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julio, 1971:

Nombres y fechas para Galve de Sorbe

El castillo de los Estúñigas, en Galve de Sorbe

 

Un hilillo de agua, al que llaman Sorbe, rodea la cintura a Galve, blanquea el pedestal de su castillo, viste de verde la alta primavera de las, sierras atencinas, y se hace al fin, muy al fin de su vida  honda garganta y ancha fuente para las lejanas, ciudades donde no conocen el esparto de su cuna.

En la lejana Edad Media, vacía de gentes y repleta de largas cabalgadas en pos de cualquier corro pelado, donde nada era «apartado lugar» por serlo todos los de la tierra, la aquilina mirada del Infante don Juan Manuel cayó en picado sobre la colina de Galve. Se quedó con ella, y en lo alto, levantó un castillo. Le pareció bien, y le marchó luego buscando otros lugares.

Al que no le pareció nada bien que don Juan Manuel anduviera armando tanta gresca fue al rey de Castilla, Alfonso XI el Justiciero, que le movió guerra hasta obligarle a pagar un poco su fuego y aplacar los correspondientes humos. Don Juan Manuel tuvo que entregar varios castillos y posesiones, y derribar el que tenía en Galve. De aquel, por tanto, sólo queda el recuerdo.

Una vez muerto don Juan Manuel, Galve pasa a ser propiedad del rey. En 1354, su hijo Pedro I, el Cruel, lo regaló a Iñigo, López de Orozco para ganarse su afecto y lealtad, (¡vaya lealtad la de estos vasallos, que había que comprar con estos regalitos!). A López de Orozco le heredó su hija doña Mencía, que casó con el señor de Beleña, don Men Rodríguez Valdés. Este matrimonio lo vendió después al almirante don Diego Hurtado de Mendoza (abuelo del Cardenal Mendoza) y a don Diego, López de Estúñiga, ambos familiares suyos, en 10.000 florines de oro.

Comienza entonces el siglo XV, el de las grandes tormentas y traiciones en Castilla, en que tantos castillos de nuestra provincia cumplieron bravamente su cometido de bastiones guerreros. No le pasó lo mismo a Galve, que por hallarse apartado de los pasos más frecuentes entre ambas mesetas, no gozó de gran importancia estraté­gica, y, por tanto, no ha podido pasar a la historia con un palmarés siquiera discreto de turbulentas «fazañas». Su destino iba a ser más prosaico, y lastimoso. Casi como el de un valioso solar de gran ciudad: riñas y disputas familiares por la venta de la mitad del terreno, herencias de sobrinos, reclamaciones de yernos… casi me don ganas de no hablar más de esto, pero para no dejar incompleta al historia, aquí van, reunidos, los datos más importantes que demuestran, como digo, los prosaicos avatares de tan gallarda fortaleza.

A los pocos días de aquella transacción, López de Estúñiga vendió su mitad correspondiente al Almirante, que queda dueño absoluto de todo el territorio, pasando por consiguiente a su viuda cuando dicho Almirante murió. Pero entonces llega de nuevo López de Estúñiga, y alegando que el difunto le adeudaba cierta cantidad de florines, se queda bonitamente con Galve, y lo pasa a su hijo, del mismo nombre, cuando muere. Naturalmente que la viuda de Hurtado de Mendoza reclamó una y otra vez lo que era suyo, pero fue desoída. Al fin consiguió que le pagaran la mitad del valor del territorio, sin conseguir cobrar los beneficios de lo que la tierra había producido durante aquel lapso de tiempo.

López de Estúñiga hijo vivió gran parte de su vida en Galve, siendo muy posible que a él se deba la construcción del castillo actual, por corresponder a esa época (mitad del siglo XV) el estilo de la fortaleza, y por ser sus escudos los que campean en los muros. Entonces comenzó la época dorada de Galve, cuando sus señores residían en lo alto de la colina y se ocupaban personalmente de los problemas agrarios de sus propiedades, siendo verdaderos campesinos nobles. Lejos de allí los problemas políticos de España, eran a su vez verdaderos reyezuelos en aquellos lugares. Este López de Estúñiga a quien debemos la altanera presencia del castillo de Galve, fundó un mayorazgo, que incluía este  pueblo y Baides, y que heredó su hijo Francisco Zúñiga (a lo, largo de los años, el apellido Estúñiga se modificó de esta manera), quién, ya a finales del siglo XV, terminó completamente el castillo e hizo de él su residencia habitual. Su hijo, también llamado Francisco Zúñiga, sólo pasó en aquellas frías tierras su infancia, pues el heredar, vendió Galve y su castillo, junto con el imponente Monterrey orensano a su familiar doña Francisca de Zúñiga. ¡Qué difícil parece sostener una misma situación por más de tres generaciones! Entonces, en esta Baja Edad Media en que la Humanidad caminaba más lentamente, aún se podía conseguir que abuelo, padre e hijo tuvieran bastante parecido en el pensar. Hoy sería demasiado pedir, que un hombre, a lo largo de su vida, no cambie una o dos veces de forma de pensar. El mundo actual se le echa encima y si no se adapta, sucumbe.

