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septiembre, 2013:

Un viaje para novatos a la Sierra Norte

Como por algo hay que empezar, hagámoslo por lo más fácil. Hay que ir a la Sierra, a la del Ocejón, Majaelrayo, el Hayedo, el Sonsaz, el alto Jarama… a la sierra de Ayllón (que así se ha llamado siempre), a la Somosierra en su pendiente sur, a las estribaciones del Lobo, del Tres Provincias y al Alto Rey… hay que conocer ese pedazo de España, de Guadalajara, de la honda raíz celtíbera para sentir que tenemos muchas cosas en las manos y en el corazón, muchos motivos por los que alegrarnos y seguir viviendo.

Mañana sábado voy a tener la oportunidad de salir al campo (mejor dicho, a la Sierra) con un montón de amigos: los miembros del Servicio de Otorrinolaringología del Hospital Universitario de Guadalajara, médicos, médicas y asimilados, lo que va suponer una treintena de personas, a las que trataré de sumar de ahora en adelante a los entusiastas de esta tierra serrana y campiñera.

Para empezar, y dado que solo podremos disfrutar del viaje por la mañana (porque hay previsto almuerzo, y de los grandes, en el Mesón “Campanario” de Monasterio), subiremos por el valle hacia Cogolludo y de allí por Veguillas hasta la aldea/aula de Umbralejo donde podremos admirar cómo era un pueblo de la Sierra Negra en sus mejores días. Este es uno de los puntos que ningún viajero debería perderse en sus andanzas por la Sierra Norte: administrado hoy por la Consejería de Educación y Cultura, hace ya años que tras haber quedado vacío por compra que de sus casas y terrenos hizo el Icona, se ha rehabilitado para servir de modelo de antiguo hábitat y de escuela o aula de la Naturaleza a la que se lleva, de vez en cuando, a los alumnos de nuestros colegios.

Valverde de los Arroyos

Desde Umbralejo, por la carreterilla GU-211 que ahora está asfaltada y permite el paso de cualquier vehículo (excepto los autobuses grandes, que lo tienen difícil en el puentecillo que cruza el Sorbe) llegamos a Valverde de los Arroyos, el lugar que nadie debe perderse, que ha estado siempre en las listas de candidatos a los más bellos pueblos de España, y que ahora está hecho un pincel, de bien cuidado y atendido.

En Valverde de los Arroyos todo es emocionante y espectacular: su situación, en la falda oriental del pico Ocejón, la cumbre máxima de esta zona de la Sierra, con su agudo perfil de rocas y líquenes, y al que pronto empezará a colocarle el viento la boina blanca de las nieblas y las nieves.

Espesos boscales de roble, matas de jara y mucha piedra, forman el paisaje verde‑gris de estos entornos, que paulatinamente han ido tornándose accesibles, debido en gran parte a la tenacidad y trabajo personal de sus propios vecinos, y hoy es posible llegar a este hermoso pue­blo serrano por carretera asfaltada en toda su extensión desde Guadalajara, bien por Tamajón y Almiruete, bien por la GU 211 que es por donde iremos nosotros mañana.

Perteneció este pueblo al Común de Atienza, y ya en el siglo XIII quedó incluido en el señorío de Galve, del que era dueño el infante don Juan Manuel, de quien pasó sucesiva­mente a la Corona; luego a Iñigo López de Orozco; de éste a los Estúnigas o Zúñigas, que en el siglo XVI lo vendieron a doña Ana de la Cerda, viuda de don Diego Hurtado de Men­doza, uno de los vástagos del cardenal Mendoza, en cuya casa de Mélito, unida luego a la ducal de Pastrana, quedó desde el siglo XVI al XVIII, en que definitivamente entró a formar parte de los estados de los duques de Alba.

El conjunto del caserío de Valverde  es de un gran valor para el estudio de la arquitectura serrana, superviviente aquí a todos los embates del modernismo, pues sus vecinos han tenido el buen criterio de construir algunas casas nuevas con los mismos materiales, y siguiendo las mismas técnicas here­dadas de sus antepasados. Las viviendas y corrales son de pie­dra desbastada, madera de roble y pizarra. Algunas poseen grandes galerías altas abiertas al sur, todas de madera. Posee el pueblo un par de fuentes públicas, y en la plaza Mayor lucen algunas de las más bellas construcciones populares. Junto a la fuente, en el centro, está el juego de bolos, que se practica con asiduidad por los habitantes de Valverde. En el costado sur de la plaza se alza la iglesia parroquial, construc­ción del siglo XIX, sin más características que su peculiar estampa serrana, y un arco de ingreso hecho con ladrillo, que confiere un toque de exotismo a la construcción con este material antaño tan poco utilizado por esta región. Hoy luce además una bóveda de ladrillo sobre el presbiterio que rescata antiguos usos arquitectónicos de raíz mudéjar. Esta igle­sia guarda de interés, aparte algunos ornamentos no valiosos, su antigua cruz procesional, soberbia obra de orfebrería renacentista, hecha en el siglo XVI en los talleres de Segovia por el orfebre Diego Valles.

