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julio, 1997:

Sal y salinas por Guadalajara

 

Repasando el temario históri­co relativo a nuestra provincia, vemos que existen una serie de motivos, personajes, épocas o pueblos que son una y otra vez traídos a colación, examinados y tratados exhaustivamente, mien­tras otros, que también son muy interesantes, apenas nadie los re­cuerda. Uno de estos temas olvi­dados, pero con grandes posibi­lidades de estudio en su torno quisiera hoy poner a la conside­ración de mis lectores, con la es­peranza de que entre ellos surja quien valientemente realice su análisis a fondo: me estoy refi­riendo a las explotaciones de sal que en nuestra provincia todavía existen, y que en siglos pasados fueron importantes fuentes de ri­queza.

Los grandes centros salineros

Tres grupos de salinas o cen­tros salineros existen fundamen­talmente en nuestra provincia. Otros más pequeños, aislados y ya abandonados se prestarían a ser incluidos en el amplio análi­sis que propongo, pero hoy los dejamos de lado.

Esta es la situación de los tres cen­tros principales salineros: el primero entre Sigüenza y Atien­za (las salinas de Imón, Gorme­llón y Bujalcayado); el segundo, en el Ducado (de Medinaceli antiguamente), con las salinas de Riba de Saelices, Saelices de la Sal y La Loma) y el tercero en el Señorío de Molina (Salinas de Armayá).

Las salinas de Imón son famo­sas desde la más remota antigüe­dad. Se sitúan en el curso del río Salado, que antes pasa por el va­lle de Riba de Santiuste, dejan­do también a trechos su huella mineral. Más abajo viene a dar las salinas de Gormellón, situa­das en el camino de Santamera poco antes de entrar el río en su estrecha garganta rocosa. Las sa­linas de Bujalcayado, que asien­tan en lo hondo del breve valle presidido por el lugar de tal nom­bre se enmarcan en el mismo sistema hidrográfico que las an­teriores. Las aguas salinas de este río están siendo hoy represadas en el embalse de El Atance.

Las Salinas del Ducado tam­bién tuvieron gran importancia en remotos siglos, llegando a dar nombre a dos pueblos: Riba de Saelices, y aun Saelices de la Sal, en el que asienta el comple­jo más grande de este tipo de explotación hidro‑geológica. En el cauce del río Salado, en término de La Loma, y junto a los dos anteriores pueblos, también se extrae el blanco elemento.

En Molina las salinas de Arma­yá se sitúan sobre el cauce del arroyo Bullones. Surtieron de sal al señorío desde los primeros si­glos de su poblamiento, y alcan­zaron gran prosperidad poste­riormente.

La huella de unas y otras ha quedado en los documentos his­tóricos.

La lentitud y dificultad de las comunicaciones en siglos pasados, que dificultaban la lle­gada de la sal desde sus explota­ciones marinas, hizo que se apro­vecharan al máximo los ríos y arroyos que, por arrastrar clo­ruro sódico desde sus manaderos subterráneos, podían proporcio­nar abundante sal en el interior del territorio. Así en los docu­mentos reales, eclesiásticos y particulares que se refieren a la historia de Guadalajara, apare­cen en numerosas ocasiones re­ferencias a las salinas. Las de la proximidad de Atienza fueron ad­ministradas por los Reyes de Castilla, regalando de vez en cuando a los nobles, obispos y monasterios, algunas parcelas de la ganancia. También fueron rea­les las del Ducado, y las de Mo­lina pertenecían a sus señores, que ya sabemos fueron los Reyes de Castilla desde el siglo XIII. Sus rentas, cuantiosísimas, eran donadas en parte a instituciones religiosas o a particulares. Sería una hermosa tarea ir recogiendo documentación referida exclusi­vamente a esta industria saline­ra, y las oscilaciones de su rique­za y explotación, así como el cam­bio de dueños, a lo largo de los siglos.

Huellas de sal por Guadalajara

La huella de las salinas en la nomenclatura geográfica ha sido también notable y merece ser es­tudiada. Recordemos ahora que en Guadalajara capital, el camino que venía desde Alcalá por el va­lle del Henares, tras cruzar el puente del río, se dividía en dos, bordeando a la ciudad por levan­te y poniente. El de levante, que abrazaba al caserío por el borde norte del barranco del Alamín, era el llamado camino salinero pues por allí venía la sal desde el ducado cifontino. En la misma villa de Cifuentes rodeada de murallas durante siglos, unas de sus puertas, que aún en parte se conserva a levante del pueblo, era llamada «la puerta salinera», pues por ella entraba el camino de Saelices, por el que gran parte del tráfico que discurría estaba relacionado con la explotación de sus salinas.

