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julio, 1968:

El románico en Atienza

Atrio de la iglesia románica de San Bartolomé, en Atienza

Publicado en Nueva Alcarria el 20 julio 1968

El Románico en Atienza consta de: la, iglesia de Santa María del Rey y la de San Bartolomé, que son las más antiguas; los ábsides de las iglesias de la Trinidad y San Gil y el conjunto de la pequeña iglesia de Nuestra Señora del val.

Sin embargo, y a pesar de ser verdad todo esto que parece lección de colegio bien aprendida, el Románico en, Atienza no son esos cinco monumentos citados. No son esos cinco monumentos, sino algo más.

Para conocer el Románico de Atienza hay que hacer algunas cosas más que mirar las iglesitas del pueblo. Llegar viajero a pie de largas leguas, de pisar terrones y cruzar arroyos, de saber, de sombras de encinares, y de granito blanco y negro, y de cagadas de ovejas por el campo, y de hablar con la vieja, vieja, vieja. El Románico de Atienza no son arcos de medio punto, ni capiteles con hojas de acanto, ni ábsides cuadrados o semicirculares, ni cúpulas ni inscripciones. El Románico de Atienza es ver pasar los pastores envueltos en sus largas capas pardas, caballeros de sí mismos, sobre los campos y las sierras grises. Es saber sus nombres (Salustiano, Julián, Martín, Domingo), los nombres de sus hijos (Julián, Martín, Domingo, Salustiano), los nombres de sus perros (Martín, Domingo, Salustiano, Julián). Es sentir el profundo olor de sus cabras, de sus ovejas tristes; de sus albarcas llenas de barro; es oír su voz como de río arrastrando piedras milenarias; es saber lo poco que él mismo sabe de su vida. El Románico en Atienza es sentir en la carne ese cuchillo blanco, brillante, del aire que en el invierno doma y apacigua los picos del Alto del Rey, de la Bodera, de las Sierras de Ayllón y de las Cabras, y que deja a Atienza como el barco que se resiste al repetido naufragio de la nieve durísima. El Románico en Atienza es ver a los viejos salir a las puertas de las casas en la primavera. Con sus oscuros trajes de pana siempre nueva, con sus caras rojas, sus, ojos llorones y sus cayados de blanca madera. Ver las sonrisas que se inventan (las sonrisas que no se han aprendido nunca) Dos niños bajar cantando por una calle empinada, sembrada de cantos .Una gallina blanca y sucia escarbando entre la porquería. En frente una mujer oscura. Y el románico en Atienza es, además, ver de nuevo el barco roquero y eterno sobrevivir al dorado embate de los trigos.

Sí. Es en todo esto donde se encuentra el alma de Atienza: en el sitio más sencillo y más lógico, en su cuerpo. El alma y cuerpo de Atienza, románicos medievales hasta la médula. Viejos, cristianos, buenos. Como el aire blanco. Pardos como las capas. Lentos. Duros. Eternos.

Sobre el románico de Atienza, que está hecho de rocas, de iglesias y de caminos sin horizonte, cae el día y la noche como el fruto y la hoja caen del árbol. Como el ruiseñor y la nieve de las ramas. Lentamente. Despacio. Sobre la alta roca del Románico atencino resbalan las bombas atómicas, las guerras del mundo, las últimas canciones y los más acendrados odios. Todo contra ella se estrella, todo a su contacto se pulveriza. Este es el gran bien de Atienza: poseer un Románico vivo, con latido, con voz, con mirada perdurable. No un Románico de museo o de vitrina. Un siglo, dos siglos, ocho siglos correteando por las calles, rozando las esquinas, hablando por las bocas de sus hombres y mujeres, a lomos de sus caballerías, y dando vueltas y más vueltas, como el gran tiovivo de lo inacabable, en torno a la roca castellana, en derredor del castillo roquero.

El Románico en Atienza es la vieja rezadora, el trajinero calvo, y filósofo, el monje andariego y pobre, el encinar con aguante, el sol y el viento multipolirrepetidos, tostando, amasando el espinazo de la tierra más vieja de Castilla. ¿Pórticos, ventanas, ábsides? También, también eso. Pero, además, veletas locas por las serrezuelas, cantos del pájaro con cabeza de serpiente, tan temido,  y correría del lobo por el llano. Y siglos. Y tiempo. Y polvo. Y siglos. Y Atienza perenne, como el primer día (Atienza es la buena viejecita a la que faltan algunos dientes y está en trance de perder la vista de un ojo, pero capaz todavía de contar leyendas viejas, de recitar consejas carcomidas, y aún de despedir a palos al ladrón que viene a robarle el aceite de la lamparilla).

Por eso, el Románico en Atienza no es sólo las iglesias de Santa María del Rey y de San Bartolomé; los ábsides de la Trinidad y San Gil, y la iglesita de Nuestra Señora del Val. Los que han lamido, han estrujado, hanse tragado el aliento del Románico atencino, saben que no es eso sólo. Que hay algo más, que sólo los que beben vientos, lanas sucias de ovejas y piedras doloridas saben lo que es.

