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agosto 25th, 1995:

El balneario de Trillo, un sueño para un pueblo

Vieja estampa de los jardines del Balneario de Trillo

La villa de Trillo, que por los avatares de la historia ha estado siempre, hasta hoy mismo, en el centro de la atención de las cosas ocurridas en la provincia, está acometiendo unas faraónicas obras en el corazón de su estructura urbana que le están cambiando el carácter a ojos vistas. Hasta ahora no se han dado más que noticias de lo que iba a hacerse, cifras de lo que cuesta, e intenciones de lo que quiere cumplir. Los comentarios sobre lo que se está haciendo corren como polvorilla incendiaria por el pueblo. Una pérgola en lo que antes era la barbacana, y una columnata inmensa con rampa cubierta bajo ella, dado al cauce del río Cifuentes un aspecto que sólo me atrevo a calificar de «atípico» está siendo recibido con comentarios realmente encontrados en Trillo.

A la espera de tiempos mejores

Pero el porvenir de este pueblo no pasa por esas obras. Pasa por acometer de una vez por todas el gran proyecto que dé un giro de 180 grados a su vida y a la de la provincia: pasa por reconstruir y recuperar los Baños de Carlos III y ponerlos en funcionamiento en forma de Balneario. El dinero para acometer esa obra lo tiene el Ayuntamiento. También las ganas. Pero el lugar (todavía ocupado por el Sanatorio Leprológico aunque cada mes que pasa con menos enfermos vivos) es ahora pertenencia de la Junta de Comunidades, y la desafección del mismo a favor del Ayuntamiento trillano está siendo dilatada de forma tal que ni se sabe cuando podrán empezar las obras y ver la provincia toda abrirse un nuevo camino a su prosperidad. Esperamos que las intenciones de la Junta, si son limpias y verdadermente sociales, se pongan de manifiesto pronto, dando vía libre al Ayuntamiento de Trillo para construir este gran proyecto: el Balneario de Carlos III.

Algo de historia

Decía un historiador de los Baños, el doctor Contreras, que los baños de Trillo «ya se conocían en la época de la dominación romana, en la que Trillo se llamaba Thermida». En efecto, desde tiempos muy antiguos fueron conocidas y apreciadas estas aguas medicinales, para las que se erigió un centro donde poder tomarlas comodamente. Romanos y árabes se aprovecharon de éllas, quedando su fama extendida por todo el país.

Ya en el siglo XVII comenzaron algunos autores a ocuparse de éllas, describiendo el lugar y estudiando la composición de las aguas y sus aplicaciones. Por entonces, dice Limón Montero, no había allí «mas casa ni comodidad que una cabaña que se hizo de brozas», con lo que las fatigas que habían de pasar los bañistas debían ser notables y aun perjudiciales para su salud. Con todo, la gente mejoraba de sus afecciones reumáticas, gracias a los componentes clorurado‑sódicos, sulfatado‑cálcico‑ ferruginosos, y arsenicales de las aguas.

El auge del balneario comenzó en el reinado de Carlos III. En 1771 llegó al balneario don Miguel de Nava‑Carreño, decano del Consejo y Cámara de Castilla, quien denunció al rey el interés del lugar y su completo abandono. Fue nombrado enseguida «gobernador y director de las casa de Beneficencia y Baños Termales de la villa de Trillo», y comisionado don Casimiro Gómez Ortega, profesor de Botánica en Madrid, «hombre de esclarecido talento, vasta erudición y profundos conocimientos» para realizar el estudio químico de las aguas. Como siempre ocurre, un político y un pensador juntos. El segundo dándole ideas al primero.

En los cinco años siguientes se adecentó todo aquéllo, se canalizaron conducciones, se arreglaron fuentes y se descubrieron otras nuevas: las del Rey, Princesa, Condesa, el Baño de la Piscina y otras fueron rodeadas de pretiles, uno de éllos «en forma de media luna», y a su pie «un asiento que, guardando la misma figura, forma una especie de canapé todo de sillería muy hermoso y cómodo, y en el cual pueden sentarse a un tiempo con mucha conveniencia hasta cuarenta o cincuenta personas». Se hicieron cloacas para el desagüe, y en 1777 se concluyó el Hospital Hidrológico, a cuya entrada se colocó un busto de Carlos III, y en el interior una imagen de la Virgen de la Concepción, patrona de los establecimientos. Este Hospital Hidrológico no tuvo un destino inmediato, pero en 1780, se extendió el acta que lo hacía «público Hospital… con doce plazas, con la dotación de alimentos, cama y asistencia necesaria para ocho hombres y cuatro mujeres de continua residencia en él, con la precisa prohibición de pedir limosna allí, ni por el pueblo».