Las huellas que en todos estos lugares quedan de la antigüedad son también sumamente intere­santes, y merecedoras de un es­tudio completo. Amplias extensio­nes de pequeños estanques, con su estructura de grandes piedras rodadas, caminos, compuertas, etc. y sus construcciones para el almacén de los aperos y de la sal recogida, están aún en perfecto estado tal como en el si­glo XVIII, durante el reinado de los primeros Borbones, se construyeron en un afán de potenciar todo este tipo de industrias que dieran trabajo a mayor número de personas, y riqueza a la zona. Así, aún podemos ver el gran edificio de las salinas de Ar­mayá, de mitad del siglo XVIII, en un estilo arquitectónico fun­cional y muy bello; de planta ca­si cuadrangular, de unos 40 me­tros de lado, su interior es muy diáfano y todo el armazón de la techumbre va visto y sostenido por 24 grandes columnas, cada una de una sola pieza de made­ra, escuadradas, y una altura las más altas del centro, de unos 14 metros. El tejado es a dos aguas, con durmientes muy largos. Los muros son de cal y canto, y pre­senta como protección para las tensiones laterales unos contra­fuertes exteriores en forma de bóvedas de medio cañón. En la parte que da a los manantiales salinos (al sur) presenta un gran porche cubierto, donde descargaban los carros de sal. La cum­brera tiene un leve chaflán en los dos extremos, que la convierte en cubierta a tres aguas. Este mis­mo tipo de construcción gigan­tesca y airosa al mismo tiempo, se repite en las salinas del Duca­do, y en las de Atienza, pues to­das son de la misma época, y aún quizá, pensamos, de la misma mano diseñadora.

Unas salinas inesperadas

Entre las más pequeñas explo­taciones salineras, recordemos especialmente las de La Inespera­da, junto al río Tajo, en las espesuras que van del Hundido de Armallones a la desembocadura del río Ablanquejo. Aprovechan la salinidad de un pequeño arro­yo que vierte al Tajo, y muestran también su encanto, aunque ya abandonadas, al viajero que «in­esperadamente», se las encuentra en aquel remoto lugar.

Es tema éste que, aunque inha­bitual y casi olvidado de todos merece también una atención por parte de los estudiosos, una visita por la de los viajeros y tu­ristas, una preocupación por la de autoridades que han de cuidar de la conservación de un patri­monio arquitectónico y social, que, como éste, es testigo fiel ‑­todavía muy bien conservado- de pasadas épocas.

Sopetrán renaciendo

 

Unos trece siglos, según las cronologías más generosas y legendarias, tiene de existencia el monasterio de Sopetrán. Poco más de seiscientos años, realmente, es lo que cuenta de historia cierta. Que no está nada mal. En cualquier caso, a un cuarto de hora de viaje desde Guadalajara, junto al caserío de Torre del Burgo, poco antes de alcanzar Hita, a la orilla izquierda de la carretera de Soria, y en lo que fue antiguo Camino Real de Navarra, se alzan hoy las todavía eminentes ruinas de la Abadía de Santa María de Sopetrán, uno de los centros de la espiritualidad monástica benedictina de Castilla.

Sopetrán renace

Traigo esta memoria a mis páginas habituales porque en Sopetrán está ocurriendo algo que merece ser sabido. Algo que entronca con un devenir de largos siglos de historia. Un monasterio que ocupó la parte más llana y ancha del valle del río Badiel, en plena Alcarria, alcanza ahora, en renovada vivencia, su sexta fundación. Unos monjes (Miguel Antonio y Juan Carlos, toledano el primero, guipuzcoano el segundo) benedictinos que proceden de Leyre, están moviéndose para levantar en aquel lugar de paz y serenidad una nueva bandera benedictina: muchas coincidencias se han sucedido, en los dos últimos años, para llegar a lo que ahora existe, y se están poniendo las bases que entregarán a aquel entorno el ancestral sabor que siempre tuvo: el de un lugar de oración, de acogida, de hospedaje, de tolerancia, de cultura y sabiduría, que tanto necesita nuestro mundo de hoy.

