Telefoto de Guadalajara

lunes, 1 junio 1970 0 Por Herrera Casado

 

Todo como un vuelo. Sin pies, sin piernas. Sin amarras a la tierra. Llegar, ver y soñar. Todo desde Libra, o desde Piscis. A través de la tormenta de arena y de la tormenta del tiempo. Como con tijeras que todo lo destrozan sin matar nada. Todo vivo, fresco, auténtico. Hecho todo de pan y piedra, de nube y de nostalgia. Así empieza.

Desde el Henares. Gris y rojo. Destellos. Una torre, dos torres, tres torres, cuatro torres. Comienza1a danza de las torres. La danza única. San Sebastián, San José, Santa María, San Francisco. Santos y Santas como ángeles grises sobre los tejados. Monotonía que rompen agujas. Rumores. Campanas. Cruzar el río sobre el antiguo puente. Deshacer el río con la mirada. La mirada incolora contra el azul del río. Y desgastar el puente de romanos, de godos, de árabes. Todos honrados y españoles. Subir la cuesta y ver Arriaca, ver Wadalhachara, ver, por fin, Guadalajara. El nombre horizontal para la dama recostada. Guadalajara en la falda del monte, siempre en un sueño. Guadalajara descansada, lejana de la prisa, hermosa de lo ido.

Un saludo al palacio‑papá de los palacios. El cardenal Mendoza contra la piedra amarilla. Un guiño. Nadie aparece en las ventanas. Un guiño. Felipe II y el francés Francisco. El Infantado, como el coro de Mendozas a cuatro voces, canta en la plaza bajo la batuta de Guas, el arquitecto. Hay quien mira el palacio y hay quien no lo mira. Hoy corren los ojos por las filigranas. Siglos evaporados. Todo intacto. Todo olvidado. Y ahí el palacio, con guiños y con llamas de piedra, y con titanes de piedra, y con ausencias de mantos y tapices y armaduras guerreras. Todo el pasado está ahí, brillando.

Llegar, llegar, llegar a Guadalajara. Lo que parece mentira existe. Subir y bajar las calles empinadas, toboganes por donde relojes, procesiones de vírgenes y afiladores gallegos suben y bajan. Calles que son ayer, siempre, hoy, mañana. Calles nacidas del sueño y del polvo. Calles no imposibles, como escaleras sin peldaños, con la veloz población de niños, de aros, de nubes entre los tejados. Oírlo todo, y oír todo el silencio.

El blanco Ayuntamiento. San Nicolás macizo y dos ángeles en la puerta. Incienso. Sonrisas de la gente. No se comprende Guadalajara sin esas sonrisas. Y San Ginés al fin, blanco túmulo de piedra para la amable golondrina que acompaña. Mendoza despliega sus alas enormes. Volando bajo no hay tristeza. Árboles cuadrados, redondas calles. Todo disforme tras los cristales. Pero la piedra blanca y siempre, la piedra fiel como una estrella. Así es San Ginés. Gigante azul y blanco, gigante inmenso. Campanario sin campanas y dos siglos en cada vertiente del tejado.

Rumores otra vez. Jardines. Las nubes pasando veloces. ¿Serán ellas las que hablan? Campanas. ¿Campanas por el Cielo? Calles hacia arriba siempre, para que la vida vaya lenta y sentida, y los caballos sean más buenos y más sabios cada día.

Barrios moros sin moros. Mezquitas sin mezquitas y sin moros. Santa María, la con­catedral, con puertas hechas a golpe de turbante. Y sin turbantes. Y la torre ‑ ¿minarete un día?‑ huérfana de Alá, al que mató Alvar Fáñez. Santa María reposada y tímida, vieja jovencita que entorna los ojos.

Y el rumor de las calles. Y el rumor de las nubes y de las campanas. Los guiños de los gorriones. Brillan los aros en el cielo. Pero nada es destemplado ni brusco. Todo discurre como mermelada pétrea. Y la vieja sigue haciendo bolillos rojos, azules y amarillos. Por fin, Santa Teresa. Los Conventos.

Y ya los Mendozas muertos en el San Francisco más fuerte. La iglesia‑fortaleza da el último toque de campanas. Guadalajara se va hundiendo en el recuerdo. Guadalajara va elevándose en la noche. Redonda y horizontal. Dormida. A través de los cristales entornados, se escuchan las nubes, los aros de los niños, los gorriones, las calles empinadas. Todo campanas y rumores. Perdiéndose.

Para mañana amanecer radiante.