Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

noviembre, 2002:

Vuelve Layna Serrano

Hoy quiero recordar la figura de uno de los más preclaros hijos de esta provincia. Y lo hago a propósito de la aparición de un libro que le recuerda entero. Un libro que ha escrito, y se ha editado él mismo, el atencino Tomás Gismera Velasco. Lo titula con el nombre del personaje en cuestión, Francisco Layna Serrano, y lo subtitula dos veces: una le da el apelativo de “señor de los castillos” y otra especifica que este libro, esta biografía, es “otra historia de Guadalajara”. Un libro es este que sin malabarismos gráficos ni de diseño, entra en materia desde el primer momento. Tras un hermoso prólogo de Félix Utrilla Layna, sobrino del biografiado, se presenta la figura de quien fuera Cronista Provincial de Guadalajara en el comedio del siglo XX. Un hombre culto y dinámico, médico de profesión, y, sobre todo, apasionado por defender su tierra de los diversos manotazos que la fortuna –cuando no la insidia y la dejadez- le fueron dando en su tiempo.

Nació Layna en Luzón, en 1893, hijo de médico rural. Y alcanzó a estudiar en Sigüenza y luego en Guadalajara. Con pantalones cortos anduvo subiendo la venerable escalera del antiguo Instituto, al que entonces se entraba por la calle del Museo. Uno más de cuantos por subir esa escalera, se enamoraron sin remedio de los Mendoza, de doña Brianda, de la heráldica y los artesonados renacentistas ¿Tendrá algún poder mágico su piedra cérea? Pasó los veranos con su gente, su familia alcarreña en la que abundaron profesores, filósofos, médicos y periodistas. En Cifuentes y en Ruguilla, junto al Tajo, por Trillo… y al hacerse mayorcito a Madrid, a estudiar Medicina en las aulas del viejo hospital de San Carlos, en Atocha. Por entero se dedicó al estudio de la ciencia, haciéndose especialista en Otorrinolaringología junto a los pioneros de esta rama, como Horcasitas, Tapia, Compaired… Puso su clínica en la calle de Hortaleza, viajó por provincias (iba a Manzanares, o a Logroño, a operar, a ver enfermos difíciles que le reclamaban) y se casó con una mujer joven y entusiasta como él por la ciencia, los viajes, la lectura y la plena aventura de vivir.

Hacia 1931, cuando los dueños del Monasterio de Ovila, que entonces estaba en término de Azañón, pero al que se bajaba cómodamente desde Sotoca, decidieron vendérselo al representante en España de William R. Hearst, Layna arrancó como una potente locomotora a luchar contra el grandioso expolio. Se llevaban a Estados Unidos un monasterio cisterciense y medieval, alcarreño, entero, comprado por cuatro perras, y aquí nadie se enteraba o, si acaso, miraba para otro lado. Ese fue el espoletazo que le hizo a Layna entrar en el ámbito de la investigación histórica, en el estudio del arte, en la carrera sin fin de la defensa del Patrimonio. Se saldó con ambivalente resultado: porque si no consiguió evitar el expolio (del monasterio una parte fue a California, otra a empedrar las calles de Cádiz, y otra se quedó cubierta de ortigas junto al Tajo) al menos el hecho sirvió para que él realizara una magnífica historia de Ovila, y con sus propios dineros la editara, quedando así la constancia eterna del desaguisado. Ello sirvió, además, y esa es la clave, para que Francisco Layna se lanzara al estudio, análisis y defensa de nuestro patrimonio. Y lo hizo junto a su esposa Carmen Bueno, con todo el entusiasmo que da a estas cosas el amor verdadero, y la juventud.

Empezó por estudiar y fotografiar las construcciones de estilo románico, y al tiempo se puso con otra obra de mayores vuelos: el análisis de los castillos de la provincia, que suponía también su visita, el levantamiento de planos, y la indagación de su historia, la de sus personajes, la de sus instituciones. Ahí abrió Layna la brecha de una “gran historia provincial” que si nunca llegó a cuajar en título, sí lo hizo en la realidad de ese libro.