Seis fundaciones en Sopetrán

El pasado viernes 4 de julio, los miembros de la Asociación Castellano-Manchega de Escritores de Turismo, que cuenta con plumas muy conocidas de toda la Región, giró una visita a Sopetrán y convivió un día entero con su joven Comunidad de monjes. Ver, escuchar, reflexionar. Un paseo por el entorno del valle, una visita detenida a las ruinas históricas, mirando lo que queda, la belleza del claustro barroco, y las posibilidades que tiene de cara al futuro, y un encuentro en las nuevas y actuales instalaciones, que acogen ya a la Comunidad, incluida un pequeño templo, sala de reuniones, refectorio, hospedería, etc.

Me correspondió el honor, en esta Reunión de la ACMET, de exponer una primera ponencia sobre la evolución histórica de Sopetrán. De decir cómo era esa larga secuencia de fundaciones y abandonos la que engarzaba con este renacer de ahora. En el año 611, por orden del rey visigodo Gundemaro se comenzaba a edificar el primitivo monasterio, alrededor de la ermita llamada de Sopetrán ya por entonces. Terminado por Chindasvinto, y destruido por los árabes en el año 728, fue reconstruido, gracias a la perseverancia de algunos cristianos mozárabes de la zona y al apoyo dado por San Eulogio, que tanto favor gozaba en la corte mahometana del cordobés Abderramán, en 847, y fue entonces cuando vinieron los monjes benedictinos desde el Convento Agaliense, en las afueras de Toledo. No debió durar tam­poco mucho tiempo este cenobio mozárabe, del que nada queda arquitectó­nica ni documentalmente, siendo destruido antes de finalizar el siglo XI, por el rey moro Adafer de Toledo. Según la tradición piadosa que durante siglos mantuvieron los monjes de Sopetrán, la tercera fundación de este monasterio se debe a un fabuloso milagro ocurrido junto a la fuente cura­tiva que aún hoy se conserva. El príncipe Haly Maymún, hijo de Almamún de Toledo, en el año 1055 regresaba a la ciudad del Tajo arrastrando enorme cantidad de prisioneros cristianos hechos en alguna correría por la frontera del Duero. Al llegar al valle de Solanillos, rompiéronse las cadenas de los cristianos, huyeron temerosos los árabes, cayó postrado el príncipe ante la «Virgen María, que llena de piedad y gracia, descendió del Cielo en cuerpo y alma, acompañada de innumerables ángeles y vírgenes gloriosas, cercada toda de una luz tan grande y resplandor, que hacía ventajas a las luces y resplandores del Sol». Quedó María sobre una higuera, y desde allí habló al moro, catequizándole con rapidez, consiguiendo de él que, después de un viaje a Roma, volviera a Sopetrán y allí esperara la muerte, que tardó aún quince años en llegar, haciendo el bien entre los cristianos mozárabes de Hita, que a su vez le ayudaban y querían. La cuarta fundación, y aún no es la última, se debe al castellano Al­fonso VI, que agradecido a la Virgen de Monsalud por haberle librado de la muerte en una pelea a brazo partido que tuvo con un oso en estos para­jes, edificó una pequeña iglesia, un pobre claustro «de tierra y ladrillos» poniendo a su cuidado una reducida comunidad de canónigos regulares de San Agustín, a los que, para su mejor manutención, donó las villas de Hita y Torija con sus respectivas fortalezas y términos. Luego despoblado, fue en 1372, el 27 de junio exactamente, cuando tuvo lugar la quinta fundación, la realmente histórica, a cargo del arzobispo de Toledo don Gómez Manrique. La do­nación del arzobispo fue bastante amplia, incluyendo en primer lugar «la iglesia antigua y capilla de Nª Sra. que había edificado Alfonso VI», aña­diendo a ello los bienes que pertenecían al Santuario, que no se especifican, pues constarían en el documento dado por Alfonso VI, y que se ha perdido. La iglesia del monasterio quedaba como parroquia de varios pue­blos colindantes, Solanillos, Tres Casillas, Torre de don Vela, Torre del Burgo y Heras de Ayuso, hasta 1560, en que quedaron despoblados los tres primeros lugares, levantando iglesias propias los dos últimos, aunque en ellas siempre conservaron los monjes la prerrogativa de dirigirlas y atender­las.