Aunque mañana no los veremos, porque no toca, pero conviene recordar aquí a mis lectores que Valverde de los Arroyos anda en coplillas también por las conocidas fies­tas de la Octava del Corpus, que se celebran el domingo siguiente a la octava de la festividad del Señor, esto es, diez días justos después, y que es la fiesta que centra todoel folclore, riquísimo y vario, muy peculiar, que posee este enclave de nuestra sierra. A esta fiesta le dan vida el grupo de danzantes con su botarga. Son ocho en total, y portan una vestimenta muy peculiar, consistente en camisa y pantalón blanco, cuyos bordes se adornan con puntillas y bor­dados; en el cuello se anudan un largo y coloreado pañuelo de seda; el pantalón se cubre con una falda que llega hasta las rodillas (sayolín) de color rojo con lunares blancos estampa­dos. En la cintura se coloca un gran pañuelo negro sobre el que aparecen bordados, con vivos colores y temas vegetales. El pecho y espalda se cruzan con una ancha banda de seda que se anuda a la altura de la cadera izquierda. Los brazos se anu­dan también con cintas rojas más estrechas, y en la espalda, pendientes de una cinta transversal, aparecen otras múltiples de pasamanería. Sobre los hombros hay flores. La cabeza se cubre con un enorme gorro, que se adorna con gran cantidad de flores de plástico, presentando en su parte frontal un espe­jillo redondo. Calzan sus pies con alpargatas anudadas con cinta negra. Les acompaña «el botarga» ataviado con un traje de pana en que alternan los colores marrón, amarillo, rojo y verde. Danzan y corren, al son del pito y el tamboril, y asombran a todos con su pausada solemnidad heredada.

En el aspecto paisajístico, Valverde de los Arroyos encie­rra abundante copia de lugares y entornos de gran belleza: de la altura rocosa del Ocejón se despeñan «las chorreras de Despeñalagua», con una caída sobre la pared de roca de80 metros, apareciendo heladas en el invierno. Son recomenda­bles las ascensiones al Ocejón y al cerro del Campo, y para los atrevidos es recomendable la marcha desde Valverde a Cantalojas, atravesando el sorprendente y remoto valle del Sonsaz.

Almiruete

A media mañana, regresamos por la GU 211 hacia Palancares y luego Almiruete, donde vamos a parar a visitarlo. Es este otro de los lugares con encanto de la Sierra Norte. En la ladera abrupta que desciende del Ocejón, se apretujan las casas, los corrales, los huertos y las ermitas de este pequeño villorrio (hoy es barrio de Tamajón, administrativamente hablando) que ofrece un espectacular conjunto de edificaciones populares elaboradas con la piedra gneis, la que le da ese tono dorado tan brillante, aunque se usa mucho la pizarra en techumbres, vallados y solados.

Aquí en Almiruete debe visitarse la iglesia, que es románica pura, y lo demuestra así su gran espadaña, de remate apuntado y puertas sencillas. Guarda también una espléndida cruz procesional, y aún hoy añade el interés de un pequeño “Museo de las Botargas y Mascaritas” (inaugurado en 2006 y que algunos días abre) en el que se exponen los trajes, las fotos y los recuerdos de esa otra excepcional muestra del folclore serrano que son las fiestas de botargas y mascaritas constitutivas del carnaval almirueteño. Para no perdérselo, aunque suele ser en febrero, cuando hace frío de verdad por esas alturas.

En Almiruete los viajeros pasearán arriba y abajo admirando las estampas de sus edificios, de sus posiciones empinadas y sus sombras articuladas frente a la montaña. Los bosques que rodean al pueblo, de encinas y robles especialmente, empiezan ahora en el inicio del otoño a tornarse ácidos, ocres, mansos y emotivos. Con un poco de sensibilidad se disfruta montones.

La Ciudad Encantada de Tamajón

Enseguida se llega, por la misma carretera, a un cruce que nos lleva, de una parte, a Majaelrayo, y de otra, a la izquierda, a Tamajón y Cogolludo. Por ahí nos volveremos luego, para terminar comiendo en monasterio. Pero antes pararemos en este enclave que es cada vez más visitado (y esperemos que sea cada vez más protegido, porque ya se sabe que donde hay masas hay destrozo).

La Ciudad Encantada de Tamajón es un lugar que nos sorprende, con sus milformas rocosas, esculpido por los procesos de erosión y disolución que las aguas de lluvia han generado a lo largo de milenios.

La base de este espacio es una plataforma rocosa determinada por los estratos calcáreos del Cretácico superior, y que se ofrecen en una posición levemente horizontal o subhorizontal. La progresión de los fenómenos kársticos y de hundimientos rocosos en todo este bloque, así como el hecho de que no todos los estratos calizos superpuestos tengan la misma fragilidad ante el ataque del agua han llegado a consolidar este formación en la que el viajero va a sorprenderse ante fenómenos, a pequeña escala, similares a los de la “Ciudad Encantada” de Cuenca, y que en esencia son la presencia de algunos monolitos aislados con forma de seta (tormos), pequeñas cavidades, socavación de paredes e incluso la aparición de algún «puente» rocoso.