Y en medio del trasiego por pueblos y cerros, la desgracia total: un fatal accidente en su automóvil, el 12 de octubre de 1933, hizo que perdiera a su esposa, y él un ojo. La vida rota en su inicio. Pero ahí es donde se mide a los grandes hombres: no en el aplauso continuo de los demás, en la molicie de tener y gastar, sino en la desgracia honda. Y ahí creció el Layna que todos conocemos. Disparó su vida, además de en la Medicina, en los estudios históricos. Y de ahí (y de su reclusión forzosa en su casa de Madrid durante los tres años de Guerra Civil) salieron la “Historia de Guadalajara y sus Mendozas”, la “Historia de Atienza”, la “Historia de Cifuentes”, sus estudios sobre el “Palacio del Infantado”, y mil cosas más que fue descubriendo y publicando en revistas, en monografías, en artículos de este mismo Semanario. Casi todos los libros se los editó él mismo, pues sin hijos ni obligaciones añadidas, con el buen pasar que por entonces daba el ejercicio de la Medicina, tuvo dinero para afrontar los gastos de edición de unos libros mus costosos que casi nadie compraba. Al final, no sólo se agotaron, sino que hoy (lástima que él ya no pueda verlo) se han convertido en auténticas piezas de lujo, meta de coleccionistas bibliófilos, tesoros para muchas bibliotecas).

Esta biografía que aquí pergeño a levísimos vuelos, la pone en detalle máximo, con precisión de datos y fechas, con certeza absoluta de personajes, acontecimientos y anécdotas el autor del libro que motiva estas páginas, Tomás Gismera Velasco.  Él mismo dice que este libro, que le ha llevado nueve años escribirlo, nació de su admiración por Layna. Y es verdad: quien entra a leer los libros laynescos, quien se aventura a través de sus páginas por los remotos avatares de nuestra común historia, no puede por menos que asombrarse y hacerse adicto al viejo cronista. Es una reacción química. Por eso, sin duda, quien hoy no le aprecia, o incluso le denosta (que los hay, que los hay) es que no le ha leído.

Mi aplauso a Gismera por este libro. Todos cuantos admiramos a Layna, y somos devotos suyos desde hace muchos años (yo puedo decir, con no velado orgullo, que le conocí personalmente, y mantuve amistad, directa, personal,  epistolar, con él) estamos felices de que esta biografía haya sido escrita. Y el agradecimiento a su autor es doble: uno, por escribirla. Y dos, y aún casi más importante, por haber dado el difícil paso de editárselo a su costa. Este era un libro que, con toda lógica, debería haber editado la Diputación Provincial. Era su cronista, su historiador, el escritor de gesto miope pero vigilante y tierno que muestra su estatua ante la puerta de la provincial institución… todo un monumento al ser humano con apellido de guadalajareño. Pero, las cosas han ido como han ido, y en esta tierra ya se sabe que es mejor confiar en los ánimos de sus gentes, que a veces sorprenden y arrollan, más que en las iniciativas institucionales. Layna, en fin, tiene desde ahora un nuevo monumento, entero y sereno, multiplicado en las bibliotecas de cuantos le queremos y admiramos.

Líneas renacentistas en Malaguilla

Andando la Alcarria, la Sierra o la Campiña, puede el viajero encontrarse con inesperadas sorpresas, con hallazgos que le entusiasmen. Un simple paseo que no lleva más de media hora, en coche, desde Guadalajara, nos llevará hasta Malaguilla, puesta en la solana de un vallejo tibio que dará a poco de correr en el generoso Henares. Es el arroyo de la Dueñas que llaman, porque allí debieron tener posesiones administradas algunas monjas de Guadalajara, quizás las clarisas, que en la Edad Media eran, si no poderosas, al menos ricas.