A Sopetrán le llegaron ayudas de reyes y señores. Fueron especialmente numerosas las gracias y donaciones hechas por los Mendoza alcarreños. Tanto el primer marqués de Santillana, como sus hijos el Cardenal Mendoza y el primer duque del Infantado, les entregaron dinero, les ayudaron a construir la iglesia, les regalaron altares, pinturas y tallas. Un largo etcétera que se vio completado con el patronato del monasterio por el duque del Infantado, don Rodrigo de Mendoza, en 1646, y los favores de los monarcas de la Casa de Austria, que siempre que viajaban de Madrid a Navarra paraban en el monasterio de Sopetrán a descansar y dormir.

Lo que hoy se ve en Sopetrán

Poco queda hoy de lo que fue gran reducto de los «monjes negros». Grandes paredones orientados al sur y al poniente. Masa pétrea que da al levante y amplio roto al norte, donde estuvo la iglesia, de la que sólo quedan las cuatro enor­mes basas del crucero, y al­gunos restos de claves y ner­vios de la bóveda caídos por el suelo. En un ángulo, crece verde y lozana la antigua higuera sobre la que dice la tradición que se apareció la Virgen, y que siempre estuvo la mitad dentro de la iglesia, y la otra mitad fuera.

El claustro, realmente espectacular y grandioso, se co­menzó en el siglo XVII, sien­do abad fray Alonso Ortiz. Consta de dos arquerías su­perpuestas, sostenidas por recia columnata la de abajo y algo más ligera la superior, dentro de un estilo toscano, puramente clasicista, muy herreriano. Es la pieza artís­tica que mejor se conserva y que confiere todo el valor de riqueza espiritual que hoy tienen las ruinas de Sope­trán.

Queda también, trescientos metros al oeste del monasterio, la Capilla de la Fuente Santa, nudo gordiano del enclave mariano, donde quiere la piedad popular que fuera bautizado el moro Haly Maymún de manos de la mismísima Virgen María, y en cuyas aguas frías y cortantes se cerraban «milagrosamente» las hernias abdominales de los niños «quebrados» que allí se introducían. La actual capilla es obra de fray Esteban de Tejada, que la edificó mediado el siglo XVI (1547), y conserva en perfecto estado el gran ventanal norte, mezcla del gótico y el renacimiento, con una serie de seis delicados capiteles ita­lianizantes sosteniendo una tracería calada bajo el arco del ventanal.

Propuestas para el futuro

La reunión de los Escritores de Turismo de nuestra región, entre los que contamos al poeta Alfredo Villaverde, el historiador Martínez Gómez-Gordo, el periodista José Navarro-Ferré, la editora y poetisa Julie Sopetrán, y varios otros, fue provechosa en cuanto a propuestas realizadas en orden a promover todo tipo de iniciativas que ayuden este renacimiento de Sopetrán en el contexto, no sólo de densificar el tejido histórico y monumental de la Alcarria, sino de ofrecer nuevos recursos turísticos a ese creciente capítulo del «turismo rural, interior o cultural» que tanto tiene que decir en Guadalajara.

En ese sentido, copio aquí las Conclusiones que elaboraron por unanimidad los miembros de la Asociación Castellano-Manchega de Escritores de Turismo, y con las que quedaron comprometidos para promocionar y estimular el desarrollo de este enclave que ahora renace:

* 1 – Situar a Sopetrán, de forma destacada, en todas las guías turísticas de la provincia y región, destacando su historia, su arte y su costumbrismo.

* 2 – Apoyar el renacimiento de Sopetrán, su dinámica espiritual, cultural y de alternativa turística, en cuantos medios estén al alcance de los Escritores de Turismo de nuestra Asociación.

* 3 – Apoyar la Ruta Turística «Camino del Arcipreste de Hita» que pasa por Sopetrán.

* 4 – Estimular por todos los medios el turismo hacia el valle del Badiel: Sopetrán, Hita, Valdearenas, Valfermoso de las Monjas, Muduex, valorando la oferta existente de historia, arte y naturaleza, y las nacientes ofertas de alojamiento y participación.

