Un paseo hasta Tamajón

viernes, 6 febrero 2004 2 Por Herrera Casado

Viajamos una semana más por las tierras de Guadalajara, y nos vamos rumbo a las azules sierras que se dibujan sobre el horizonte norteño de la provincia. Ante la mole pizarrosa del Ocejón se dibuja un pueblo grande y con solera, Tamajón, rodeado por los cerros colindantes de otra aldeas que precisamente en estos días del inicio de febrero se ofrecen múltiples y coloristas en fiestas de botargas: Retiendas, Beleña, Almiruete… y luego en primavera Valverde, y la Huerce, y Galve… ante esa lejanía que está, sin embargo, tan cerca, nos colocamos e iniciamos viaje, que será breve, pero con sustancia.

Tamajón puede ser considerado la puerta de ese “Parque natural y arquitectónico” que hoy es, a la espera de que se le siga apoyando para recibir el merecido tratamiento de Patrimonio de la Humanidad, la comarca de la “Arquitectura Negra”.

Sobre una llanada amplia, al pie mismo de las altas y frías serranías de la Somosierra, encontramos esta villa de Tamajón, que alcanzó en siglos pasados gran prosperidad como centro comercial y nudo de comunicaciones con el resto de los pue­blos y lugares que se esconden en las anfractuosidades de estas montañas, y aun con aquellos otros lugares que están al otro lado de ellas, hacia el norte. Lo limpio y sano de su aire, el magnífico paisaje que sobre este pueblo se cierne, hizo que ya en el siglo XVI se fijaran en él los agentes del rey Felipe II, como uno de los posibles lugares donde colocar su monasterio real de San Lorenzo, que finalmente llevó al Escorial, bajo el Guadarrama.

De la historia de este lugar, aquí lo justo: fue reconquistado al tiempo que todas las vegas del Jarama y Henares, por Alfonso VI, a finales del siglo XI. Perteneció en princi­pio al Común de Villa y Tierra de Atienza. Posteriormente el rey Sancho IV se lo donó en señorío a su hija la infanta doña Isabel, y ésta se lo traspasó en la misma calidad a doña María Fernández Coronel, su ama de compañía. Ya en el siglo XIV pasó este lugar a engrosar los abultados dominios del caballero don Iñigo López de Orozco, quien a su muerte se lo dejó a su hija doña Teresa López, segunda mujer del magnate alcarreño don Pedro González de Mendoza, a partir de quien quedó en esta casa nobiliaria. Vemos así, cómo don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, deja el lugar de Tamajón en herencia a su hijo don Pedro Hur­tado de Mendoza, de quien pasó a sus here­deros, ramas secundarias de los Mendoza, encontrándonos con que en 1536 pertenecía Tamajón a doña Guiomar Carrillo de Men­doza, y en ese mismo siglo fue de don Diego de Mendoza y de doña María de Mendoza y de la Cerda, constructora esta última del palacio de esta familia en el centro de la villa, y del monasterio de San Francisco en sus aledaños, instructora y amiga de la princesa de Éboli. En el seño­río de esta familia continuó hasta el siglo XIX.

Un paseo por el pueblo

Sorprende en un principio Tamajón por lo bien urbani­zado, lo recto de sus calles y lo uniforme de sus edificios. Guarda esta estructura de calles paralelas y en perpendicular perfecta, con plaza central y la iglesia a un extremo y en alto, desde el siglo XVI. Destacan en el conjunto de sus edificios civiles el palacio de los Mendoza, situado en la calle mayor, junto a la plaza. Tras haber permanecido muchos años medio en ruinas, fue con acierto restaurado, aunque sólo se pudo conservar la portada, y el resto se ha rehecho con funciones de Ayuntamiento. Lo que queda nos  da la imagen de un ejemplar magnífico de la arquitectura civil plateresca. Puede datarse su construcción a mediados del siglo XVI. En recia piedra sillar de la zona, esa “piedra dorada de Tamajón” que sirvió para levantar, entre otros, el palacio del Infantado en la capital, la portada se estructura con un gran portón lateral, de arco semicircular adovelado, y sobre él, un escudo circular que, muy deteriorado, se hace hoy imposible de identificar. Empotrado en el muro, se ve también un gran escudo, con las armas de Mendoza y la Cerda esculpidas, en medallón y frisos cuajados de grutescos. Diversas ventanas de traza sencilla completan el conjunto.