Poco más allá de Málaga, arroyo de las Dueñas arriba, y en cada vez más estrecho y doméstico vallejo, rodeado el caserío de denso arbolado, asienta Malaguilla, que estuvo siempre unido, hasta en el nombre y, quizás, en el origen de un posible yacimiento o explotación salina, a Málaga del Fresno. Perteneció como ésta, desde la época de la reconquista, al alfoz o tierra de Guadalajara, de la que constituía el extremo norte, a modo de cuña entre la encomienda santiagusita de Mohernando y el alfoz o Común de Uceda. En la tierra de Guadalajara, y sometida a su jurisdicción, estuvo hasta finales del siglo XVI, en que recibió del Rey el título de Villa y ya prosiguió su historia con jurisdicción propia y reconociendo señorío únicamente al Rey de España.

Calles llanas o en leve cuesta forman el entramado urbano de Malaguilla. Su iglesia parroquial está dedicada a Nuestra Señora del Valle, y destaca majestuosa con su alta torre sobre el caserío. Es este un muy interesante ejemplar arquitectónico del siglo XVI. Su portada principal, en el muro sur, se muestra abierta al sol del mediodía, y a la luz brillante que le cae del cielo. Es una puerta espléndida, elegante y finamente tallada, de estilo plateresco, con detalles ornamentales finamente ejecutados, con pilastras adosadas, capiteles, friso, etc. El interior es de buenas proporciones, del mismo estilo.

Posee esta iglesia también una buena colección de hierros forjados: en la parte externa del cancel interior, hay una cerraja de factura extraordinaria, barroca. Entre diversos adornos tallado aparece en su barra vertical central el nombre del autor y la fecha de ejecución: Carlos Visiera me fecit 1748, lo cual viene a confirmar ser su autor el conocido herrero de Alcalá de Henares. El resto de la puerta presenta picaporte, tiradores y otras piezas de buena labor de forja de la misma época, y aún la puerta principal muestra una guarnición de clavos de gran tamaño.

En la portada es donde el viajero se ha fijado con mayor atención. Plintos firmes sirven de apoyo a las columnas, que rematan en bonitos capiteles renacentistas. Se atreve a opinar que parecen de la mano de Covarrubias. Es poco probable, pero también es verdad que la escuela del maestro constructor de Torrijos fue ampliamente distribuida por las tierras del arzobispado de Toledo, al que Malaguilla perteneció, durante siglos. El friso que sustenta el remate de la portada (dos florones laterales y una hornacina avenerada en el centro) es realmente exquisito, un prodigio de talla elegante con el repertorio de grutescos platerescos al completo. En los salientes sobre los capiteles, sendos medallones: un hombre y una mujer ofrecen la moda de la primera mitad del siglo XVI, del reinado el emperador Carlos. El hombre, con gran sombrero, y la mujer, con un peinado exquisito y un par de collares sobre los ropajes festoneados. ¿Una representación “a la moderna” de Adán y Eva? En ocasiones, esa es la identificación iconográfica de la pareja de seres que se muestran en las enjutas, capiteles o medallones de los laterales de las puertas parroquiales. En todo caso, un elemento más a admirar, porque en estos detalles mínimos, que solo la paciente búsqueda encuentra, está la sorpresa y la satisfacción. Guadalajara da para mucho.

Conserva la parroquia dos buenas obras de orfebrería. La Custodia, sencilla, de cuerpo cúbico sobre amplia basa y nudo, es de plata finísimamente repujada, con grutescos, roleos y cresterías. Es obra de finales del siglo XVI y no lleva firma de autor. La  cruz parroquial es obra del siglo XVII, en plata repujada, con una buena talla de Cristo crucificado en el anverso y otra de Dios Padre en el reverso; en la macolla aparecen repujados cuatro apóstoles. Está firmada por dos orfebres toledanos: Nieva y Esgueva. También posee la parroquia algunas telas y vestiduras de interés y buen arte, especialmente una casulla con imaginería sobre brocado, de comienzos del siglo XVI.