* 5 – Promover la creación de una Página Web en Internet que ofrezca el conjunto de elementos de este contorno, de cara a mostrarlo a un amplio nivel de interesados: buscar los espónsor necesarios que mantengan esta página que comprendería:

a) exposición de pueblos y lugares (Sopetrán, Valdearenas, Hita, Muduex, Valfermoso de las Monjas y otros que quieran sumarse)

b) anuncio de actividades concretas y temporales (Congresos, Jornadas, Reuniones, Festivales, etc.)

c) buzón de sugerencias y de petición de información

d) base de datos de bibliografía y recursos.

De hecho, y pocos días después de este encuentro, surgieron ya algunas páginas en la Red Universal que ofrecen visiones de este entorno de nuestra provincia. Unos recursos ya conocidos, como el que Hita y su Ayuntamiento mantiene en http://www.hita.com; Otro de gran calidad que habla de Valdearenas, su historia y su oferta turística, legible en http://esfera.com/valdearenas, y finalmente el recién creado sobre el Monasterio de Sopetrán, al que se accede tecleando http://www.redestb.es/personal/aache/sopetran.htm.

Unas formas nuevas para contactar con esencias tradicionales. En cualquier caso, un lugar que espera a todos mis lectores con sus puertas abiertas y su maravillosa presencia de paz y concordia entre las arboledas del Badiel, junto a Torre del Burgo, a poco más de 20 Km. de Guadalajara.

El castillo de Santiuste, cerca de Corduente

 

Centrando la fértil vega del río Gallo, antes de que dicho curso de agua penetre en las profundidades de la Hoz, se nos presenta el enclave de Corduente como una imagen ideal de población en leve cuesta, rodeada de feraces huertas, densas arboledas, algunos campos de cereal, y un sinfín de montañas y alturas cubiertas de pinares. Es, sin duda, un lugar ideal para el descanso, para la vacación veraniega, y de ese modo ha sido elegido por muchas personas, que animan extraordinariamente este pueblecito durante la estación del estío. Su término es abundantísimo en maravillas naturales, pues a los bosques de pino se añaden los picachos agrestes, y diversos arroyos que van a dar en el Gallo, todos ellos cargados de cangrejos. En su término municipal se incluye parte de la orilla derecha del lo que va a ser el «Parque Natural del Alto Tajo», reserva ecológica de interesante fauna, flora y paisajes. Es también de gran encanto y muy recomendable para pasar un día de excursión el lugar de «La Dehesa», en medio de un denso pinar, adecuado por el ICONA con mesas rústicas, barbacoas, etc., para el disfrute pleno y ordenado, de la naturaleza. Similar, y por encima de toda ponderación, es el entorno del «barranco de la Hoz», que corre río abajo, hasta Torete, ofreciendo mil y un rincones donde pasar la jornada campestre.

Algo de historia

Este lugar se pobló en el siglo XII, al compás de la repoblación del Señorío por sus señores los Lara. Fue siempre concejo comunal. En el siglo XVII, año de 1640, creó el Estado una fábrica de armas en sus alrededores, fundiendo en ella balas y bombas, con el fin de abastecer a los ejércitos que se dirigían a la campaña de Cataluña por esos años. El año 1642, el rey Felipe IV visitó esa fábrica y el término de Corduente, saboreando y ponderando mucho las truchas del río Gallo, hasta el punto de que mientras duró la guerra contra Cataluña, y lejos el rey ya de Molina, siempre pedía que el pescado de río fueran truchas del Gallo.

El castillo de Santiuste

En los alrededores de Corduente se encuentra el enclave de Santiuste, que muestra un interesante castillo, hoy salvado de la ruina por una cuidada restauración de sus propietarios, don Antonio Ruiz Alonso y familia. Perteneció desde la repoblación como lugar al Común de Molina, pero en 1410 lo adquirió por compra, en señorío, D. Juan Ruiz de Molina o de los Quemadales, el «caballero viejo», quien en 1434 consiguió un privilegio del Rey Juan II por el que obtenía la facultad de edificar «una Casafuerte con quatro torres enderredor, así de piedra como de tapia tan alta como quisiéramos, con almenas e petril, e saeteras e barreras» para de ese modo colaborar en la defensa contra Aragón. Efectivamente, Ruiz de Molina levantó su castillo, de planta cuadrada, con un recinto exterior circuido de desaparecidos muros y torreones esquineros, y un recinto interno o casa‑fuerte propiamente dicha, que es lo que hoy subsiste, con cuatro torres en las esquinas, y una puerta orientada a levante formada por un arco de medio punto de gran dovelaje, y sobre ella el escudo de los Ruiz de Molina. Este castillo pasó luego al mayorazgo familiar, del que más tarde se constituyó en marquesado de Embid.