El norte filantrópico que desde el primer momento dirigió estos baños, queda retratado en el anterior detalle, o en la frase de su primer director, el señor Nava, quien, al hablar de la utilización de las aguas, decía: «debe dirigirse a la utilidad pública, a cuyo objeto se dirigen todas las miradas de S.M. como a blanco único de su paternal desvelo», revelador enunciado del Despotismo ilustrado, que prevalecía en el siglo XVIII. Ojalá eso, que también hoy se dice con «pompa y circunstancia» se llevara a efecto con total realismo.

También el obispado de Sigüenza, en cuya jurisdicción quedaba Trillo, se ocupó en colaborar, levantando una nueva fuente, para pobres y militares, llamada del Obispo, en honor de don Inocente Bejarano, que ocupaba en 1802 la silla seguntina.

A la muerte del señor Nava fue nombrado gobernador interino el conde de Campomanes, primer ministro, quien delegó en don Narciso Carrascoso, prebendado de la catedral de Sigüenza, y este dejó los baños otra vez en abandono.

Fernando VII creó en 1816 el cuerpo de médicos directores de baños, nombrando director de los de Trillo a don José Brull. En 1829, pasó a dirigirlos don Mariano González y Crespo, quien publicó estudios sobre el uso de las aguas, descubrió una nueva fuente, y arregló el «camino viejo» que venía desde Brihuega, por Solanillos. Levantó edificios y construyó las fuentes de «Salud» y «Santa Teresa», así como nuevas dependencias para la dirección y administración. Durante su mandato se montó también la calefacción en los baños, por medio de generadores de vapor.

Poco a poco, los baños de Trillo, que tanto habían supuesto para la salud de los artríticos de los siglos XVIII y XIX, fueron decayendo. La desamortización de Mendizábal dispuso de éllos, vendiéndolos a la familia Morán, que se dedicó a su cuidado. En 1860 fue la Diputación Provincial la encargada de su administración.

¿Vendrán tiempos mejores?

Cuando en 1878 decía don Marcial Taboada, en el centenario de su restauración, que «Quiera el Cielo que los días que hayan de venir y las generaciones que hayan de sucedernos, dén cima al humanitario cometido de nuestro augusto fundador…», ignoraba la escasa vida que le restaba a esa institución sanitaria. Tras decenios de abandono, el Estado de Franco instaló en aquel paradisiaco lugar una Leprosería que durante los años 50 a 80 de este siglo cumplió su cometido, pero que hoy, ante la inexistencia de enfermos leprosos, no tiene ningún sentido. Se impone, pues, y conforme al deseo del Ayuntamiento y pueblo de Trillo, que aquello se transforme, de una vez por todas, en el gran Balneario que puede y debe. «El balneario más cercano a Madrid», podría rezar su eslogan primero. Y un porvenir de ensueño abrirse desde Trillo a la provincia toda.

En manos de los políticos tenemos siempre nuestro porvenir. ¿Porqué no pensarán algún día en el beneficio auténtico de las gentes?

En la muerte de Julio Caro Baroja, un enamorado de Guadalajara

Julio Caro Baroja tuvo una especial predilección por Guadalajara

 

La última vez que Julio Caro Baroja estuvo en Guadalajara fue el 12 de febrero de 1991. Poco más de cuatro años hace. Fue esa también una de las últimas veces que se alejó más de lo debido de «lchea», su casona residencial, su familiar mansión en la orilla del Bidasoa, en un difícil equilibrio fronterizo entre España y Francia, pero en el corazón de uno de los territorios más hispánicos que existen: Euskadi, Y entonces, aquella noche al salir del Ateneo Municipal donde dio una inolvidable conferencia sobre «La Historia falsa de España», el último aire que la Alcarria dejó en sus mejillas fue el sonoro beso de una admiradora que, después de haberse leído muchos de sus libros, no se aguantó y le despidió con un «¡Le quiero, don Julio!» que al solemne académico le debió sonar como el más maravilloso de los piropos que jamás le hayan dicho. Máxime viniendo de quien venía exclamación y beso. 

Esa fue la última vez que el gran historiador, el gran intelectual español Caro Baroja estuvo en Guadalajara. Antes había venido muchas otras veces por nuestra tierra. En ella fue el descubridor, junto al también desaparecido recientemente Sinforiano García Sanz, de las botargas de nuestros pueblos serranos y campiñeros. El fue quien valoró el inmenso tesoro etnológico de estas figuras ancestrales, y con ellas y la pericia cinematográfica de su hermano Pío, rodó una película de soberana grandeza: «A caza de botargas» que no hace mucho tiempo tuve la inmensa suerte de ver proyectada en un popular salón de Robledillo de Mohernando. 