Y ya cuando nos vamos, el recuerdo de la fiesta mejor de Malaguilla, la de Santa Ana, en julio, en pleno verano, que se considera por algunos como equivalente de la Santa Agueda de Málaga del Fresno, el pueblo vecino; la de Malaguilla es también festividad de exaltación femenina, heredada de los ritos ginecocráticos de antiguas sociedades. Todo un conjunto de posibilidades que se brindan al viajero, al curioso, a quien sabe que Guadalajara está repleta de riquezas patrimoniales y culturales, y que solo tiene que tomar nota, apuntar en un papel la posibilidad de visitarlas, hacerse con un mapa de carreteras, y a por ellas.

Memoria de Sefarad en Guadalajara

En la pasada semana he tenido la oportunidad de viajar a dos ciudades españolas en las que se están celebrando exposiciones monográficas sobre Sefarad (la España habitada por los judíos) que consiguen, de forma diversa, pero muy completa en ambos casos, ofrecernos la imagen de cómo era la vida de las comunidades hebreas, de lo que produjo el conjunto de sus individuos, y de las costumbres que tenían, y que hoy siguen vivas, aunque algo matizadas, en las comunidades que repartidas por todo el mundo, forman los sefardíes, los descendientes de aquellos judíos que en 1492 optaron por abandonar su patria, Sefarad, en la que nosotros hoy vivimos.

La primera exposición es la titulada “Hebraica Aragonalia”, y está abierta desde el 4 de octubre hasta el 8 de diciembre (aunque seguro se va a prorrogar dado el aluvión de visitantes que registra cada día) en el Palacio de Sástago de Zaragoza, situado en su Coso o Calle Mayor, un céntrico lugar que fue palacio renacentista de los condes de Sástago, los Alagón. Comisariada por Miguel Angel Motis Dolader, patrocinada por Ibercaja, y montada por la Diputación zaragozana, esta exposición es eminentemente didáctica. Aparecen reproducidos en cartón prensado, muy bien trabajado, juderías enteras de Aragón, calles, pavimentos, muros, puertas, ventanas, edificios, sinagogas…. impresionante muestra de sutileza y pasión. Además, un recorrido por su sinuoso trazado nos lleva a contemplar fotos y textos relativos a los judíos aragoneses, a sus aljamas, a sus personajes, a sus costumbres. Se han añadido numerosas piezas de interés, traidas de bibliotecas y museos diversos. Realmente, merece ser visitada esta grandiosa muestra zaragozana.

La segunda es de mayor calado, se titula “Memoria de Sefarad” y está organizada por la Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior (Seacex). Comisariada por el catedrático y medievalista Isidro Bango Torviso, se ofrece en el Centro Cultural San Marcos, de la calle Trinidad de Toledo, y está previsto que permanezca abierta hasta fin de enero de 2003. Sorprendente, aleccionadora y emotiva es esta exposición sobre los judíos hispanos durante la Edad Media. Muy bien montada como exposición, ha conseguido reunir piezas extraordinarias, muy dispersas y difíciles de ver. Desde joyas, cerámicas y libros, hasta obras de arte, piezas arquitectónicas, audiovisuales y telas… la rica presencia de los judíos en nuestra historia, que se muestra viva y generosa.

No es el momento de señalar las principales piezas de esta exposición toledana, pero sí es el momento de señalar cómo existe una indudable presencia guadalajareña en ella, porque fue Guadalajara un lugar de especial relevancia en la Sefarad medieval, y ello trae consigo que su memoria, la de sus habitantes hebreos, salga a la luz. Así, nos ha llamado poderosamente la atención el ejemplar original y manuscrito de la llamada “Biblia de Alba”, que fue escrita en la primera mitad del siglo XV por Moséh Arragel de Guadalajara, un rabino nacido y residente en nuestra ciudad, e ilustrada por sus amigos los franciscanos de Maqueda, lugar donde Arragel realizó su trabajo entre 1422 y 1430. Quien acuda a esta exposición no podrá evitar estar largo rato ante ese precioso libro, grandioso, gigantesco, con cientos de páginas en pergamino ilustradas con más de 325 miniaturas, de las cuales la primera es muy impresionante, representando al maestre de Calatrava, don Luis de Guzmán, sentado en alto trono, y abajo sus caballeros, y el propio autor, el rabino Arragel de Guadalajara, con su vestimenta hebrea y la marca redonda roja sobre su hombro derecho.