La necesidad imperiosa de restaurarlo

Cualquiera que acuda a ver Santiuste, a gozar de su evocadora imagen medieval, de los fuertes contrastes de sus muros con el pinar circundante, quedará anonadado al ver cómo parte del castillo está a punto de venirse abajo. La inminencia de ese desplome es hoy mayor que nunca. Cuando en 1973 adquirió la familia Ruiz Alonso este edificio, ya se había venido al suelo la mitad de uno de los torreones que en 1936, según describía Layna en su famoso libro «Castillos de Guadalajara», estaba amenazando ruina. En ese año, hace ahora un cuarto de siglo, en Santiuste todo era desolación y ruina. Incluso la anterior propiedad había barrenado cuanto pudo para sacar piedra y venderla en carretadas. Los torreones que quedaban en pie albergaban pocilgas y palomares, mientras que a los viejos muros molineses se adosaban cobertizos indignos y parideras malolientes.

El tesón, el entusiasmo, la aportación de un caudal inmenso de procedencia estrictamente particular posibilitó que el castillo de Santiuste junto a Corduente renaciera, como el Ave Fénix, de sus propias cenizas, y se constituyera en un elemento patrimonial que daba belleza y apuntaba posibilidades para la comarca entera. Se ha limpiado su acceso, se han despejado sus muros, al interior y al exterior, y se ha adecuado el entorno para darle dimensión humana, dimensión no sólo europea, sino molinesa, cordial, de limpieza y acogida. Llegan de vez en cuando excursiones a las que el dueño invita, a un café o a un vino, y les deja que se emocionen mirando exterior e interior de tamaño castillazo.

Pero queda todavía mucho por hacer. Desde hace 20 años Ruiz Alonso sigue estudiando el edificio y procurando mejorarlo, salvar lo que se pueda de él: En 1977 se ejecutó un proyecto de consolidación con ayuda de la Dirección General del Patrimonio Artístico; en 1981 se hizo un ensayo geotécnico por el Instituto Nacional para la Calidad de la Edificación, y la propiedad ha encargado, el pasado mes de mayo de 1997, a un arquitecto particular la realización de un nuevo proyecto de pilotaje, que contendría la inclinación y el peligro de derrumbe de las torres occidentales del castillo de Santiuste. Los costos para llevarlo a cabo son tan elevados que será imposible llevarlo adelante si no llega ayuda oficial. Como, por otra parte, una orden de 13 de febrero de 1997 de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha ha regulado la concesión de subvenciones para obras en castillos de la Región, el propietario de Santiuste ha visto crecer su esperanza de que muy pronto se inicie esa ayuda, se pongan los medios para evitar que las torres de Santiuste se vengan abajo. Sería, si llegara a ocurrir, una lamentable pérdida, y desde luego algo llamativo: que a las puertas del siglo XXI, en Castilla se sigan cayendo los castillos por falta de ayudas.

No me queda sino recomendar a quien tenga poder y autoridad para ello, que no se olvide de este elemento castillero molinés, tan interesante por su historia y su arquitectura. Que tenga en cuanta todo lo que ya ha hecho su propietario por salvarle. Y que se pongan manos a la obra para dejarle seguro, bien afirmado en ese suelo que palmo a palmo sabe de historias, de leyendas, de fabulosas páginas seculares.

En el centenario de Juan Creus y Manso, un cirujano alcarreño

 

Se cumple en estos días el Centenario justo de la muerte de un ilustre alcarreño, los cien años exactos en que abandonaba el mundo de los vivos, rodeado de la fama que a lo largo de su vida consiguió cosechar, un personaje del que puede decirse, con toda justicia, que «marcó una época». El recuerdo de esta efemérides, como con tantas otras cosas que lleven el sello de lo cultural estrictamente provincial, ha pasado desapercibido hasta este momento, en el que la nobleza nos obliga a recordarle aquí públicamente.

