La realidad de Antonio del Rincón

sábado, 23 enero 1971 1 Por Herrera Casado

 

Los hay que parecen ensañarse con los de provincias ¿verdad? solo porque ellos también lo son y así parecen despojarse de su antigua, y al parecer pobre, vestidura, y calzarse la nueva de la capitalidad. No quiero decir ¿comprendes?, que Esto le haya sucedido al señor Sánchez Cantón, de gran abolengo, en cuestiones artísticas, pero en su libro «Mito y realidad de Rincón, pintor de los Reyes Católicos», en que trata de tI, claro, cuando ya no te podías defender, pues no sales muy bien parado, esa es la verdad. Comprendo que estarás dolido, tú quisieras decir lo que piensas sobre esto ¿quién mejor que tú? pero las leyes de la Naturaleza son bastante férreas y por el momento los muertos no pueden decir ni pío, así es que, si me permites, vamos a sacudirte un poco el polvo, a ver si quitamos el Mito y te dejamos la Realidad.

Antonio Fernández del Rincón y Figueroa era tu verdadero nombre. A ver si quitamos de una vez esa manía de llamarte Fernando que tienen algunos, que confunden tu primer apellido con el nombre. Lo que ocurría es que te gustaba utilizar el segundo, ese del Rincón, que, aparte de ser más íntimo y especial, es menos vulgar que el otro. Naciste en Guadalajara, en 1446, cuando ya le quedaba poca vida a Juan II de Castilla y se avecinaban (por el aire negro, pesado y maloliente de los atardeceres lo sabias) las calamidades que su hijo Enrique iba a arrastrar, durante veinte años. En el gótico ambiente de Castilla, creciste. Cuando los días eran más livianos y puntiagudos, la luz más clara y los colores más agresivos. ¡Qué alegría, qué dominio, poder captarlos, poder guardarlos! Y fue al revés: tú quedaste prisionero de los colores, en el principio de un combate cuerpo a cuerpo en el que, al fin de la vida eso ya lo veremos, saliste tú vencedor. Ríe por ello. Las cosas que son agradables y verdaderas, que el hombre reconoce como obras suyas, deben ale­grar su corazón.

No fuiste a Italia. Definitivamente, no. Entonces era una gran aventura. En esa abrupta franja de tierra que corre desmelenada el Tirreno y el Adriático estaba surgiendo (ya en la segunda mitad del siglo XV, cuando eras un mozo), un nuevo movimiento cultural, que, englobando a todas las artes, recuperaba para los hombres de tu época la gloria del arte y el saber de la antigüedad. Era el renacer a la vida. Aquí, en Guadalajara, hablabas con tus amigos de ello. Sonaba a trompeta muy lejana. Os parabais a escucharla. ¡Qué momentos, eh! Hoy ya no queda aquí nadie de aquellos. ¿Quién se para a escuchar las trompetas del Renacimiento?

Realmente, no fuiste a Italia. Era demasiado complicado. E inútil: para eso llegaban a España artistas italianos. No se para que te digo esto, porque tú lo pensabas cada día, y tal vez te aburre oírlo de nuevo. Lo digo por quien quiera informarse bien. Un tal Poleró, que ha escrito un libro que titula «Tratado de la Pintura» dice que «en el siglo XV se establecieron en Castilla Gerardo Starnina, Dello Florentino, el maestro flamenco Rogel y Juan de Borgoña, que junto con otros, formaron a los celebrados… Rincón… y otros». No es verdad que tú fueras el primero en España en abandonar las formas góticas y comenzar el uso de las formas redondas del naturalismo. Mira, para que decir tonterías, vamos buscando tu Realidad, no debes enfadarte si te quitamos un mérito que no te pertenece. Tú hacías lo que te enseñaban, lo asimilabas, creabas, pero dentro del grupo de los precursores. Los técnicos os llaman «los primitivos españoles» ¿Te gusta? Yo creo que no. Vosotros no erais primitivos, teníais a la espalda muchos siglos de tanteo en la pintura. Los de Altamira, quizá, ¿pero vosotros primitivos? ¿Es que a los grandes de tu grupo les gustaría ese apodo? Son, fíjate bien, bueno, ya lo sabes mejor que yo, cuántas veces charlaste y aún colaboraste con ellos, el cordobés Bartolomé Bermejo, Fernando Gallego, Pedro Berruguete y Alejo Fernández. Por Cataluña andaban Inglés y Huguet metidos en vuestra misma aventura.

O sea, que dejando las cosas claras, y aún soportando vuestro adjetivo de «primitivos españoles», podemos decir de ti, y de todos los de tu escuela, que salíais del gótico para entrar en el Renacimiento. Es una tarea que no creo se vuelva a presentar nunca en nuestra Historia. Entonces, si tú también luchabas por dejar el Medievo atrás y levantar el nuevo edificio de la Edad Moderna ¿encontraste apoyo en el Cardenal Mendoza, que tan apasionado andarín era de este camino? Claro que si. Los dos de Guadalajara. Tu nombre empezó a sonar en la ciudad, en toda la comarca de Alcarrias y Sierras. Te llegaron algunos encargos de pequeñas iglesias. La de Fuentes de la Alcarria fue una. Pusiste todo el amor del que empieza en aquel retablo (siglos después en 1936, en nombre de un Renacimiento-Boca‑Abajo, unos salvajes lo destruyeron). Los retablos de Santa Maria, en Medinaceli, y de Albalate de Zorita, parece que también los pintaste tú. Pero, entre que nada queda, cualquiera agarra la Realidad en este caso.