También aparecen en la exposición ejemplares primeras ediciones de los libros de otro ilustre judío arriacense, de Moséh de Leon, nacido en Guadalajara y aquí residente largos años. En nuestra ciudad escribió El Siclo
del Santuario
«, el Shequel-Ha-Codesh, siendo ya muy famoso por haber escrito antes El Zohar o “Libro del Esplendor”, del que existe también una bella edición representada. Aparecen además documentos de judíos molineses, de un proceso inquisitorial llevado a cabo de Sigüenza en siglo XVI. En un apartado final, multimedia, con pantallas táctiles, puede consultarse toda la documentación existente sobre juderías y aljamas (organizaciones municipales judías) en tierra de Guadalajara. Está tomada fundamentalmente de la obra de Cantera y Carrete Parrondo, aunque se adivinan datos ofrecidos también por Lacave en su estudio sobre las Juderías españolas.

Los judíos en Guadalajara fueron numerosos hasta el siglo XV. Muchos de ellos quedaron a vivir en los pueblos de la provincia, gozando de sus pertenencias y trabajando en sus oficios, pero ya “convertidos” de forma forzosa al cristianismo. Aljamas hubo y muy importantes en Hita, en Sigüenza, en molina, en Pastrana. Sabemos que también las hubo en Atienza, en Marchamalo, etc. En Guadalajara ciudad estaba sin duda la más numerosa y selecta, pues consta que aquí se estableció un grupo denso de estudiosos e intelectuales, que integraban la llamada “Academia de la Diáspora”, sabios teólogos, traductores, poetas y cabalistas, que fueron protegidos por los ricos comerciantes de la familia de los Benveniste, Avrabanel y Aboba. Los historiadores Yithzak Baer, José Luis Lacave, Francisco Cantera y Carlos Carrete, además de Manuel Criado de Val, y Marcos Nieto, han ido aportando numerosos datos sueltos con los que puede construirse una amplia visión realista de la existencia y movimientos de los judíos en la parcela alcarreña de Sefarad.

Por el contrario, también aquí destacó la acción de los opositores y rigurosos perseguidores de los judíos. Uno de ellos, el más conocido, don Pedro González de Mendoza, el gran cardenal, fue creador de la Inquisición, primer inquisidor general de Castilla, y uno de los que participó en la elaboración del edicto de expulsión, la terrible pieza administrativa que fue leyéndose en todas las calles de las aljamas judías de Sefarad en los primeros meses de 1492, obligando a marcharse del país a todos cuantos no quisieran seguir aquí convertidos al cristianismo. Drama que se lee con admiración y facilidad en esa serie de “Novelas de Hita” que acaba de ofrecernos la escritora argentina Beatriz Lagos, y que expone de forma magistral, a través de la vida de tres mujeres judías de Hita, sus costumbres, sus deseos, y sobre todo, los miedos y las tristezas de irse unas, quedar las otras, todas desarraigadas en su propia casa.

Viajando por la provincia, en Albendiego nos encontramos tallados en la piedra rojiza de su iglesia de Santa Coloma la exalfa o sello de Salomón. Por Sigüenza subiendo desde la plazuela de la Cárcel al plazal del castillo, trepamos por la calle de la Sinagoga. En Guadalajara, si subimos desde la antigua carretera a la calle del Museo, lo haremos por la calle de Sinagoga, y en la cuesta de Calderón tendremos la memoria de otros dos templos judíos, uno de ellos, la sinagoga de los toledanos, alabada por todos cuantos la conocieron… la memoria nos lleva a reproducir in mente las delicadas yeserías de la capilla de los Orozco en San Gil, o a memorar la vida y viajes de Luis de Lucena, converso sin duda, que anduvo por el mundo entre el recuerdo de su religión nacida y sus ritos recibidos. Un mundo de temor y brillos, la Sefarad que hoy se nos muestra, perfectamente diseccionada, con las mejores piezas de su memoria, en Zaragoza y Toledo. ¿Algún día podremos tener exposiciones así, trabajos serios y de verdad culturales, en Guadalajara? De momento, hay que salir fuera de nuestra provincia para ver parte de nuestra memoria recogida.