Cuando en 1928 se celebró el centenario de su nacimiento, se hizo con solemnidad mayúscula, en Granada, ciudad en la que ejerció su profesión durante mu­chos años, y donde recibió sepul­tura. Se editó un libro con el ho­menaje de sus discípulos y ami­gos, y, en Guadalajara, el Colegio de Médicos colocó una placa de mármol en la fachada de la casa donde nació don Juan Creus, en la antigua calle de Budierca, hoy señalada con el nombre del ilus­tre doctor.

Una figura señera de la ciencia médica

Fue don Juan Creus y Manso una de las figuras más señaladas de la Cirugía española en el si­glo XIX. Pionero en muchos cam­pos de la actuación operatoria, fue su misión la de ir introdu­ciendo cuantas novedades surgían en la cirugía mundial del momen­to, e incluso modificar técnicas y crear algunos procedimientos ori­ginales. Esta época «heroica» de la cirugía hispana, con rudimen­taria anestesia y balbuceos de an­tisepsia, fue dirigida por hombres como Federico Rubio y Galí, Ale­jandro San Martín y Satrústegui, José Ribera y Sans, Salvador Car­denal y Juan Creus. Tras de ellos se abrió el capítulo de la cirugía contemporánea española, que tan alto significado y valor ha tenido y aún tiene en el conjunto univer­sal de este arte.

Su biografía

Nació don Juan Creus y Manso en la ciudad de Guadalajara, el día 1 de marzo de 1828, y fue bau­tizado dos días después en la cercana iglesia de Santa María. Su familia era originaria de lejanas y diversas tierras, aunque llevaban instalados en la ciudad del Henares desde tres generaciones antes, habien­do sido todos sus antepasados empleados y obreros de la Real Fábrica de Paños de Guadalajara. Su padre se llamaba don Juan Creus, y su madre Doña María Francisca Manso. Sus abuelos pa­ternos eran don Juan Creus, natural de Barcelona, y doña Fran­cisca Castellanos. Los abuelos ma­ternos eran don José Fernández-­Paiba Manso, portugués, natural de Cadabixo, en la provincia de Coimbra, y doña Francisca Espi­nosa, natural de Argecilla, en el alcarreño valle del Badiel. En el bautismo actuó de padrino don Agustín Fierro y Manso, primo de la madre del recién nacido, y bi­sabuelo del que fue alcalde de Guadalajara, también descendien­te de holandeses obreros de la Fá­brica de Paños, don Miguel Flui­ters.

Durante su infancia y primera juventud, don Juan Creus residió en Guadalajara, y aunque pronto salió de esta ciudad para realizar sus múltiples estudios, siempre guardó hacia la ciudad del Henares un amor entrañable y volvió a descansar en algunas ocasiones, a visitar a su familia, y a operar a una monja del monasterio de San Bernardo. En algunos de sus escritos, recuerda con nostalgia las fiestas y otros detalles entra­ñables de la Guadalajara de la primera mitad del siglo XIX, y salen a relucir temas como la bo­targa que corría los febreros arriacenses, y otros detalles folclóricos, que ahora no son del caso recordar.

Creus realizó sus primeros es­tudios de Metafísica, Lógica y Filosofía en el Seminario de Si­güenza, revalidando sus títulos de Humanidades en la Universidad de Toledo. Obtuvo el grado de bachiller en 1846, y el de Licenciado en Medicina y Cirugía, tras los es­tudios en el Colegio o Facultad de San Carlos, en Madrid, el año 1852. Cursó también estudios de Comercio y varios idiomas durante aquellos años de su juventud, que fueron plenamente aprove­chados. De la larga relación de méritos científicos y profesiona­les, merece destacar la obtención del título de doctor en Medicina a los 24 años, y poco después, en 1854, a los 26 de su edad, ganaba por oposición la Cátedra de Patología Quirúrgica en la Universi­dad de Granada, al tiempo que era nombrado académico corres­pondiente de la Real de Medicina de Madrid. Comenzó pronto su tarea de escritor médico, apare­ciendo en 1861 la primera edición de su «Tratado de Anatomía me­dicoquirúrgica» que fue declara­do de texto en las facultades de Medicina, y alcanzó segunda edi­ción en 1872. Muchas otras publi­caciones, en libros, folletos y re­vistas, fueron dando la dimensión científica de Creus, al tiempo que su fiabilidad y decisión quirúrgi­cas le convertían en una de las figuras más prestigiosas y solici­tadas del reino. En 1877 por con­curso de méritos, accedió a la Cá­tedra de Patología Quirúrgica, en la Universidad de Madrid, siendo nombrado Rector de la misma en 1884. Jubilado, por motivos de salud, en 1890, se retiró a Granada, donde murió el 1 de junio de 1897.