Una vez que nos movamos entre las rocas y los enebros, podremos fijarnos en las microformas que dan toques de amenidad al conjunto, como los lapiaces o pequeños hoyos que horadan la roca caliza, sin olvidar admirar la variedad de colores y texturas: la Naturaleza se expresa con su belleza máxima en este lugar, a través de las tonalidades crema, típicas de los bancos calizos, que se ven enmascaradas por un revestimiento superficial, que como un suave lienzo negro cubre algunas paredes de esta pequeña ciudad encantada: ello es la consecuencia del arrastre del agua y el depósito en los fondos de las rocas de sales de manganeso.

Es un placer andar subiendo y bajando estos roquedales de Tamajón. Uno piensa que se encuentra en un escenario (natural y viejísimo) en el que podrían representarse en cualquier momento emocionantes escenas de guerra y pasión. Se ven torres auténticas, gigantes envarados sobre las sabinas. Y un inmenso auditorio, con una escalinata preparada para que baje la artista principal, escalinata además tapizada por el agua que escurre desde algún nivel impermeable. Hay un gran puente de roca, y unos contrastes llamativos en el color de las paredes: desde el gris perfecto, que parece recién pintado, hasta los dorados solemnes y los negros pizarrosos. Un espectáculo de luz y silencio, una maravilla tan cerca…

 

 

Nuevo viaje al románico de Sierra Pela

Iglesia de Campisábalos, en Sierra Pela

Para abrir boca en los viajes del otoño que ya llega, hoy sugiero una excursión por la tierra alta y fría de la Sierra de Pela. Con algún libro sobre la Arquitectura Románica de Guadalajara en la mano, será fácil y emocionante a un tiempo el patear aquellos altos páramos, en los que el valor unánime de la historia está clavada en sus cuatro puntos cardinales.

Más allá de Atienza y de Albendiego, ascendiente a la meseta de Pela, especialmente por el estrecho camino (bien asfaltado hoy en día) que cruza entre los farallones marcados por un antiquísimo glaciar, se llega a los dos pueblos más remotos de la provincia, en los cuales se encuentran dos preciosas iglesias románicas que ahora recordamos.

Campisábalos

Participaron en la construcción de la iglesia parroquial de Campisábalos diversos artistas de filiación mudéjar, que plantearon una limpia estructura hoy conservada bastante completa desde su primitiva construcción en el siglo XIII. Tan sólo la torre es un añadido posterior, que precisó derribar la  parte oriental del atrio meridional. El resto nos muestra un edificio compacto, orientado y alargado de poniente a levante, con ábside semicircular en este extremo, ingreso al sur, incluido en el atrio, y capilla añadida (la de San Galindo) sobre el muro sur del templo.

El exterior del ábside, semicircular, muestra adosadas cuatro columnas que rematan bajo el alero con capiteles de tipo clásico. Una bella serie de canecillos muestra temas curiosos, figuras, incluso escenas, como la caza del conejo con palos. En el tramo central se abre una estrecha ventana aspillerada, que se cubre con dos arquivoltas o cenefas de bella decoración foliácea, apoyando sobre corrida imposta de entrelazo que se extiende a todo el ábside. Un par de capiteles (uno de tipo corintio y otro de entrelazo) coronan las columnillas que escoltan este bellísimo ejemplo de ventana absidal románica. Bajo ella, y también extendiéndose a todo lo ancho del ábside, aparece otra imposta con decoración de «ochos» sin fin.

El atrio es muy simple, y sirve para cobijar la puerta de ingreso al templo, que se incluye en el muro, escoltada por dos altas columnas con sus correspondientes capitelillos, a la altura de una cornisa moldurada sostenida por varios modillones que alternan con talladas metopas. La puerta tiene cuatro arquivoltas, con decoración muy movida, dentro del tema vegetal, estando bordeada la más externa con cenefa de entrelazo; la sigue otra arquivolta con incisiones que dejan ver baquetón interno; y otras dos más con alternancia de baquetones lisos y cenefas decoradas. Apoyan todas ellas sobre imposta decorada y tallada, y ésta a su vez sobre sencillos capiteles, cuatro en cada lado, con sus respectivas columnas. El dintel arqueado presenta, como es común en este grupo de portada románico‑mudéjar, dovelaje dentellonado con rosetas talladas, apoyado en imposta y jambas que son más pronunciadas en su parte superior, confiriendo al conjunto un cierto aire de arco en herradura.

El templo al interior es de una sola nave, con presbiterio y ábside semicircular cubierto de cúpula de cuarto de esfera, arco triunfal y pequeña entrada primitiva, también con arco románico, a la sacristía.

