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mayo 21st, 1993:

Un viaje a la Edad Media: Palazuelos

 

En las cercanías de Sigüenza, recostada sobre la suave ladera que da vistas al amplio valle donde nace el Salado, aparece la villa de Palazuelos como una permanente sugerencia a ser visitada, vivida aunque sea unos instantes con la fuerza de la evocación y el misterio. Es Palazuelos una de las pocas villas que en España se conservan totalmente amuralladas, con las defensas primitivas que tuvieron en la Baja Edad Media. Ello le confiere una peculiar y neta apariencia de burgo medieval, y al viajero que la visita le supone un inesperado goce recorrer su entorno ‑murallas y torres, castillo y portones‑ en singular mezcolanza.

Como un breve apunte histórico antes de dirigirnos hasta su fortificada presencia cualquier domingo de esta primavera, cabe recordar que esta historia se engarza a la de los múltiples señores que durante siglos la poseyeron. Tras la reconquista perteneció a la Tierra y Común de Atienza. Poco después, el Rey Alfonso X el Sabio se la donó a doña Mayor Guillén, junto a las villas de Cifuentes y Alcocer. Esta señora se la dejó en herencia a doña Beatriz que llegó a ser reina de Portugal, y ésta a su vez se la transmitió a su hija doña Blanca, abadesa del monasterio de Las Huelgas, en Burgos. Esta lo vendió al infante don Pedro, hijo de Sancho IV, y de este pasó, también por venta, en 1314, al obispo de Sigüenza don Simón Girón de Cisneros. De ser parte del señorío episcopal de Sigüenza pasó en el siglo XIV en su segunda mitad, a la casa de Mendoza. En 1380, figura incluido entre los bienes del mayorazgo que don Pedro González de Mendoza funda a favor de su hijo Diego Hurtado, futuro almirante de Castilla, de quien pasó, en 1404, a su hija doña Aldonza de Mendoza. Su hermanastro, don Iñigo López, primer marqués de Santillana poseyó y comenzó a levantar su castillo y murallas, dejándola a su hijo don Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado de Cazorla, quien prosiguió y concluyó las obras. Después permaneció varios siglos en esta familia mendocina, en la rama de los duques de Pastrana, hasta la abolición de los señoríos. Tras reciente subasta hecha por el Estado, han vuelto a propiedad particular «el castillo y las murallas» de Palazuelos.

La muralla rodea el pueblo en todo su perímetro, excepto en muy leves trozos derribados. Se refuerza en ocasiones con cubos y torreones, y en ella se abren cuatro puertas, consistentes en gruesos torreones de planta cuadrada con cubos en las esquinas, a los que se penetra por uno de sus muros, bajo arco ojival, y se sale hacia el pueblo por otro diferente y lateral. Es el clásico sistema de «acceso en zig‑zag» tan propio de la Edad Media para la mejor defensa de las fortalezas, y que los Mendoza utilizaron en casi todas sus construcciones. En algunas de las puertas se ven, desgastados, los escudos de los Mendoza y Valencia, correspondientes estos últimos al matrimonio del adelantado de Cazorla, don Pedro Hurtado de Mendoza, con doña Juana de Valencia.

El castillo se alza inserto en la muralla, en su costado noroeste. Le rodea una barbacana baja, a la que se penetra desde la villa por una puerta que tuvo puente levadizo, y está escoltada de dos desmochados torreones. El recinto interior tiene un paseo de ronda, y en su centro está el cuerpo principal, que consta de un edificio alto, cuadrado, herméticamente cerrado y rodeado de dos cubos en las esquinas y gran torre del homenaje adosada al muro de poniente. La entrada a este recinto interior está en el dicho muro occidental. Por ello vuelve a repetirse el sistema zigzagueante de acceso en el caso de este castillo. Su época de construcción data del siglo XV, en su segunda mitad, y podemos atribuirla a los impulsos de don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, y su hijo don Pedro Hurtado.

La iglesia parroquial está dedicada a San Juan Bautista. Su edificio actual es construcción del siglo XVI, pues se trata de un ejemplar románico muy sencillo. La espadaña triangular es también de esa primera época. En el interior del templo destaca el retablo principal, barroco, con varios lienzos estimables, entre ellos una representación de Santa Águeda. En la sacristía se conserva una buena cruz parroquial, del siglo XVIII, y varias insignias de antiguas cofradías.