Siguiendo con nuestra historia vemos como nueva dueña de Galve a otra Zúñiga, casada con el señor de Puentedeume, gallega de nacimiento. Estos señores, por tener sus principales intereses en tierras de Galicia, no se ocuparon del castillo ni del pueblo, intentando siempre encontrar un comprador para ellos. Al fin lo vendieron a doña Ana de la Cerda, viuda ya de Diego Hurtado de Mendoza (uno de los hijos del Cardenal Mendoza, dicho sea con perdón).

Lo heredó su hijo don Baltasar Gastón de Mendoza y la Cerda, que recibió de Felipe II el titulo de conde de Galve. Fué el primero. La segunda fué su hija doña Ana, que casó con don Juan Francisco Cristóbal de Híjar, y de los que nació el tercer conde, don Martín. Este murió sin sucesión en 1607, pasando a ser cuarta condesa su hermana, ya mayor y soltera, con lo que se extinguió la línea directa.

De esta manera, el título de Conde de Galve pasó a engrosar la larga lista de dignidades de los duques de Pastrana, a los que afluían títulos de parientes de agotada fertilidad. Pero algo más tarde, ya en el siglo XVIII, también les llegó a los Silva la triste hora de ver como su antigua prolificidad desaparecía fruto de tantas uniones consanguíneas entre la nobleza castellana. El condado de Galve, por consiguiente, pasó, junto con todos los de Pastrana, a la casa de Alba, que hoy lo ostenta.

El castillo soportó bien, demasiado bien, el largo abandono de siglos. Como por un milagro, sobrevivió sin desperfectos las guerras de Sucesión y de la Independencia. En 1873 vio volar su costado por obra y gracia de los carlistas de Villalaín, que lo hicieron más por diversión que por necesidades guerreras. Hoy permanece a solas, con su resignada y escéptica filosofía. El castillo de Galve no cree en la utopía.

Galve de Sorbe, en el confín

Plaza Mayor de Galve de Sorbe, con el rollo de villazgo en el centro

 

De Albendiego a los Condemios, hay más o menos una legua de distancia. La misma, que desde los Condemios a Galve. Leguas que se hacen cortas cuando se las recorre andando cuando en la primavera busca uno la ­sombra acariciante, del pino y se sienta un rato sobre el milagro de la nueva hierba, resplandeciente de color, celosa de sus nieves invernales.

Va el caminante mirando avariciosamente el azul del cielo y el verde ceniciento y mate de los montes y pinares. Como un paño tenaz, el aire terso de las alturas saca brillo al cielo y recorta con cariño de arista la silueta de los manudos vecinos. La tierra, aún húmeda, sonríe callada. Algún jilguero da regates al viento sin demasiado entusiasmo. Todo es silencio y amartilleante presencia de una Naturaleza poderosa y sin límites.

Galve aparece desde un recodo del camino, en una pequeña y suave hondonada que parece la palma de una mano grande y verde, sin apenas arrugas. Todo el campo está surcado de vallizas grises, en aleteante indecisión, guardando una hierba que les ha nacido sin esperarlo. A la Derecha, unos páramos, enanos muestras sus desnudas frentes al solo, blancas y parduscas, como las frentes de esas aldeanas solteras que venden encajes de ganchillo en el fondo oscuro y triste de alguna tienda del pueblo. Pero encima está el sol y su gloriosa corte de nostalgias marinas.

