La siega

sábado, 30 agosto 1969 0 Por Herrera Casado

 

Publicado en Nueva Alcarria el 30 Agosto 1969

Cuando el verano llega a la cumbre de su camino, cuando la muerte se transforma en vida, muchos sudan y dedican huecas palabras a esta ocasión. No tiene objeto estar hablando de la siega, mientras los hombres y las mujeres, encorvados, envueltos en blancos trapos ampulosos, pasan su mano justiciera sobre el anual regalo que les hace la tierra.

Pero uno pasa cerca del trigal, de un oro viejo resplandeciente, con un color de vida restallante ante los ojos y entra un sofoco de alegría o temor, con el vago presentimiento siempre de que ese espíritu que cuida del trigo y le hace madurar nos robe nuestra vida para dársela a su protegido. Porque aunque es verdad que los campos de julio llevan la sangre y la risa de los hombres muertos corriendo por sus entrañas, el campesino cree dominar la naturaleza, regir el destino de su tierra, mandar en la altura del cereal. Y el campesino, y el hijo del campesino, y el que pasa por allí en verano y mira el trigo, están equivocados. El mundo vegetal, como una civilización que ha conquistado eso tan difícil para nosotros que es el silencio, tiene una disciplina férrea, una moral cruel que no deja a ninguno de sus miembros ser más que otro. Sin timbres ni máquinas hacen lo mismo que nosotros: nacer y morir. Pero sin disgustos de ninguna clase (también es verdad que sin satisfacciones).

Pero aparte de esto, creo que merece la pena pararse a ver la siega: el sol cruel que funde el pensamiento y la palabra transformándolos en acción. El súbito brillante de plata que la hoz traza a intervalos regulares. El constante caer de las espigas, como enormes bosques frágiles bajo una tempestad milimetrada. El fuerte olor de los tallos aferrados al suelo. El color subiendo por las caras de los segadores, cada vez más oscuros de alegría y cansancio. El canto de la Naturaleza toda hacia esos hombres y mujeres que luchan contra el Universo. Esto es lo más emocionante de la siega, lo que más llama la atención: el saludo constante que la tierra y el amor, que las estrellas y las aves, dedican con fervor al campesino. Con su cantar silencioso, pero potente y claramente perceptible, demuestran reconocer en el hombre al ser que les gobierna y les conserva su perfecto vivir.

Plata y oro. Está bien hecho el mundo. En el verano, la siega. Los hombres oscuros, las claras mujeres. Un vendaval de plata. Un aluvión de oro. Sonrisas y sudores. Cánticos y vientos. La noche envolviendo la obra bien hecha. Un brazo. Cientos de brazos. Los remos de plata. Las aguas de oro. Y, el barco del vivir siempre bogando.

Y cuándo al fin de la siega, el hombre y la mujer recobran su primitiva estampa erguida, se reconoce en ellos al dueño de la Naturaleza. La raza del alto llano donde el sol dora con más cuidado a sus ahijados débiles, piensa humildemente que no ha intervenido para nada en el milagro.

Y entonces piensa en Dios.

No cuando el grano aún no ha emergido su penacho verde, ni cuando en la primavera se alejan las nubes sin dejar su líquido regalo. No cuando el hielo de junio amenaza con tronchar la amarillenta realidad de júbilo. El hombre de la altura, con la hoz en la mano, la sonrisa en la cara y a sus pies la gavilla adorante y adorada, piensa en Dios en ese momento. Porque Dios, que está en cachitos cada día del año, en ese último momento está entero: Dios es amarillo seco, oloroso, blanco y caliente.

Y acaba la historia de la siega. Cesa el relámpago conducido. Descansa el coro campesino. Suenan cohetes, música del mundo (¡tan desafinada!) y los pies se mueven sobre las piedras de las plazas. Algunas veces se ofrecen los toros en sacrificio.

En el último momento, un golpe de viento barre la alegría, y el dueño de la Naturaleza, el campesino negro y alto, se convierte de nuevo en el ser sufrido e ínfimo, guardián de sus ruinas, de estrellas y de tumbas. Entra en su casa y alienta el fuego.

Y, como un círculo incansable, devorador de universales distancias, el tiempo va convirtiendo al campesino en guardián de la esperanza.

Eterno cuidador del alma subterránea y poderosa, campesino: ¡yo te saludo!