En la plaza Mayor, amplia y con buenos ejemplares de arquitectura popular, así como decoraciones esgrafiadas en sus portadas, se ve ya reconstruida la picota, que consta de columna cilíndrica y remata en gran bola. Por las calles del pueblo se ven todavía grandes casonas, unas de aspecto rural de la zona, con graciosos esgrafiados, dibujos geométricos y zoomórficos y frases alusivas al dueño y a la fecha de construcción, predominando las realizadas en el siglo XIX; otras, presentan sobre sus portalones adovelados los tallados escudos de sus poseedores. Frente a la iglesia, la antigua casa‑curato, con el jarrón de azucenas y el par de llaves, formando emblema.

Una cavilación me sugirió la visita que hace escasas fechas hice a Palazuelos. Cada vez me sorprende más ese volumen compacto de todo un pueblo embebido, abrazado al completo por sus murallas. Cada vez creo con mayor fuerza que se trata de un caso único, espectacular, y que en un país como España, en un continente como Europa, que tantas maravillas de arte e historia encierra, este de Palazuelos es un ejemplo asombroso, merecedor de todo nuestro entusiasmo, y de un cuidado mayor a la hora de su protección futura. Buena parte de los muros están, como digo, en pie. Pero otros se están hundiendo, por abandono (también es verdad, y aquí hay que destacarlo) que algún fragmento del costado sur de la muralla ha sido arreglado a costa de un vecino que ha reforzado su casa, y la muralla forma la parte trasera de la misma. El propietario del castillo y, por extensión, y según el documento de venta por el Estado, también propietario de la muralla de Palazuelos, señor Moreno de Cala, poco ha hecho por reforzar y acondicionar esta joya de la arquitectura militar medieval. O bien él, o bien el Estado (la «cosa pública» en forma de Junta de Comunidades, el día que esta ceda algo en su actual entusiasmo por organizar conciertos de rock en las discotecas) deberán de ponerse a acondicionar, con una visión globalizadora, las murallas de Palazuelos, esa joya arquitectónica y monumental de la que en Guadalajara estamos (porque podemos) bien orgullosos.

De momento, lector amigo, lo mejor que puedes hacer es irte hasta allí (en ese turismo doméstico de fin de semana, de mañana de domingo, al que te invito) y comprobar por ti mismo esto que digo. A ver qué opinas.

La iglesia de la Piedad

 

Introducción

El interés por los monumentos y el patrimonio artístico de nuestra ciudad parece que al fin ha cuajado en nuestras autoridades rectoras, y en estos días se inauguran las restauraciones de dos de nuestros más emblemáticos monumentos. A comienzos de este mes lo ha sido la iglesia de los Remedios, que entre la Universidad de Alcalá (su propietaria) y la Diputación Provincial, han conseguido una acertadísima restauración, salvando de la ruina y el abandono un templo de estilo manierista italiano.

En estos días se procederá a la inauguración de la restauración de la iglesia de la Piedad, la aneja al Instituto de Enseñanza Media, que también tras largos meses de trabajos quedará abierta a la pública contemplación, y al uso de la misma. Su propietario, el Ministerio de Educación y Ciencia, ha permitido que sea la Junta de Comunidades quien realizara la restauración. Aquí la valoración no puede ser, sin embargo, más negativa. Ahora veremos porqué.

Evolución de las obras

El palacio de Antonio de Mendoza en Guadalajara ha venido usándose durante más de un siglo como Instituto de Enseñanza Media, con el nombre de «Brianda de Mendoza». Después de su traslado al moderno edificio de junto al cementerio, el viejo caserón y su templo anejo quedó vacío, deteriorándose. El Ministerio de Educación y Ciencia, con gran acierto, lo restauró con todo cuidado, volviendo a ser ocupado por aulas y estudiantes, constituyendo el tercer Instituto de Guadalajara que lleva el nombre de «Ateneo Caracense». La restauración, impecable, devolvió a la ciudad un monumento señero, con un uso adecuado.

Pero la iglesia aneja, el templo de la Piedad, que en 1530 construyera Alonso de Covarrubias por mandado de doña Brianda, quedó aún vacío y en progresivo proceso de deterioro. Su interior, convertido en almacén de trastos viejos. Su exterior, abandonado a la agresión de las palomas. Las filigranas en piedra que tallara el mejor de los arquitectos españoles del Renacimiento, las formas elegantes de su ámbito religioso, iban perdiéndose día a día, ante el disgusto de quienes conocíamos el valor de aquellas piedras.

Por fin se inició la restauración, que ha corrido a cargo de los presupuestos de la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades. Aunque estas obras han estado rodeadas de un secretismo a ultranza (en varias ocasiones, a lo largo de los dos años largos que han durado, he intentado ver el interior del templo, sin que ello fuera posible, dadas la órdenes de impedir la entrada a cualquier persona ajena a la obra) ello no fue impedimento para que en cierta ocasión, nada más comenzar la restauración, consiguiera ver personalmente lo que empezaba allí a fraguarse. Alarmado seriamente, pedí ver los planos del proyecto de restauración, dirigido por un arquitecto/s de Toledo. No fue posible. Elevé mi preocupación al responsable político más directo en este tema. La contestación fue que la restauración estaba en marcha, el arquitecto/s designados por la Junta ya tenían decidido lo que iban a hacer, y aquí nadie opinaba nada más sobre el asunto.

