Llegar a Jadraque, encontrárselo hundido por el sur bajo unos montes de aterciopelada carne yerta, y el septentrión abierto sobre el valle de Henares, reúne abundantes posibilidades donde dar camino al asombro, y luz a la admiración incansable. Su dulce olear de tejas y chimeneas, la empinguruchada estampa del castillo, y esa trenza gris y ascética de la iglesia, dan marco, óleo y carisma al pueblo alcarreño en el que subyacen tantas cosas, tantas historias y tantas obras de arte que merecen ser conocidas. El Jadraque de Ochaita Su poeta, su gran poeta muerto hace ya más de cuarenta años, cuando en Pastrana se decían en la medianoche del verano, versos y más versos de divina altura, describe así su villa: “Nací donde Castilla se viste de perfume: la Alcarria es una cera que en olor se consume, y cerca de mi villa, que tiene un nombre moro: Charadraq –hoy Jadraque-, se alza un castillo de oro Que pone por las tierras, siempre ásperas y mozas, La sombra apasionada de los graves Mendozas”. José Antonio Ochaíta, recordado y admirado cada día, me enseñó desde su breve cuerpo, con su alta y bien templada voz, la villa de Jadraque. Fue un placer inestimable que ahora, cada vez que vuelvo por allí, parece acrecerse y renovarse en cada esquina. Estas son, en fin las cosas que, para quien lleva prisa ó no puede parar más de tres horas en la villa, tiene Jadraque y brinda con gracia de Castilla. Para aquel otro que vaya por lo hondo, con más de una semana por delante, serán muchas otras, casi siempre nuevas, las sorpresas que se le aparezcan. El castillo del Cid Viniendo de Guadalajara, y al comenzar el descenso hacia el valle desde la alta paramera alcarreña, lo primero que se le aparece al peregrino es el castillo, en magnífica estampa de reminiscencia medieval, para el cual se hicieron, no ya las más hermosas palabras, sino los más sugestivos silencios. En alguna parte, donde comienza el caminillo que hasta su altura lleva, se titula “Castillo del Cid”, y no porque tuviera relación con el noble castellano del siglo XI, sino porque, ya al fin de la Edad Media, don Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal de España, lo hizo construir para su hijo don Rodrigo, que poco antes había conseguido de los Reyes Católicos, no sólo la oficial […]
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Viaje a la Celtiberia: Luzaga
Esta semana hemos viajado por los pequeños pueblos de la Serranía del Ducado, en los que a pesar de mantenerse muy poca gente en ellos viviendo, están limpios y cuidados, atentos a mantenerse vivos y mostrando, en todo caso, las evidentes pruebas de su ancianidad de siglos. En Luzaga, llegamos a la plaza, bajo los densos árboles, y desde el primer momento vamos recorriendo sus calles y admirándonos de lo que vemos. Hacía mucho tiempo que el viajero no llegaba a la plaza de Luzaga. Los caminos, junto al río Tajuña, desde el puente del molino, eran antes irregulares y angostos. Ahora se llega por carretera fácil y asfaltada. En la plaza, nada más aparcar el coche, nos saluda un muchacho de origen americano, muy moreno, que nos dice (ya empezamos…) que de los bares que hay en el pueblo, uno abre solo los fines de semana, y el otro a partir de las 7 de la tarde…. Y son las 5, y hace un calor que no nos permite aguantar sin beber, al menos agua. Pero vamos a lo nuestro. Volvemos a Luzaga, porque nos trae muy buenos recuerdos de la infancia, de cuando íbamos al Campamento “El Doncel” a pasar tres semanas del verano entre pinos y caminatas. A disfrutar de aquel aroma de resina, del aire limpio y el rastro de las águilas por entre las nubes. Y además ahora por ver si conseguimos subir al castro celtíbero, uno de los lugares con magia acumulada desde hace siglos, uno de esos enclaves que sabemos cruciales en la memoria colectiva de nuestra tierra. El pueblo Abrigado entre las suaves vertientes de un vallejo que se forma con el paso del Tajuña, asienta el caserío de Luzaga en el borde meridional del extensísimo pinar que cubre gran parte de la sierra del Ducado. Sus alrededores, por donde discurre el río entre angostos roquedales; los pinares densos y solitarios, las parameras frescas, constituyen encantadores motivos para realizar excursiones y pasar temporadas de vacación. Todavía en su término está enclavado el campamento juvenil «el Doncel» que durante el verano se utiliza como escuela de amor a la naturaleza. Para los pescadores es un ritual amenísimo el recorrer las orillas del Tajuña en busca de las abundantes piezas que crían en sus frescas aguas. Sus alrededores estuvieron habitados en remotas épocas. Los lusones, uno de los pueblos que conformaban la raza celtibérica, […]