Añadida en la misma época sobre el costado meridional del templo se ve la llamada Capilla del caballero San Galindo, que al exterior presenta una portada del mismo estilo, mas un paramento cubierto con tallas alusivas a los doce meses del año, una ventana y un muro recto que sirve de ábside. La portada es similar a la de la iglesia y a la de la parroquia de Villacadima: cuerpo saliente de bien tallado sillar, con alero de piedra sostenido por ocho canecillos de temas iconográficos zoomórficos y antropomórficos, y en el muro inclusa la portada abocinada con cuatro arquivoltas en degradación, la más externa con decoración de roleos vegetales; le siguen otras dos lisas, baquetonadas, y la interior con línea zigzagueante. Apoyan en imposta corrida, sobre tres capiteles vegetales a cada lado, cada uno sobre su correspondiente columna. El dintel semicircular se constituye con dovelas talladas de rosetas, que forman bello arco dentellonado que se apoya en jambas estriadas con prominencia hacia el vano en su parte superior, dando a toda la estructura un cierto carácter oriental o de arco en herradura. Esta decoración, similar en todo a la portada del próximo lugar de Villacadima es a su vez muy parecida en algunos temas a las portadas occidentales románicas de la catedral de Sigüenza, fechadas sin duda en los primeros años del siglo XIII.

Villacadima                           

Se encuentra Villacadima en los confines de la provincia de Guadalajara con la de Segovia. Su templo románico es uno de los más espléndidos ejemplos de la arquitectura religiosa medieval en la provincia de Guadalajara, y cuando llegamos hasta su enclave vemos que se rodea por el sur con un amplio prado delimitado de barbacana de piedra, y un ingreso a poniente que consta de arco semicircular entre jambas y rematado en cruz. Otro ingreso similar tenía a levante, pero se hundió hace años.

Sobre el muro de poniente de la iglesia se alza la espadaña, obra reformada en el siglo XVI, así como la torre, aunque se interpreta fácilmente por sus cegados arcos la existencia de otra espadaña, más humilde, pero primitiva del XIII. El ábside es también obra del XVI, lo mismo que el ensanche que sufrió la iglesia haciéndose de tres naves.

Lo más antiguo e interesante es la portada, que debemos fechar en la primera mitad del siglo XIII.  Consta de varias arquivoltas semicirculares en degradación, incluidas en un cuerpo sobresaliente del muro meridional del templo. Existen en total cuatro arquivoltas; la más externa muestra una exquisita decoración de tipo vegetal, en la que tallos y hojas se combinan para formar un continuum decorativo de gran efecto, de muy similar estructura a la de algunas arquivoltas de las portadas de la catedral de Sigüenza y de las iglesias de Santiago y San Vicente de la Ciudad Mitrada. Este detalle, claramente apreciable a nada que se compare este templo con los citados de la capital de la diócesis, nos obliga a pensar en la existencia de un modelo aquí copiado, y por lo tanto la datación de Villacadima es fácil, y se coloca hacia el año 1220.

Las dos siguientes arquivoltas son lisas, baquetonada la primera, de doble filo la segunda, y aún la tercera se ofrece decorada limpiamente con un motivo geométrico muy simple, consistentes en unas líneas paralelas formando ángulo sobre cada una de las dovelas. Todas ellas cargan sobre una imposta de decoración también geométrica, que a su vez apoyan sobre tres columnas a cada lado, cada una coronada con su respectivo capitel de sencilla ornamentación vegetal. El interior de este gran arco de ingreso a la parroquia de Villacadima lo forma el semicircular dintel, realizado a base de curiosas dovelas con dentellones, cada una albergando un tallado adorno vegetal, circular y radiado. Carga este dintel sobre sendas jambas estriadas que dan paso a la puerta, y en su remate superior se prolongan hacia el vano, de modo que confieren al conjunto de la portada un cierto aire de arco en herradura. El alero que cobija a la puerta se sostiene por variados canecillos tallados en los que aparecen curiosos temas.

El conjunto de esta puerta, que guarda un gran parecido con las dos portadas de la iglesia de Campisábalos, y es obra del mismo grupo de artistas, denota la actividad de una escuela románica de filiación mudéjar, pero que utiliza modelos de mayor prestigio, concretamente los de pura raigambre seguntina, a su vez heredados de elementos languedocianos y borgoñones.

Este último templo de Villacadima, al que hemos llegado en nuestro peregrinar por el románico rural de Guadalajara, fue objetivo de rapiñas y sufrió un acelerado proceso de ruina que ha sido afortunadamente detenido, y salvado, gracias a una modélica restauración, en años pasados, de la mano del arquitecto Tomás Nieto y de la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades. Una verja de hierro permite hoy, tanto la contemplación del interior del templo, como la salvaguarda del mismo frente a incontrolados pillajes.

En recuerdo de los alcarreños valientes

Ahora que ya estamos inmersos en la Fiesta grande de la ciudad, no estará de más recordar a algunos de sus vecinos que dejaron memorable huella de sí. No porque hoy sean ejemplos a imitar, sino más bien porque son siempre individuos singulares, que si bien las modas cambian y las hazañas se cifran en otros valores, la sangre fría y el brillo de la aventura siempre es un factor que merece ser observado.