Campillo de Dueñas, tan cerca del corazón

Aunque es uno de los pueblos más alejados de la capital de la provincia, Campillo de Dueñas es de esos lugares a los que quien llega un día y lo mira de pasada, promete volver con más reposo. Aunque solo sea porque, al entrar en el templo parroquial, y admirarse de la cantidad y calidad de piezas artísticas que allí se conservan, le crezca la curiosidad y el apego por entrar más en detalles. Un San Roque barroco soberbio de de cruvas y matices. Un San Pascual Bailón que parece que habla. Un Cristo en agonía cruficada que se sale. Y un altar mayor que parece el de una catedral. Más la altura vertiginosa de sus muros, el color que los tapiza, la riqueza de telas, de cuadros, de esculturas, de pilas y rejas… una verdadera sorpresa, que en el alto páramo molinés se viene a los ojos, y se queda en el corazón para siempre.

Un paisaje amenazado

En el término de Campillo de Dueñas hay dos cosas que rompen la monotonía de sus campos sin fin y de lejanos horizontes: una es la Sierra de Caldereros, al sur del pueblo, y otra el castillo de Zafra, en la solana de esa Sierra, una de las maravillas geológicas y paisajísticas de esta provincia, del Señorío de Molina, y de Castilla toda. Una sierra y una maravilla a la que muy pocos han ido, y así ocurre que está no ya olvidada, sino que permanece desconocida.

Por eso ocurre que en la Sierra de Caldereros se ha pedido permiso para instalar, por parte de una empresa eléctrica, un espacio de implantación de aerogeneradores, o “parque eólico” como eufemísticamente se denominan a estas verdaderas bofetadas que se están dando y se están programando dar al único bien que le queda a las zonas deprimidas de la provincia: su paisaje. En el término de Campillo de Dueñas está prevista la colocación de uno de estos espacios, en los que se colocarían (si se autoriza finalmente su instalación) grandes molinos metálicos, líneas de alta tensión, caminos nuevos, roturaciones gigantescas, etc. Todo ello sobre el entorno mágico, único y maravilloso de la sierra de Caldereros. Creo que es una sinrazón, y que además esto no va a ayudar nada al desarrollo de nuestra provincia. Esto es, y para muy pocos, pan para hoy y hambre para mañana. Que cada uno saque sus propias conclusiones.

La historia y el arte de Campillo de Dueñas

Este lugar fue creado cuando la repoblación del territorio molinés, allá en los tiempos en que don Manrique de Lara creó Señorío sobre el Común de villa y tierra de Molina, y concedió Fuero y libertades al país y a sus gentes. Era el siglo XII, y quiere la tradición que el sobrenombre que tiene Campillo “de Dueñas” es referido a que fue señorío de dos mujeres, doña Inés y doña Beatriz de la Cueva, últimas habitadoras del lugar cuando en el siglo XIV, y principios del XV, las continuas guerras entre Castilla y Aragón forzaron a la despoblación de la localidad. Después, el Común de Molina pidió a la reina Isabel la Católica que declarase todo el término de Campillo, en calidad de territorio yermo, propiedad comunal. Y así ocurrió en 1479. Pero años después, ya en el siglo XVI, Campillo se repobló con nuevas gentes llegadas dispuestas a la utilización de sus términos para pastos, y un largo pleito llevado ante la Cancille­ría de Valladolid acabó en 1581 dando la razón a los nuevos pobladores del lugar. Desde entonces fue Concejo perteneciente al Señorío al Rey, y partícipe de los derechos comunales del Señorío molinés.

