Dos animales salvajes con cabezas humanas dan al segundo un tinte de escalofrío. Le sigue una escena piadosa, en que se ve perfectamente cómo las santas mujeres van a visitar el sepulcro de Cristo. En el último capitel de la derecha hay una escena que nos hace suponer la visita de la Virgen a su prima Santa Isabel.

La puerta hace saliente en la fachada (en la que luce, a medias solamente porque está algo tapada, su primitiva belleza una ventanita románica), y está cubierta por un tejadillo bajo el cual aparecen algunos Interesantes canecillos, rústicos y simples, pero de gran valor para hacernos comprender lo eminentemente popular que es el arte románico. Entre los canecillos, unas rosetas, en hueco, que completan el conjunto y hacen de esta iglesia un inestimable monumento digno de ser admirado por todos los que gustan del arte y de la historia.

Calles retorcidas, ventanas con flores, calladas gentes que miran interrogantes desde sus sillas bajas. Una antigua y blasonada casona demuestra la nobleza de la sangre emillanense. Ni perdida ni hallada queda Millana. Femenina y dura. Larga aventura para contar a sus hijos. Un poco de sol y otro poco de lluvia. La tierra en derredor. Todo lo que es necesita para ser feliz, está en Millana.