En guerras y tempestades surgieron las figuras de los valientes. Si ellas se dedicaban (hablo de la Edad Media, del Renacimiento, de siglos muy pasados) a rezar y ornamentar altares, ellos iban a las guerras contra el turco, defendían su honra y la de su familia con fieros duelos en las calles, y algunos hasta hacían verdaderas barbaridades que con asombro contemplamos, como si fuera un retal pretérito de la columna de “Sucesos”. Aquella Guadalajara que se limitaba al contorno de su amurallamiento medieval cristiano, y que desde San Ginés (el campo del mercado, por el sur) descendía calle mayor en línea hasta el Alcázar, con su Puerta de Madrid, al norte. O por poniente la línea del barranco de San Antonio y el torreón de Alvarfáñez como límite del burgo, hasta, el barranco del Alamín, sus viejos muros alcazareños, su torre albarrana que hoy otea el recobrado “parque lineal” por el levante, era la ciudad en que cabían los milagros y las posturas de reto. Más directa relación humana que la que hoy se estila, siempre pasando por la “rueda de prensa” o la denuncia judicial, o la tunda descalificadora “a nivel de comentario”. Tiempos  en los que había valientes, alcarreños decididos de los que hoy traemos un recuerdo, si no ejemplar, al menos curioso.

El comendador Rodrigo de Campuzano

En la segunda capilla, toda oscura y alumbrada de velas temblorosas, según se entra a la iglesia de San Nicolás, a la derecha, aparece el mausoleo tallado en alabastro del caballero don Rodrigo de Campuzano, de quien dicen los historiadores que era “gran soldado y hombre de mucha erudición de Historia y letras humanas”. Es una estatua soberbia, mal entrevista por el perenne oscurecimiento de la piedra, robado al ambiente. Estuvo en la vieja iglesia de San Nicolás (que ocupaba el solar donde hoy está el Banco de España) y se pasó a esta de los jesuitas en el siglo XIX. Está tallado (para mí no existe ninguna duda de ello) por el mismo escultor que hizo la yacente estatua de El Doncel de Sigüenza. Delicado el trazo, vigoroso el gesto, a los pies un pajecillo llora también su pena apoyado en el casco del caballero. Pues bien, esa maravilla de escultura sirve hoy de anclaje material al recuerdo intangible de este hombre, que según Pecha era “uno de los principales caballeros hijosdalgo de esta ciudad”.

En 1461 tuvo una pendencia con don Juan de la Puente Zavallos, y decidieron resolverla como se acostumbraba entonces: en duelo de sables en un descampado fuera de la ciudad, probablemente en el camino que salía hacia oriente desde la ermita del Mamparo. Se juntó mucha gente a verlos reñir, y a poco de empezar Campuzano le dio “tal cuchillada en la cabeza a Juan de la Puente que se la abrió y le derribó en tierra”. Los padrinos del duelo llegaron entonces, y el de Juan le declaró por vencido, para que no siguiera dándole cuchilladas hasta la muerte. Campuzano, contento y ufano, dio una gran limosna a los clérigos de San Nicolás.

Diego de la Serna y el león perdido

En una ocasión memorable como fue la visita del Rey de Francia Francisco I a la ciudad de Guadalajara (cuando prisionero desde Pavía era conducido hasta Madrid para sufrir prisión en la Torre de los Lujanes), los duques del Infantado obsequiaron al monarca galo con una semana de fiestas y demostraciones. Además de los muchos regalos que le hicieron cuando marchó Henares abajo, y de los banquetes levantados en su honor sobre los salones largos y luminosos del palacio ducal, se organizó una fiesta única, propia de países bárbaros según declaró el Rey, pero emocionante siempre y muy aplaudida por el pueblo: en la gran plaza pública que se abría ante la fachada del Palacio del Infantado se celebró una “lucha de un toro y un león” para ver quien sobrevivía. Todo el público rodeando la empalizada, el rey francés, ministros españoles y la familia Mendoza al completo mirando desde las ventanas superiores de la fachada, ocurrió que el león hizo un extraño y se escapó corriendo, lanzándose primero al patio de los “Leones” (sería querencia de nombres) y luego a la escalera del palacio, donde rugiendo amenazaba desde lejos con desgarrar las carnes de quien se le acercara.

Ante el dilema surgió un hombre, Diego de la Serna Bracamonte, que servía a los duques de Mayordomo. Era además hidalgo, hombre principal, muy valiente y de grandes fuerzas. No se lo pensó dos veces: cogió un hacha encendida, subió hasta el rellano y se acercó al león, que se amansó asustado al ver no sólo a un hombre tan valiente, sino la tea inflamada que llevaba en su mano izquierda. Con la derecha ocupada de la espada le amenazó, se la puso en el sobaco, y con esa misma mano derecha le agarró de la melena y le arrastró hasta su jaula, “casi en peso levantado, llevó al león por todo el patio y passeóle por la Plaza, entróle en la Huerta del duque donde estaba la leonera y dejóle encerrado en ella, con admiración de el Rey de Francia, de el duque y de los demás que no acababan de darle gracias por haberlos librado de las garras…” En fin, toda una hazaña que es justo que todavía hoy se rememore.