El viajero que llega a Campillo nota enseguida que el edificio más interesante de la villa es la iglesia parroquial, una construcción de dimensiones gigantescas, aislada del pueblo, a saliente, y es obra hecha de una vez en el siglo XVII, en la segunda y definitiva repoblación. Muestra la portada, en alto, sobre el muro oeste, y se escolta de una bella torre de ornamen­tación barroca. El interior es de una sola nave, con planta cruciforme, y gran cantidad de altares barrocos, con profusión decorativa del mismo estilo por bóvedas, pilastras y frisos. Es un templo que impresiona de riqueza y grandiosidad. Entre las tallas barrocas a señalar, destacan las de San Pascual Bailón, San Roque y San Antón Abad. En el crucero, dos buenos altares con pinturas sobre tabla representando santos dominicos en el uno, y un Calvario en el otro. Son de Miguel Herber, uno de los mejores maestros de hacer retablos del siglo XVIII. También es de este autor el altar mayor, que se muestra con proporciones gigantescas, de un pesado barroquismo. Fue realizado entre 1743 y 1746, y consta de un cuerpo de seis columnas. Por los muros se reparten algunos cuadros oscuros, de la misma época todo.

A la salida del pueblo aparece la ermita de Nuestra Señora de la Antigua, patrona de Campillo; la tradición de este edificio es muy antigua, pero la construcción es de hace unos cien años, por lo que no muestra mérito artístico ninguno. Y no olvidamos que, aunque el mejor camino para llegar es desde Hombrados, el castillo o fortaleza de Zafra se encuentra en término de Campillo. En ese término y esa sierra de violentos escorzos, de mágicas apariciones rocosas, de sorpresas rojizas y verdosas en las que monumentales roquedos parecen salir de lo profundo de la tierra, dando fuerza de escultura al paisaje, ese que ahora, si no se remedia por el sentido común y la valentía de quien puede y debe mediar, acabará ocultándose entre brillantes columnas de aluminio, acero y cables.

Brihuega

El pasado sábado tuvo lugar en Brihuega el IVº Encuentro anual de autores del sitio web “www.alcarria.com”, integrado por escritores, periodistas, historiadores, fotógrafos y naturalistas, bajo la dirección de un webmaster, que juntos realizan una de las tareas más significativas que la “sociedad civil” de nuestra provincia está produciendo en el campo de la red universal o Internet. Tengo el honor de pertenecer al mismo, y de colaborar con ellos desde su inicio. Y la influencia que está teniendo, y el uso que de su abundante información se hace de forma universal sobre nuestra provincia, es tan manifiesto, que hoy por hoy “alcarria.com” se ha convertido sin duda en la fuente más consultada en la Red sobre nuestra tierra.

Pero la referencia a este Encuentro anual la traigo porque después de la comida y entre una y otra reunión, todos los particpantes visitamos Brihuega, esta vez acompañados y guiados por quien la conoce a fondo y con pasión, Avelino González Vega. Es por ello que traigo ahora a colcación la nueva visión que de sus paseos umbrosos, de sus cuestudas calles y sus plazas luminosas me resucitaron en ese momento, y a la memoria y la conciencia de todos el ejemplo de su fortaleza medieval, que tiene un elemento muy significativo, la puerta de Cozagón, en grave peligro de hundimiento, por lo que estas líneas quieren servir de apoyo, no ya al arco, sino a la idea que en Brihuega bulle de llamar a todas las puertas en las que los cuidados necesarios para que Cozagón no se caiga pueden encontrar respuesta.

A todo ello se añade el reciente artículo, documentado y muy técnico, pero a mi entender definitivo, que ha escrito María Magdalena Merlos Romero, en el número 126 de la Revista “Castillos de España”, bajo el título “El castillo de los arzobispos de Toledo de Brihuega: antecedentes islámicos”, que fecha con precisión en los siglos IX al XI su construcción islámica, con datos certeros de sus detalles y evolución.

A la fortaleza medieval de la villa de Bri­huega llaman el castillo de la Peña Bermeja, porque tiene su basamenta sobre un roquedal de tono rojizo, muy erosionado y socavado de pequeñas grutas y anfractuosidades que acentúan su carácter legendario, en el que se sitúa la tradición piadosa de la aparición de la Virgen de la Peña, patrona de la villa, que toma su nombre de ese mismo roquedal, siendo una más de las advocaciones marianas españolas en las que lo castrense y lo religioso se entremezclan.