Teoría de Palazuelos

El castillo de Palazuelos en 1968

Publicado en Nueva Alcarria 12 julio 1968 

Hablar aquí de Palazuelos no es descubrirlo. Todos los buenos conocedores de la provincia, todos los auténticamente enamorados de sus pueblos lo descubrieron muchos años antes que yo. Por su proximidad a Sigüenza, cinco kilómetros tan sólo. Por su encanto peculiar, que ha corrido de boca en boca. Por tantas cosas como se han dicho de él, y que a mi me llevaron a visitarlo recientemente. Y es por esto, porque soy el último en llegar, no sólo a Palazuelos, sino, a todos los pueblos de la provincia, que puede parecer excesivo que yo me ponga a escribir y comentar sobré los pueblos a los que llego con el único, con el exclusivo afán de sosegar mi espíritu. Me diréis entonces, amigos míos, que lo mejor que puedo hacer es callarme. ¡Con cuánta razón lo diréis! Porque para hablar sobre el paisaje, sobre la historia sobre el arte y las costumbres de nuestros pueblos existen, no multitud, pero sí una buena selección de hombres y mujeres que saben lo que se traen entre manos. Yo no se nada, amigos. Yo sólo cuento con un gran amor por mi tierra, con un irreprimible afán de darle a conocer a aquéllos que aún no se han decidido a salir en su busca. El publicar mis impresiones en estas páginas es para que a todos lleguen, y evitar el problema de ir uno por uno, charlando, con todos vosotros. Esta sería, si bien más larga, una tarea mucho más cordial y más querida para mí. Perdonad pues, que, aún siendo el último en llegar, en es­cribir, en conocer los pueblos de Guadalajara, aparezca mi firma en letra impresa.

Palazuelos es, como os decía, un lugar cercano a Sigüenza. Un lugar, sin hipérbole de ninguna clase, único. En España muy pocos lugares se le pueden comparar. Palazuelos sería en este caso, el hermano menor de Ávila, de Lugo. Pero Palazuelos posee su latido.

Desde la distancia, el caserío de Palazuelos aparece confundido con las tierras y los olivares que le rodean. Como un gran camaleón de piedra y arena, su color pardorojizo, grisáceo, azul difumina su existir entre las nubes, los olivos y las piedras de Castilla. Son su cuerpo y su alma, fundidos, a la perfección­. Según nos vamos acercando, la mole de piedra cobra realidad y se independiza de la tierra. A la orilla de la carretera, las ovejas merinas, en su pobre carnaval de hierba y sencillo antifaz de cartón negro, viven ignorantes del grandioso suceso que descansa tan cerca.

A la caída de la tarde, cuando la ausencia del sol deshace contrates y aristas, todo queda fundido en una quietud inquietante.

No, no pasa nada. Se oyen, lejos, las voces de unos niños Una mujer oscura baja en silencio hacia la huerta. De la arboleda que rodea al pueblo sube un aroma de olor verde y azul pálido. Un aroma de agua y clorofila somnolienta. Dulzura.  Pero el pueblo de Palazuelos, atenazado por la mura­lla viejísima y ciclópea. Color de crema apolillada. Color de antigüedad Más de cuatrocientos años llevan esas piedras una sobre otra, cumpliendo su misión de defender una cosa que no va a ser atacada. Una muralla absurda. Una muralla férrea. Austeridad.

Nos adentramos por las callejas de PaIazuelos A la plaza se entra por la puerta de un enorme torreón. La plaza es grande, abierta al sol y al viento. La plaza es como él patio de una casa grande. Un camión viejo descansa. Unos chiquillos pelirrojos se suben a un carro y se tiran desde él al suelo, entre gritos. Caminamos por las calles de Palazuelos Son calles estrechas, que no necesitan asfalto ni baldosas: su suelo es la misma roca. Son calles estrechísimas, qua parecen querer ahogar al caminante. Tenemos una grata sorpresa al llegar frente a la iglesia. Su entrada se cobija por varias archivoltas semicirculares del más puro y a la vez más sencillo, estilo románico rural. Oculta por los tejados de las casas, la espadaña triangular de la iglesia, maciza y gris, pregona su vetustez multisecular. Una gran fuente. Otra puerta por donde se sale del amurallado recinto para bajar a la huerta. ¿Conocéis vosotros a alguna persona de gesto huraño, de carácter seco, serio y altivo, pero de las que es muy difícil separarse, porque, a pesar de ello, posee un aroma dulce de bondad y nostalgia? Palazuelos es la imagen labrada en piedra de esas personas. Seres cuya presencia duele y cuya ausencia arranca lágrimas. Seres queridos. De la misma manera a Palazuelos hiriente es difícil abandonar sin un mínimo gesto de tristeza sin una última mirada deseosa de quedar allí, entre sus murallas carcomidas, para siempre.