Luis de Orejón frente a Barbarroja

El mito de la lucha contra el Islam por parte de los caballeros cristianos, sucedido desde los inicios de su secular lucha sobre el suelo hispánico, se concentra en la historia de Luis de Orejón, un valiente hidalgo alcarreño que metido a soldado del Emperador Carlos I, el año de 1538 se halló en la batalla que contra el ejército otomano tuvo lugar en territorio del Reino de Sicilia, concretamente en la fortaleza de Castilnovo,  localizada en la costa de la actual Grecia. Murieron en la batalla varios naturales de Guadalajara, y fueron apresados otros. Concretamente el capitán Luis de Orejón, familiar de los Morales y Barnuevo, gente de mucho dinero y poderío en la ciudad por esos años, fue hecho prisionero y llevado hasta Constantinopla, donde quedó como esclavo. Un día vio que uno de los dirigentes de la comunidad judía le insultaba, y profería blasfemias contra Cristo. El alcarreño no pudo sufrirlo, y según nos cuenta Hernando Pecha con todo detalle, “tomó un pedazo de ladrillo, y mostró el esfuerzo de su brazo” porque le sacudió un ladrillazo al rabino que lo dejó muerto allí mismo. Se armó el correspondiente alboroto, a Orejón le sometieron a más dura pena de la que ya tenía, y le condenaron a morir en la horca. Como no se callara, según le llevaban por las calles de Estambul a ahorcarle él iba cantando por qué le mataban. Llegó a oídos del sultán Barbarroja que a un cristiano le iban a ahorcar porque había matado a alguien que blasfemó contra su propio Dios. Y al ser esto un motivo legal de muerte por parte de los musulmanes, el sultán le salvó y le llevó consigo como esclavo. Siete años más vivió en el palacio turco aprendiendo las lenguas de aquellas gentes (turco, árabe, griego, etc) de tal manera que un día consiguió escaparse de su prisión, y llegar tras muchos sufrimientos y calamidades que darían para un nuevo “Viaje de Orejón por el Mediterráneo” (es que se parece tanto al viaje de Baldassare que no hace mucho escribió Amin Maalouf que no me resisto a dejar constancia del hecho) acabando en Génova donde un familiar remoto suyo, riquísimo y poderoso (Antonio de Mendoza, que allí estaba de embajador) le acoge y le salva, después de invitarle a comer en su palacio todavía vestido el fugitivo con sus viejas ropas mamelucas.

Aunque alcarreño, a su vuelta se quedó a vivir en Barcelona, donde casó con Beatriz de Bustamante y quedó de feliz muestrario de viajero, aventurero y emigrante sabedor de lenguas. Suponemos que aprendería el catalán en la ribera del mar nuestro.

La crueldad de Petrique

Y para acabar un triste suceso que alarmó a la población de Guadalajara allá en la Edad Media, concretamente en 1398. Vivían en el barrio de Budierca dos hermanos, hijos de un labrador honrado. En perpetua discordia, encontraban cada uno en su propio hermano el motivo más fácil y cercano de armar alboroto. Un día se desafiaron y salieron a batirse con espadas “a la Cruz de Piedra, más allá del Mamparo, en la encruzijada de los dos caminos, uno que va a Sanct Cristóbal, y a Chiloeches otro”. Y Petrique a la primera le soltó un sablazo que dejó muerto a su hermano allí mismo, de inmediato, sin darle tiempo a confesión. Salió huyendo, al ver lo feísimo de su acción, “y nunca se supo más de él ni muerto ni vivo”. Un ejemplo triste, también, pero memorable por lo que a la ciudad supuso de acumular en su colectivo subconsciente un fratricidio estúpido. Tantos fratricidios se darían luego, en tiempos más recientes y civilizados…. que uno no tiene ya confianza en ningún tipo de evolución ni de progreso. Que cada uno se lo monte como pueda, especialmente en esta Fiesta que ahora nos envuelve, y de sablazos pocos.

José María Alonso Gamo, memoria de un intelectual

Se cumple en estos días –exactamente mañana 7 de septiembre- un siglo del nacimiento de uno de los grandes intelectuales que ha dado nuestra provincia. Un Centenario que debería haberse celebrado con más sonoridad y repercusión social, incluso en estos momentos en los que la actividad intelectual está arrumbada y preterida, y de la que quienes la practican y militan en ella deben casi esconderse para no ser objeto de ridiculización. Por eso, quizás, ha pasado casi desapercibido el Centenario de este alcarreño ilustre, (una conferencia de Suárez de Puga lo ha reivindicado en Torija el 31 de agosto) del que debe decirse, así, de entrada, que fue un gran intelectual, poeta y ensayista, además de un hombre educado, elegante y patriota. Calificativos, en su totalidad, que hoy no se llevan.