Después del pueblo, sobre la roja ondulación de los tejados, se alza el castillo: como un guerrero medieval, toda la vestimenta, quebrada la espada, el casco oxidado y con alguna abolladura, recostado en lo alto de la colina, leyendo un Evangelio que predica esperanza en letras góticas. Parece como si aquí, en uno de los lugares más recónditos de España, lejos de cualquier parte, la levadura que Dios arrojó sobre el mundo en su primer día hubiera dado ese fruto, un poco roído por el tiempo, sí, pero inequívoca señal de que la historia de los hombres ha escrito aquí también su capítulo. Galve y su castillo, como un antiguo paisaje, nos mira seriamente, sin antipatía, con la profunda, reverente y llena de hidalguía mirada con que las cosas viejas y lejanas, en el tiempo y la distancia miran al que se acerca exhibiendo su rítmico latir de arterias, párpados y articulaciones.

El caminante cruza el pueblo deprisa y se detiene un momento ante la suave colina blanca y espumeante, para escuchar el silencio que tan majestuosamente predican las piedras bañadas, de historia. El cuadro se lo estropean unos pardales irrespetuosos que salen volando medio asustados medio, altaneros, de entre las ruinas.

La ascensión, qua ya pesa obre las cansadas piernas del caminante, se ve recompensada arriba por el milagro. Como introducidos en una “máquina del tiempo” a lo Wells, amanecemos en un  nuevo siglo, en una edad inmaculada donde el aire sopla con más poesía y más acentuada firmeza. La planicie en que asienta el castillo de Galve pertenece al Siglo XV. Nadie podrá hacer cambiar esa edad. Allá arriba, el aire, el sol, el cielo y nuestros minutos medievales. No me interesa saber porqué. Ni quiero conocer el secreto de tan extraña parábola: es así, y me gusta.

El Patio y espacio de habitaciones para soldados y servidumbre, cocinas, y caballerizas son un montón de escombros. Pero el tiempo ha llevado a cabo su tarea de poetizarlo, poniendo sobre ella un suave y ondulado tapiz de hierba, que suena muy suave y ayuda al reencuentro del pasado. El murallón que da al pueblo está casi entero. Su extraordinario grosor ha resistido los siglos. No así los torreones de las esquinas, de los que apenas quedan los cimientos. En el centro justo de esta pared, se halla una estancia semicircular, cubierta con una bóveda semiesférica, que guarda incólume la atmósfera del siglo XV, con una luz grisácea cribada por las piedras, y coronada por unos escudos heráldicos que marcan el solar de los Estúñigas. El resto de los muros del castillo se sostienen por un milagro. A trechos llega hasta su altura original, a trechos baja al suelo. Pero el contorno de la fortaleza está intacto y sin confusión posible.

Queda, Por fin, el último reducto del castillo; cofre e incensario, cerebro formolado, adusta nostalgia: la torre del homenaje. Piensa el caminante que es, quizás, la más bella de todas las que en la provincia han aguantado la manaza del tiempo sin recurrir a la cirugía estética de las reconstrucciones, quedando, sus cuatro simétricas y altas paredes, sendas torretas esquineras se alzan sobre, repisas anilladas, en las que el escudo de la familia proclama su permanencia a los, cuatro puntos cardinales. En la portada de la torre se abre la puerta semicircular, hoy rebajada por los escombros que cubren el patio. Un boquete inmenso que se abre en la cara, nordeste empuja el aire y la luz al interior de la torre.

Aquí dentro es donde se oye mejor que nunca, el grito de auxilio que el tiempo ido nos lanza, agarrado aún a las vigas travesañas de los pisos, para que le salvemos. Aquí dentro es donde aún no ha muerto la Edad Media. Donde su poderosa vitalidad, dejada a su suerte, ha resistido incomprensiblemente, y nos llama, nos llama a gritos, para salvarla.

Las ventanas conservan aún sus bancos laterales donde las damas se sentaban a coser y los poetas dejaban correr sus miradas sobre las sierras cercanas, blancamente estremecidas por la nieve, verdemente acariciadas por los pinos. En el primer piso, en la gran estancia señorial, una gran chimenea para ahuyentar, sólo ligeramente, al invierno inmisericorde de la región. Dos pisos más se elevaban sobre este primero, culminando la torre en una cúpula plana, una terraza a la que se llegaba por escalera de mano a través de las cuatro torrecillas esquineras desde las que se dominaría una distancia sorprendente.

El caminante se queda sobre la hierba del patio del castillo, sin pensar en nada ¿para qué? La historia echó su discurso; los siglos dieron su patada. ¿Qué otra cosa puede hacer un caminante, sino tumbarse en el suelo, cerrar los ojos, y soñar?