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San Gil

Tres museos de Atienza

Hace una semana, y como preparación imprescindible para un nuevo libro que voy a editar sobre Atienza, con textos de mi compañero de páginas en “Nueva Alcarria” el profesor emérito don José Serrano Belinchón, que tantas leguas ha recorrido por los caminos de la Sierra Norte, estuve recorriendo de nuevo la villa esencia del castellanismo. Acompañado de don Agustín González, hicimos el recorrido por los Museos de arte religioso. Una imprescindible mirada a la entraña de nuestra tierra, a la que debemos siempre devolver el rostro, y ponerlo frente a sus viejas respuestas. En los objetos de esos museos (que son cuadros, esculturas, piezas de orfebrería, telas y documentos) está la razón de un largo cuento de siglos. Cuento de cantidad, no de falsas alegorías. Cuento de cientos de clamores expresivos. Raudal de imágenes y tradiciones. Esencia de muchas vidas. Que hay quien las ve rancias, agotadas, polvorientas. Pero que yo las miro y me parecen palpitantes, explicándose aún, echándole gasolina a la vida. La tenacidad de don Agustín González comenzó a manifestarse, y de qué manera, hace treinta años, cuando al llegar de párroco al pueblo vió que había cientos, miles quizás, de piezas artísticas arrinconadas, presuntas víctimas de chamarileros voraces. Él las ordenó, las clasificó, las estudió, y se puso a organizar tres espacios (tres iglesias vacías ya de culto; San Gil, San Bartolomé, Santísima Trinidad, románicas las tres, esencias de la historia) para albergarlas. El resultado está a la vista: salvado todo, es hoy meta de miles de viajeros que acuden, no en tropel, porque no es bueno el tropel, sino en razonable devoción, a ver el arte de los viejos tiempos. Si Atienza es requerida, cada semana, cada día, como un destino preferente de viaje interior, es por unas cuantas razones que tienen que ver con su historia, con su patrimonio, con su folclore y con su gastronomía. Los cuatro ingredientes que montan el menú más seguro para descubrir los pequeños pueblos de nuestra España entraña. De Atienza destaca su tinte medieval en el urbanismo, su airosa silueta en el patrimonio castillero, y sus orondos semicírculos en las portadas de las iglesias románicas que la salpican… también la sonoridad y emoción de una fiesta que es pulcra razón de la patria, la salvación por sus habitantes del rey niño Alfonso [VIII] cuando iba a ser violentado por su tío el rey de León. Y a más […]

La iglesia de San Gil, en Molina

  Santa María la Mayor de San Gil fue construida, allá por los siglos XII o XIII, como uno de los primeros templos del recién creado Señorío. Sencilla construcción románica sería iglesia de barriada. Asentada en terreno blando y movedizo, su torre, airosa y altísima, fue cediendo en verticalidad y llegó a quedar tan notablemente torcida que, durante años, décadas, gozó de fama y nombradía por España; tanta que, cuando Fernando el Católico, aún joven, pasó de Aragón a Cas­tilla, en Molina no se perdió la visita a la torre inclinada de San Gil, que debía competir con la de Pisa en inestables equilibrios. El cronista Núñez dice de ella que parecía «tenerse en el ayre y ponía temor verse qualquiera debajo della». El Católico Fernando, ante el estu­por y curiosidad de los molineses, cumplió el rito obligado de cuantos visi­tantes se acercaban a San Gil, y, poniendo las puntas de los pies y la tripa pegada a la misma torre, no se podía tener si no le ayudaban, «y assí llevó que contar de esta torre, como cosa que parecía maravillosa». El caso fue que, andando los años, el resto de la iglesia vino al suelo y solo la torre torcida se mantuvo. Hacia 1524 se comenzó a levantar de nuevo la iglesia, ya en un estilo de decadente y fácil gótico, con un mucho de ramplón renacentista. Gruesos muros y la capilla mayor estaban ya levantados a mitad del siglo XVI. Y la historia de la torre siguió: a princi­pios del siglo XVII vino un maestro de obras, llamado Juan Fernández, aureolado de fama por haber levantado, y con buen arte y valentía, la ca­pilla de los Garcés de Marcilla en el convento de San Francisco. Dijo que él se comprometía a levantar una hermosa torre que hiciera olvidar la fama de la anterior. La empezó, pero a poco murió. Y añade el cronista que a su muerte heredaron esta obra suya un yerno suyo y otros canteros, que, aunque le heredaron la hacienda, no le heredaron el arte ni la pericia. Hi­cieron proporciones equivocadas. A poco se hundió lo que llevaban hecho. Vinieron nuevos maestros, dejándola a medias, pues el terreno debía ofre­cer unas características de poca fiabilidad; llegando a gastar 6.000 ducados en levantar tan solo tres estados la torre; y así, sin concluir, se abrió el siglo XVII. En esa época, la iglesia de San […]