Sobre José María Alonso Gamo, a quien profesé veneración y él me premió con el don de su amistad, podría escribir largo y tendido. Algo he puesto, negro sobre blanco, en el espacio web que dedico a los nombres destacados de Guadalajara, y no quiero dejar pasar la ocasión de darlo a conocer también en el papel impreso de Nueva Alcarria. En el que él algunas veces colaboró.

José María Alonso Gamo ha sido uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, además de un intelectual y escritor, de los que antes se llevaban: educado, culto, leído, apasionado. Nació Alonso Gamo en Torija, el 7 de septiembre de 1913. Estudió el bachillerato en Madrid, y Derecho en El Escorial, obteniendo su doctorado enla Universidad Central, en 1933. Después de la Guerra Civil, en la que no le quedó más remedio que participar, desarrolló la vocación diplomática, la «carrera» por excelencia, y el deambular por esos mundos, representando y defendiendo a España con pluma, no ya con armas, y con el buen hacer de su corazón grande. Alonso Gamo recorrió en ese quehacer  buen número de capitales americanas y europeas, jubilándose poco después de su último destino, el consulado de Amberes, en 1980.

Ingresó en la carrera diplomática en 1949. Al año siguiente, realizó un curso de Derecho Internacional en la Universidad Internacional de La Haya (Holanda). Destinado en el Ministerio de Asuntos Exteriores hasta junio de 1953, fue luego Cónsul adjunto de España en París, desde junio de 1953 a mayo de 1955. Continuó en los cargos de Secretario y Agregado Cultural de la Embajada de España en Lima (Perú) desde junio de 1955 hasta diciembre de 1959, y de Secretario y consejero cultural de la Embajada de España en Roma desde febrero de 1960 hasta diciembre de 1966.
Destinado al Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid, fue director de Actividades Artísticas, en la Dirección General de Relaciones Culturales, hasta febrero de 1971. Posteriormente, Consejero cultural adjunto y ministro consejero cultural adjunto de la Embajada de España en Londres desde marzo de 1971 hasta enero de 1977. Y finalmente, Cónsul general de España en Amberes desde febrero de 1977 hasta agosto de 1980.

Pero el tránsito por los caminos de la diplomacia no le impidieron nunca el desarrollo de su más íntima querencia. Pensar y escribir, dar en letra su agobio y su ternura. Poeta de vena lírica, moderna y tradicional a un tiempo, libros como «Tus rosas frente al espejo», «Paisajes del alma en guerra» y «Paisajes del alma en paz» han sabido llevar a la página chiquita y ya amarillenta de sus ediciones sencillas el pálpito magistral de su pluma, sin exageración entre las primeras de la poética hispana de este siglo. Por ella le fue concedido en 1952 el Premio Nacional de Literatura, y en 1967 el «Premio Fastenrath» de la Real Academia de la Lengua por su obra Un español en el mundo: Santayana, editado un año antes.
Entre sus obras de investigación y crítica literaria, están como las mejores el estudio que dedicó al Marqués de Santillana. Y a ese otro arriacense, también poeta, y novelista, del siglo XVI, que fue Luis Gálvez de Montalvo. Este es el título completo de la obra que le publicó en 1987 la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana»: Luis Gálvez de Montalvo (Vida y obra de ese gran ignorado). En ella aborda el autor el estudio pormenorizado de la vida y la obra de uno de nuestros más preclaros escritores del Renacimiento, del alcarreño Luis Gálvez de Montalvo, que formó a mediados del siglo XVI en las filas de la corte humanista del cuarto duque del Infantado, siendo uno de los pilares claves de aquella «Atenas Alcarreña» que dio a Guadalajara renacentista el marchamo de un parnaso denso.
José María Alonso Gamo se transforma en esa ocasión en un estudioso de la historia literaria, y en un exégeta de un poeta alcarreño digno de aparecer en todas las historias. Lo más granado del estudio de Alonso Gamo se refiere a la obra de Gálvez, a su producción poética por una parte, y al significado y valoración de su novela más famosa, El Pastor de Filida, en la que, al hilo de aventuras amorosas intrascendentes, él supo retratar en clave el mundo disperso, intelectual y mundano de los Mendoza guadalajareños. Alonso Gamo, que bien pudiera por este su libro haber pertenecido a aquel «parnaso» arriacense de mediado el XVI, espiga de dicha novela todas las poesías, y no solo las publica ordenadas, constituyendo la segunda parte de su obra, sino que previamente las desmenuza y analiza desde un punto de vista de crítica textual, con el que viene a ofrecernos lo mejor y más significativo de esta su obra.
De sus versos, espigados en ese libro, en aquel poemario, en esta antología, se han hecho no hace mucho unas hermosas Cinco Canciones que ha firmado en la música el compositor Miguel Angel Gómez Martínez, director de la Orquesta Sinfónica de Hamburgo, y que con textos de Alonso Gamo se pasearon en magnos conciertos por las principales capitales europeas. Concretamente sirvieron como sustento de esas composiciones los poemas «Rosas», (de la obra Tus Rosas frente al espejo), «Cuantas veces», (del libro Rincón que en 1984 le editó la Diputación de Guadalajara), «Rincón de la rebotica», «Una ermita» y «La Luz» (de la obra Zurbarán, 1974, con versos del torijano al pintor extremeño).