En Guadalajara te llama el Cardenal Mendoza. Está tratando de colocar un gran retablo en su iglesia predilecta, la del Convento de San Francisco. Pintas algunas tablas, le gustan al Cardenal, te presenta a los Reyes, doña Isabel y don Fernando, te nombran pintor de Cámara, te conceden el hábito de la Orden de Santiago, acompañas a la Corte en sus viajes por España, por la nueva España que ellos están construyendo. Pero, lo más importante, es que pintas, que pintas como a ti te gusta, que todo tu impulso se desborda en los cuadros que vas dejando aquí y allí, por todo el país. Te sorprenderá que te dijera donde están algunos de tus cuadros. Por ejemplo, ¿recuerdas aquella escena de la Virgen dando de mamar al niño? En Petrogrado está, en la lejana Rusia. Aquel pequeño oratorio, a modo de tríptico, con el Calvario, lo tienen los Agustinos Calzados de Granada. En el parisino Louvre hay otra Virgen, y en Salamanca, un Cristo bendiciendo a su madre. En el Museo del Prado, el mejor del mundo, está aquél que tanto te gustó siempre: el milagro de San Cosme y San Damián. Reconócelo, Antonio, pero a ti siempre te sonó un poco a camelo aquel milagro de los Santos en que quitaron la pierna a un negro para colocársela a un blanco que tenía la suya gangrenosa, e iba a morir pronto. Luego, se conoce que por la diferencia de colores, prendieron las dos bastante bien y tú aprovechaste para poner hermosas vestiduras, cacharros de la época, y un poco de ironía escéptica en todo el conjunto. Pues bien, Antonio, eso de San Cosme y San Damián ha quedado hoy convertido en juego de niños. Los físicos de hoy se dedican a cambiar de dueño los corazones, los riñones, los ojos, los huesos… y nadie les ha nombrado Santos. Por el contrario, han tenido que dar muchas explicaciones a los que recelan.

Por ahí andarán también muchas obras tuyas. Los retratos de los Reyes en su San Juan de Toledo. Otro gran retrato en que aparecen doña Isabel y don Fernando, con los infantes, don Juan y doña Isabel, y el inquisidor Torquemada, rodeados de Fray  Pedro Martín, San Agustín y Santo Domingo de Guzmán, adorando a la Virgen y al Niño Jesús, lo pintaste en 1485 por orden de Torquemada y sigue en el convento de Santo Tomás de Ávila, que fue residencia de verano de los Reyes y definitiva morada de su hijo Juan. De Juana, otra hija, la Loca después, la heredera de todo el país, hiciste otro buen retrato. Luego eternizaste en lienzo a Fray Francisco Ruiz, obispo de Ávila, a don Francisco Fernández de Córdoba, y al autor de la, primera «Gramática Española,», Antonio de Nebrija. Quiero añadir, tú casi ya no te acuerdas, las pinturas de la sacristía vieja, en la Catedral de Toledo (allí te llevó también el Cardenal) y el magnífico retablo, con 17 tablas, todas tuyas, que hubo en Robledo de Chavela. Allí están muy atareados con los vuelos a la Luna (no, no estoy loco). Se olvidaron de ti.

Toda tu vida de un lado a otro de Castilla, siguiendo fielmente a tu inspiración y a tus señores. Pero poco a poco la fortuna fué dándote la espalda. Primera fué doña Isabel la que, ante la estupefacta tristeza de su pueblo, os abandonó. Luego su esposo Fernando. Luego su sucesor el extranjero Felipe. Tiempos confusos donde tú no ‑te encontrabas a gusto. Llega por fin el nieto, Carlos, el Emperador de medio mundo. Su hablar es demasiado extraño. Su porte, altanero. Ningún español le aprecia. Pero hay que comer, Antonio. Y te decides a enviarle una carta. Es el año 1518. Le declaras ser «vecino de Guadalajara, que sirvió con su arte de pintor al rey Católico, como veedor y examinador de los pintores y obras dellos en los Reynos de Castilla» y le suplicas que acceda a seguir considerándote como pintor de la Corte. Pero el nuevo César es algo demasiado grande. Además, tú ya estás viejo, has perdido vista, el pulso no tiene la firmeza de antaño. ¿Qué pasó entonces, Antonio, buen amigo?

La muerte llegó enseguida. Te libró de una larga agonía y completaste tu historia con un humilde y silencioso mutis.

¿Quedas contento con tu Realidad? No es muy brillante, no tiene un alto Mito, pero hace de ti un buen pintor, todo lo bueno que en ese final del siglo XV se podía ser. Un buen pintor alcarreño. Eso es todo.