La obra monumental de Creus

El significado de la obra de don Juan Creus y Manso, dentro del contexto de la cirugía española del siglo XIX, es tan amplio que merecería un estudio monográfico que aquí no cabe.

Como maestro de generaciones enteras, durante 36 años se en­cargó de formar a jóvenes apren­dices en la materia quirúrgica, creando así una amplia y bien consolidada escuela en este que­hacer, siendo sus predilectos y continuadores los doctores García Solé, Olóriz y Ribera. Glosaba és­te, en uno de sus múltiples escri­tos, la calidad docente de Creus: Hombre de pocas palabras, pero con la virtud esencial del maes­tro, que es la de saber infundir en sus discípulos el entusiasmo por la materia que enseña.

Como escritor nos ha dejado una amplia producción, repartida en un gran espectro de temas, to­dos conglomerados dentro del ar­te quirúrgico. Su más conocida obra es el «Tratado de Anatomía Quirúrgica», con abundantes ilustraciones, donde se ocu­paba de la anatomía humana fundamentalmente, con aplicaciones a la cirugía.

Otra de las grandes obras que alentó fue la traducción españo­la, en 8 gruesos tomos, de la «En­ciclopedia Internacional de Cirugía», del Dr. Ashhurst, que él pro­logó, organizó, y en la que inclu­yó siete amplios escritos suyos, entre ellos los de «enfermedades infecciosas en general», «trauma­tología», y «heridas por asta de toro», siendo considerado Creus a partir de entonces el creador de la «Tauro-traumatología» pues nadie hasta entonces se ha­bía ocupado, científicamente, de estudiar este tipo de lesiones. También publicó abundantes ar­tículos, en varias revistas científicas españolas y en los Anales de la Real Academia de Medicina de Madrid.

Como cirujano reúne las con­diciones de un auténtico virtuoso y de iniciador en muchos campos inéditos. Es fama que la talla perineal la realizaba en un instante y que su rapidez y limpieza nadie la igualaba. Sabía hacer frente a todo imprevisto, y se preciaba de operar sin apenas hemostasia. Dos son, fundamentalmente, los campos en que se distinguió el doctor Creus: la cirugía ósea y el campo que hoy abarcan los otorrinolaringólogos, ampliado a la cirugía cérvico‑facial. En el pri­mer aspecto se distinguió en el tratamiento por exéresis de difí­ciles tumores óseos, y fue de los iniciadores en el uso del periostio para cerrar amputaciones. En el otro aspecto, se ocupó de los pro­blemas de la cavidad oral: epite­lioma de lengua y gomas ulcera­dos en la misma; en la rinofarin­ge, fue de los primeros en extraer los llamados pólipos nasofarín­geos; realizó traqueotomías en la difteria. Como cirujano cérvico­facial, realizó intervenciones muy arriesgadas y con éxito: resección de neoplasias de parótida; resec­ción de un aneurisma de la arte­ria carótida interna; intervencio­nes labiales por epiteliomas, la­bios leporinos y traumatismos de cara y suelo de boca; resección de abundantes tumores en maxi­lares superior e inferior, etc. To­do ello, sin olvidar, por supuesto el resto de la economía humana haciendo desde cirugía ortopédica hasta intervenciones ginecológi­cas, pasando por la cirugía vascu­lar, todavía muy incipiente, y tra­tando todas las novedades de téc­nicas, anestesia y antisepsia, que en la época se fueron dando.

Sean estas breves notas el recuerdo que la gran figura del Dr. don Juan Creus y Manso, alcarre­ño y una de las glorias de la cirugía española, se merece en esta hora en que se cumplen los 100 años de su muerte. Ya no quedan discípulos directos ni quien recuerde su fi­gura de maestro y de cirujano. Pero los que nos ocupamos en re­pasar los anales que a Guadalaja­ra, entre unos y otros, han ido confirmando en su ser, e identifi­cándola, no podemos por menos de exhibir aquí esta ilustre figu­ra, y refrescar las mentes olvida­dizas de nuestros paisanos.