En el proyecto, iniciado hace unos años con el apoyo exclusivo de su propia familia, de las «Obras Completas de Alonso Gamo«, el primer tomo fue dedicado a la traducción completa de las Poesías de Catulo. Esta obra, presentada en Madrid el 18 de Noviembre de 2004, fue unánimemente alabada como la mejor aportación al conocimiento del poeta latino, y la más bella de sus traducciones, realizada no solo por un experto estudioso de la obra del clásico, sino por un poeta de grandes dimensiones. Y el segundo, a su monumental análisis y traducción de la poesía de Santayana,  en 2007.

La obra de Alonso Gamo

De su principal obra, y con la brevedad que la ocasión impone, quiero reseñar algunos títulos. De una parte, lo publicado en poesía: “Paisajes del alma en guerra” salió en 1945 gracias a la editorial Emecé en Buenos Aires. Con “Tus rosas frente al espejo” ganó en 1952 el Premio Nacional de Literatura y lo editó enseguida Castalia, en Valencia. Luego vinieron “Ausencia” editado por Ínsula en Madrid (1967) y “Zurbarán” (1974) con el que obtuvo el accésit al Premio «Leopoldo Panero»)
De 1976 es su obra máxima,  “Paisajes del alma en paz”, editada por Arbolé en 1976, y con la que obtuvo el Premio «Ejército» de poesía. Su último título poético fue “Rincón”, editado por la Excma. Diputación Provincial de Guadalajara, con el que alcanzó el Premio «José Antonio Ochaíta», de la Institución Cultural «Marqués de Santillana».) Guadalajara, 1984.
Quedaron en el baúl de las obras inéditas algunas otras colecciones poéticas, magníficas todas (lo sé porque las he leído) y que ha sido lástimaque no se hayan plasmado sobre el papel y el cuerpo de un libro en este año de su centenario. Así “España, mi natura”, “Italia, mi ventura”, “… Y Flandes” Superinteresantes sus “Sometos a Magritte” además de “Ego Sum” y “Retratos”.

Los estudios de ensayo y crítica literaria manifiestan la madurez del estudio, lo concienzudo del análisis, y la altura de su pensamiento. Así recordar sus obras publicadas, como “Un español en el mundo: Santayana”, editado por Cultura Hispánica en Madrid en 1966 y reeditada en el conjunto de sus “Obras Completas” por Aache en Guadalajara en 2007, con la que obtuvo el Premio «Fastenrath» de la Real Academia Española.
También el ya mencionado estudio sobre “Luis Gálvez de Montalvo. Vida y obra de ese gran ignorado” y el estudio y traducción de los Poemas de Catulo. No olvidamos su obra “El Marqués de Santillana, poeta alcarreño. Poemas de Guadalajara”, que fue hecha realidad sobre papel en la Colección Arriaca de la Casa de Guadalajara en Madrid, en 1999.
Es de destacar su obra “Tres poetas argentinos: Marechal, Molinari, Bernárdez”, que le publicó la Editorial Cultura Hispánica en 1951. Algunos otros ensayos quedaron inéditos como los dedicados al hermetismo italiano (Ungaretti, Montale, Quasimodo, Luzi, Sinisgalli y Sereni) y al “conde de Rebolledo” como él mismo poeta, militar y diplomático.

En estas líneas, apresuradas y simples, que dedico en homenaje a la memoria y centenario de Alonso Gamo, no cabe la relación completa de premios y de hechuras literarias que tejió el autor alcarreño: libros de poesía, de ensayo, de biografías. Conferencias sobre temas literarios y alcarreñistas. Artículos en las más prestigiosas revistas del país. Su elegancia en todo, su pulcritud en la escritura, su perenne asechanza a la obra de los clásicos, que le ha llevado aser posiblemente elmás importante conocedor y estudioso de Catulo y Santayana.

De Alonso Gamo solo cabe añadir, y no porque esté en el último lugar de sus virtudes, la caballerosidad y la generosa entrega de amistad que a todos brindó. Su biblioteca, de alejandrinos alientos, es puerto donde todos hemos alguna vez recalado; su casa y su tertulia en el paseo de la Castellana donde vivió, a menudo se vestían de alca­rreños horizontes para acoger a los amigos que le aplaudían. Y el pálpito de humanidad y sabiduría que surgía de este alcarreño insigne, acreedor a una placa en bronce, a una estatua incluso, nos envuelve cada vez que le recordamos, que de sus escritos aprendemos o nos adentramos en la suave melancolía de sus versos.