Para quien quiere admirar por nuestros pueblos los ejemplos solemnes de viejas casonas, en Tamajón se pueden ver la de los Montúfar, con portada de sencillo barroquismo, propia del siglo XVII en sus finales, y gran escudo con yelmo y lam­brequines de rectas plumas, mostrando las armas de esta familia con otros entronques; la «casa del marqués», que no posee escudo ni detalles artísticos, pero que está construida totalmente en bien tallados sillares de la dorada piedra de Tamajón; y otra casa, de algún labrador, que en su dintel lleva tallado un escudete en que se representan los elementos de su trabajo: una hoz, un hacha, un azadón y un martillo.

Al extremo de la villa llegamos a la iglesia parroquial, que en sus orígenes fue románica, conservando de aquella época una docena de interesantes canecillos, con carátulas corrientes y personajes del siglo XIII en diver­sas y curiosas actitudes, hoy colocados sobre el muro meridio­nal del templo. Lo actual es del siglo XVI en su primera mitad, y consiste en un atrio porticado, con arcos semicircula­res apoyados en sencillos capiteles de geométrica traza; de un total de nueve sobre el lado mayor, el central sirve de acceso, y los restantes presentan una alta baranda de piedra. A los pies del templo hay una torre. En su interior, de tres naves separadas por gruesas pilastras sobre las que cargan semicirculares arcos, destacan las bóvedas de crucería.

En el pavimento de la nave central, aparece gran cantidad de lápidas funerarias. La cabecera del templo se forma por tres capillas en las que rematan las correspondientes naves. En una capilla del lado de la epístola, construida por la familia Montúfar en el siglo XVI, se ven escudos policromados y esta leyenda pintada en el friso: «Esta capilla mandaron hacer, a honrra y gloria de Dios, Alonso de Montufar, natural de esta Villa, i Olalla Martínez, su muger, vezinos que fueron de la villa de Madrid. Acabose en el mes de febrero año de mil y quinientos noventa y seis años.» Las estatuas orantes, talladas en alabastro, de estos señores que adornaban la capilla, fueron destruidas en la Guerra Civil de 1936‑39.

En las afueras del pueblo, aparte de algunas ermitas, se conserva el edificio de la antigua fábrica de vidrios, que en el siglo XVIII y aun en el XIX, produjo gran cantidad de bellos productos en material suavemente azulado. Otro conjunto de ruinas, al sur del pueblo, viene a señalar el lugar en que asentó el monasterio de la Concepción de la Madre de Dios, de frai­les franciscanos. Lo fundó en 1592 doña María de Mendoza y de la Cerda, y dio para ello la enorme cantidad de 12.000 ducados más varias tierras, cuadros y obras de arte. Enco­mendó el cuidado y patronato del convento a su primo el poderoso duque de Pastrana. La iglesia hubo de ser recons­truida de nuevo en el siglo XVIII, pero tras la desamortización de 1835 el convento quedó vacío, y las pie­dras de su iglesia y dependencias sirvieron a los vecinos del pueblo para construirse casas nuevas. Hoy sólo queda del antiguo cenobio el perímetro anchísimo, y, en su interior, leves muestras de la que fue iglesia, claustro, y muy poco más.

En el término de Tamajón, camino de Majaelrayo y de la zona hoy tan visitada de la Arquitectura Negra, sobre un altozano desde el que se divisa el cercano picacho del Oce­jón, se alza la ermita de Nuestra Señora de los Enebrales, muy venerada en toda la comarca, donde a la Virgen la lla­man «la Serrana» y se hacen alegres y nutridas romerías el domingo siguiente a la Natividad de María. La tradición dice que esta Virgen se apareció, en este mismo lugar, cuando el párroco de Tamajón se dirigía al pueblo de El Vado a decir misa, y fue atacado por una gran serpiente amenazante, que fue vencida por el resplandor de la Virgen aparecida sobre su enebral, y el cura puesto a salvo. Esta leyenda se pintó al fresco en el muro norte de la ermita, que es construcción del siglo XVIII. Quiere también la tradición popular mantener siempre, día y noche, una puerta abierta del templo, para evitar apariciones demoníacas a los cami­nantes.