En Cogolludo

viernes, 12 abril 1968 0 Por Herrera Casado

Publicado en Nueva Alcarria el 12 abril 1968

La casa que Enrique [Izquierdo] tiene en Cogolludo es de tres pisos. Todo su suelo es de baldosines, y en ella abunda el polvo, ese polvo «de antes de la guerra» que tantos recuerdos trae. En el segundo piso hay un piano de la tía, una caja de lata que dice «Membrillos finos y una butaquita de estilo modernista, forrada de seda rosa. En el piso tercero hay un cuarto donde se guardan todos los frascos de hierbas extrañas que su abuelo tenía en la botica. Esta habitación, en lo más alto de la casa, encierra un extraño misterio. Allí están encerrados años de evocación y de ciencia. Hay allí tarros de cerámica blanca, con adornos de flores en relieve. Tarros de cristales transparentes, de cristales opacos, que contienen hierbas secas, blancas bolitas, pastillas de muchos colores, desmenuzadas. Un olor mágico, inquietante, invade el ambiente. Más allá, una vieja estantería se curva bajo el peso de los libros: «Geografía, mundial», Madrid, 1919; «Nociones de Geografía de América», Madrid, 1929. Sobre la mesa hay uno titulado «La despedida de la Legión Cóndor», y en la portada se ven un soldado alemán y otro español, cogidos de la mano, sonrientes, cantando bajo la bandera roja y gualda. También en el tercer piso de la casa que Enrique tiene en Cogolludo, hay una pequeña galería que da a la plaza Mayor del pueblo. Esta galería tiene el techo muy bajo, y en ella se respira el aroma de piedra que baña todo el caserío, mezclado a ese extraño olor de madera vieja que forma la barandilla y el techo de la galería. En la parte posterior de la casa hay una terraza desde la que se contempla el ancho campo de Cogolludo. Al fondo se divisa raya inconmensurable entre el olivar y el cielo la meseta alcarreña. El campo es ondulado; y ahora, en primavera, verdea débilmente. Emborronándolo a intervalos, las nubes se deslizan por el cielo como enormes vacas grises trashumantes. A la salida del pueblo se ve el cuartel de a Guardia, Civil. Parece un palacio en miniatura un palacio venido a menos.

El sótano de la casa que Enrique tiene en Cogolludo es grande. Por una puerta se sale a un pequeño huertecillo abandonado. En él crecen altas hierbas. En el sótano hay un recinto rodeado de alambrada donde cinco conejos  rumian su hierba y sus horas monótonas.

‑ ¿A que no eres, capaz de coger a ese blanco? ‑ le digo a Pepito, el hijo del encargado de la casa que Enrique tiene en Cogolludo.

‑ ¿El blanco? ‑me dice el niño mientras de un salto se mete en la conejera.‑ Ese es el más bueno.

Y Pepito echa a correr tras el conejillo, que se esconde detrás de los sacos, de los cajones, de los maderos. Milagritos, una de las pequeñas hermanas de Enrique, chilla al ver aparecer al conejito blanco detrás de un cajón. Al fin, Pepito me enseña el conejo entre sus brazos. El chiquillo rubio, pecoso, todo nervio, sonríe satisfecho.

‑ ¿Lo ves? Es muy fácil cogerle.

Bueno… ahora lo dejas otra vez, ¿eh?­

Arriba, al nivel de la plaza, está la cocina. Es una hermosa cocina de pueblo español. Sobre la campana se alinean cacerolas, satenes y cazos, limpísimos, relucientes. Un almirez dorado preside la colección de objetos de cocina. Sobre las brasas, una enorme sartén, una “paellera” gigante. El arroz va tomando un delicioso color dorado. El aceite dispersa en el aire un olor fuerte, que llena la boca y abre el apetito. El padre de Enrique es de Levante y ha servido en el Ejército de África. Enrique nació en Larache. El padre de Enrique es un enamorado de la paella valenciana. Hoy quiere obsequiarnos con una hecha por él mismo. Mientras nos cuenta cosas de los moros ceutíes y marroquíes, da vueltas al arroz con una larga paleta. Un gato negro merodea un momento por la cocina, y al fin se sienta juntó al fuego, bajo la sillita donde está sentado el padre de Enrique.

Poco después, nos dirigimos al comedor. Hace frío en el comedor. Esto es porque está algo alejado de la cocina. La primavera es bastante fría por estas altas tierras de Guadalajara. Comemos los tres, acompañados de dos labradores. La enorme paellera va quedando vacía entre los cinco, gracias a que el tinto la ayuda a pasar por la garganta. El padre de Enrique continúa contándonos anécdotas de África y de los moros.

Afuera ha empezado a llover. Por la ventana se ve la plaza Mayor de Cogolludo. El pueblo está desierto. El aire frío agita violentamente las ramas de los árboles, ya con ligeros retoños verdes en ellas. Volvemos al calor de la cocina. La charla se prolonga. La tarde va pasando lenta, monótona, sosegadamente. Cogolludo está en silencio, quieto, gris y blanco, oscuro, polvoriento.