Resultado final

Pero las obras han terminado, y el edificio se abre al público. Ya que no me ha sido posible previamente opinar sobre su evolución, incluso objetar algunas cuestiones, y proponer alternativas, ejerceré el único derecho que en mi calidad de ciudadano de a pie me cabe: opinar sobre lo que se ha hecho. Mi opinión es totalmente negativa. Para centrar la cuestión: creo que la restauración que la Junta de Comunidades ha hecho de la iglesia de la Piedad de Guadalajara es totalmente inadecuada, gravemente atentatoria contra la identidad del edificio, atreviéndome a asegurar que lo que allí se ha hecho es una barbaridad sin límites.

Al ver consumada la agresión contra el templo de la Piedad, no me cabe más que lamentar hondamente que esto haya podido llegar a tal extremo. Creo que se ha actuado de espaldas a la sociedad de Guadalajara, a cuantos conociendo más o menos a fondo la historia de la ciudad, el valor de sus edificios, de sus símbolos, de su idiosincrasia, nunca hubiéramos dado el visto bueno a lo que aquí se acaba de rematar: la iglesia ha desaparecido como tal; sus muros han sido perforados por múltiples sitios para abrir puertas accesorias y de servicio; el espacio arquitectónico (que era de un templo renacentista) ha sido violentado a extremos inconcebibles; y al presbiterio del mismo se le ha adosado una escalera monstruosa que ha terminado por destrozar perspectivas, volúmenes y hasta elementos arquitectónicos y ornamentales que eran claves para la comprensión del monumento.

Al parecer, el objetivo era convertir el templo de la Piedad en lo que ahora se llama una «sala de uso polivalente». La nave ha vuelto a partirse en dos espacios superpuestos, repitiendo la desafortunada reforma que Ricardo Velázquez hiciera a comienzos de este siglo. En lo que fueran los pies del templo se ha montado un escenario de teatro. Y en su cabecera, el presbiterio, en el que por fin aparecieron liberadas las bellísimas pilastras platerescas que en su mejor momento de inspiración trazó Covarrubias en 1530, rematadas por los escudos de doña Brianda de Mendoza, se ha levantado una escalera inmensa, grande y opulenta, en mármoles de colores varios, con luces indirectas bajo el ancho pasamanos de madera, ocultando en diversas partes las referidas pilastras y, lo que es aún peor, la cenefa que rodeando el presbiterio llevaba una frase conmemorativa que ni ha sido restaurada, ni siquiera recogida para la posteridad: todo se lo ha engullido este enorme, mostrenco y desafortunado artilugio al que, por más que lo pienso, no comprendo cómo se ha decidido poner ahí, y así. La escalera de la Piedad es, sin duda, el mayor desafuero que se ha cometido contra un monumento de Guadalajara, y la restauración que por parte de la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha se le ha hecho a este venerable edificio, un atentado incalificable.

Supongo yo (ya voy estando acostumbrado) que estas palabras tan duras caerán directamente al vacío. Las protestas que previamente manifesté fueron despachadas con un encogimiento de hombros (y con algo más, que no hace ahora al caso). Pero aquí ha ocurrido algo muy serio, que nunca podrá ser silenciado, y que mientras no se arregle, clamará al cielo.

Peticiones

Para terminar, y ejerciendo el derecho que la Constitución me otorga a opinar de cuanto se hace en mi comunidad, y con mi dinero, como un simple ciudadano con criterio, exijo que se le devuelva a la iglesia de la Piedad de Guadalajara su primitivo sentido y estructura. Que se reconsidere su destino y utilización, y que, sobre todo, se derribe esa escalera disparatada que cubre por completo su presbiterio.

Pregunta final, y siempre con el mayor respeto personal hacia responsables políticos y técnicos: ¿pero ustedes saben realmente quien era Alonso de Covarrubias? ¿Quién doña Brianda de Mendoza? ¿Qué fué la arquitectura plateresca en Castilla? ¿Cuál la historia de España? ¿Saben, de verdad, en qué mundo vivimos? ¡Ah, si don Francisco Layna Serrano levantara la cabeza! O si lo hiciera doña Brianda! ¡O los Mendoza! ¡Qué no se oiría! ¿Y si probáramos a levantar la cabeza los que vivimos?