Hubiera querido hablaros de la torre‑castillo que sus señores los Mendoza‑de la Cerda, duques de Pastrana, construyeron a un costado del pueblo, independiente de él, para una mejor defensa propia. Hubiera querido también poner algunas líneas sobre esta peculiar concepción del urbanismo que en tan escasas, villas se encuentra. Pero falta el espacio y creo que, para el que acuda a visitar este Palazuelos árido y dulce a un tiempo, le servirá como buen tema de meditación y comentario. Yo sólo quiero suscitar lugares que vosotros visitéis; invitaros a que un momento soñéis las antiguas edades y captéis su poesía. Yo, que soy el último en llegar á todos los lugares, no quiero, ni pue­do aspirar a más.

El Doncel en los sellos de Correos

 

Publicado en Nueva Alcarria el 12 junio 1968

A partir del próximo lunes, día 15 de julio, Martín Vázquez de Arce, el famoso Doncel de Sigüenza, tendrá un nuevo lugar donde descansar su joven mirada meditabunda y, cansada de largo peregrinaje, en torno a las dos hojas de su libro: el Doncel tendrá, además de su alabastro amarillento, un frágil papel, un minuto y multicolor papel en el que recorrer el mundo: el papel que quince millones de sellos de Correos darán cabida su largo sueño.

La estatua yacente del Doncel, que se conserva en la capilla de San Juan y Santa Catalina, de la catedral de Sigüenza, y que fundara su hermano Fernando de Arce, obispo de Canarias, ya ha dado la vuelta al mundo varias veces. Pero de una forma restringida, tímida, casi temerosa. En el Bachillerato ­aprendemos muchachos españoles que la estatua del Doncel y de autor anónimo, es probablemente la mejor muestra del arte funerario español del plateresco del, siglo X­V. Y ahí acaba todo lo que la inmensa mayoría de españoles saben de don Martín Vázquez de Arce. Ahora, y gracias a que un misterioso, casi inexplicable aire alcarreño ha soplado sobre las cabezas de los realizadores del programa filatélico español, don Martín cobra nuevas fuerzas, recibe una lluvia de millones de alas, y se prepara para invadir el mundo con su estampa de, castellana belleza y reposada hidalguía. ¡Qué ejemplo el del Doncel, de meditación y llana filosofía, ante el turbulento mundo que nos envuelve! Lástima que a todos los humanos nos de por estarnos calladitos y ser buenos chicos después de muertos, que es cuando ya no nos hace falta.

«Aquí yace Martín Vázquez de Arce, Caballero de la Orden de Santiago, que mataron los moros, socorriendo el muy ilustre señor Duque del Infantado, su señor, a cierta gente de Jaén, a la Acequia Gorda, en la Vega de Granada. Cobró en la hora su cuerpo Fernando de Arce, su padre, y sepultó en está su capilla, año 1486. Este año se tomaron la ciudad de Loja, y las villas  de Illora, Moclín Montefrío y por cercos en que padre e hijo se hallaron». Así dice la gótica inscripción sobre el recostado caballero seguntino. Resume en unos renglones la bella historia del hombre que muere a los 25 años de edad por libertar su tierra del poder infiel, ayudando a su señor, el Duque del Infantado, y en él representados a sus Católicos Reyes. Fernando del Pulgar, en su «Crónica de los Reyes, Católicos», hace mención de este hecho de armas en el que, junto a don Martín Vázquez de Arce, «muchos cristianos perdieron sus caballos y cayeron y fueron lisiados y desbaratados», entre ellos Juan de Bustamante y otros caballeros, es de suponer que alcarreños, pues todos ellos formaban en el escuadrón, de jinetes que, al mando del Duque del Infantado cuando iban a socorrer al obispo y corregidor de Jaén y sus gentes, que habían sido atacados por los moros, cayeron en una acequia de la Vega de Granada que los moros hablan inundado previamente para que los cristianos se movieran con dificultad con sus cabalgaduras y arreos. Es de suponer el dolor inmenso de aquél padre al recoger el cuerpo de su hijo muerto. El Doncel, a pesar de este sobrenombre con que es conocido don Martín, dejaba una hija, Ana. Dejaba padres, dejaba hermano. Pero dejaba también, una hazaña gloriosa, y una España cada día más grande y temible, y un silencio amarillo y perfumado, doliente eterno, españolísimo, en torno a su figura de aparecido.

Y es esta figura la que ahora ya a comenzar a repetirse por el mundo; la que, gracias a esa «locura» de los coleccionistas de sellos, llevará un nuevo retazo de la Historia y del Arte de España  a cada una de las veladas de estos hombres, entre los que sin vergüenza me cuento, que cada día aprenden una cosa nueva por obra y gracia de esos diminutos libros que son los sellos de correos.