Julio Caro Baroja, muerto en su casa de Vera de Bidasoa (Navarra) el pasado 18 de agosto, ha sido una de las colosales figuras de la cultura española de este siglo. Como decía Alvar en su apresurada necrológica, la mejor definición que le cabía era la de ser «un hombre libre, un hombre independiente». Qué pocos podemos decir hoy eso. “Sólo soy libre, cuando me siento libre” intentaba definir Paul Valéry a esa intangible condecoración que para el hombre es la Libertad. Caro Baroja la llevaba puesta, antes que esos premios (decenas de ellos tenía cosechados) que Academias, jurados, Príncipes y ministras le han concedido. En 1980, el entonces ministro de Cultura Ricardo de la Cierva le nombró asesor suyo. Pocos meses después abandonaba: el puesto (que a tantos les hubiera parecido miel sobre hojuelas) declarando que la vida pública española le desencantaba profundamente: seguiría dedicando sus horas a la investigación, al estudio, a la meditación, a los viajes, a ilustrar con sus libros y sus palabras la inacabable y honda avenida de las antropo-aguas españolas. ¡Qué sencillo era, qué sabio! Como le admiramos todos a don Julio, a su ejemplo de serenidad, de paciencia, de serio enfrentamiento con la realidad del pasado, que es mucho más difícil que la de hacerlo con la del presente, tan vacía. 

Julio Caro Baroja había nacido en Madrid el 13 de Noviembre de 1914. Su padre, Rafael Caro Raggio, era editor de libros, y su tío, Pío Baroja, universal escritor hispano. En un ambiente de intelectualidad serena y cierta creció el joven, que estudió en el Instituto Escuela de Madrid, luego en la madrileña Facultad de Filosofía y Letras, y después de la guerra en numerosas escuelas y universidades de Europa. Soltero pero no sólo («el hombre no tiene una soledad absoluta decía‑ porque la soledad pura no existe») alcanzó a ser director del Museo del Pueblo Español en su primera etapa, abriendo un camino de investigaciones sobre antropología española, hasta entonces tan marginales entre los sesudos profesores universitarios, que no tardaría en hacerse acreedor a las máximas distinciones de la cultura española: académico de número de la Real de Historia en 1962, fue elegido en 1985 miembro de la máxima entidad de las letras, la Real Academia de la Lengua. Su bibliografía llegó a ser tan extensa, que en 1978 se contabilizaban ya 380 títulos entre libros y artículos, y hoy alcanzan el millar sin duda. Un récord que no es tan sólo numérico, sino cualitativo, porque pocas personas habrá en España que hayan dicho tanto, tan importante, y tan sucintamente como lo ha dicho Caro Baroja. No sólo antropólogo fue, como su estereotipo repite, sino grandioso historiador, fabulador, folclorista, científico, pintor, y viajero: un sabio al uso antiguo, pero en nuestros días. Un ejemplo para todos. Un español, como acaba de calificarle Laín Entralgo, «irrepetible». 

Guadalajara es, ‑en esta hora de dolor por la pérdida de un español insobornable, antológico y realmente merecedor de aplauso‑, un lugar donde el hueco de su vida se muestra patente y dolorido. Porque él conoció bien esta tierra, la pateó a modo, la estudió y dibujó con pausa, con amor incluso. Recordar solamente cómo de su viaje a Robledillo tomó apuntes que luego plasmó en sendos dibujos: la ermita de la Soledad y una casona popular, que serían incluidos en el Catálogo de su Exposición antológica de 1986 en San Sebastián. Recuerdos del paso de este hombre por la Campiña del Henares, y que también anduvo la Alcarria buscando colodras para su Museo madrileño, que llenó con lo que él y su amigo el americano Foster recogieron a través de los 16.000 kilómetros que se hicieron andando por España. 

La alcarreña de mirada limpia y corazón firme que hace cuatro años, ‑en el momento en que Caro Baroja se alejó para siempre de esta tierra nuestra‑, le dio un beso de despedida, podría haber hecho mejor que yo esta semblanza última de Julio Caro. Su silencio incrédulo, como el de tantos muchos admiradores que este hombre tenía en Guadalajara, es la mejor expresión del fervor que en esta provincia cosechó este sabio madrileño, vasco y español. Este hombre que, en el necrológico «tombeau» de Francisco Rico, ha recibido los justos calificativos de «Libre, genial, erudito,/ tímido y audaz y raro,/ en la prosa y en la vida… Julio Caro».