Por centrar la historia del edificio, cabe recordar primeramente la presencia de un castro ibérico en su entorno. Ello se ha demostrado por el hallazgo de restos cerámicos de la época celtíbera, contando además con la presencia de restos romanos y monedas visigo­das encontradas en la vega del río y en las laderas del monte en que asienta la villa.

Además es seguro que los árabes tuvieron en este enclave un castillete o torreón defensivo, que en la época del reino taifa de Toledo, especialmente ya en sus últimos años, se amplió y llenó de comodidades, de tal modo que sirvió para que en él pasaran algunas temporadas el rey Almamún, y su hija la princesa Elima, más el rey de Castilla Alfonso vi cuando todavía no era sino aspirante al trono. En esa ocasión, y según refiere la Crónica de España escrita por Alfonso x el Sabio, el futuro monarca castellano recibió en donación del musulmán la villa de bryuega donde refiere que avie y buen casti­llo para contra Toledo. El historiador y arzobispo toledano, señor de la villa del Tajuña de la que aquí tratamos, la denomi­na en su De Rebus Hispaniae como “Castrum Brioca”. En la ocasión en que, tras la toma de Toledo, el año 1085, el rey castellano otorga Brihuega al arzobispo de la nueva sede, don Bernardo, le concede en señorío la villa de Brihuega, a la que se refiere como poseedora de un fuerte castillo bien situado estratégicamente. Indudablemente, los árabes fueron los constructores primeros de esta fortaleza vigilante del Tajuña, según sentencia Merlos. Y a partir de finales del siglo XI, serán los castellanos, y más concretamente los arzobis­pos toledanos, quienes aumenten y den a la fortaleza briocense el estilo y la forma en que hoy la vemos.

El rey Alfonso vi donó entera la villa de Brihuega, como acabamos de ver, a la mitra primada de España, en documento fechado el 15 de enero de 1086. Es esta la primera vez que aparece esta localidad nombrada en un documento. El primer arzo­bispo que poseyó a Brihuega fue don Juan, quien formó con ella un feudo amplio en el que incluía lugares de relieve, como Illescas, Alcalá de Henares y Talavera. El arzobispo que más ayudó a Bri­huega fue don Rodrigo Ximénez de Rada, el que fuera gran político e historiador que tanto ayudó al engrandecimiento de Castilla durante los reinados de Alfonso viii y Fernando iii. A él se debe la construcción de los más importantes monumentos religiosos de Brihuega, como las iglesias de San Felipe y Santa María, pudiendo añadir a la lista de sus iniciativas la de culminar el ya reconstruido castillo briocense con una capilla de corte gótico en la que tantas veces él mismo habría de celebrar los oficios religio­sos.

En este castillo que denominaron sus descendientes palacio‑fortaleza, pasó largas temporadas don Rodrigo, entre los  años 1224 y 1239, escribiendo en él muy probablemente algunas de  sus importantes obras históricas. El fue quien redactó y otorgó el conocido Fuero de Brihuega para sus habitantes, y consiguió  del rey Enrique I, en 1215, un privilegio para celebrar feria por San Pedro y San Pablo cada año.

Menudearon las visitas reales al castillo de la Peña Bermeja, tanto de Alfonso viii como de Fernando iii y de su hijo el Rey Sabio, y en 1258 llegó a tanto la importancia de la villa y de su castillo, que sirvió de sede para clausurar uno de los  concilios toledanos que convocara el año antes el arzobispo‑infante don Sancho.

Tanto la fortaleza como la muralla completa de la villa  de Brihuega hubieron de sufrir algunos avatares guerreros de  cierta importancia. Fue uno de ellos el cerco al que en 1445 sometió a la villa el ejército del Rey de Navarra, que pretendía anexionarse esta población. Sus habitantes y el propio ejército episcopal la defendieron gallardamente, impidiendo su caída. Todavía en 1710, ya en las postrimerías de la Guerra de Sucesión al trono de España, los austriacos del Archiduque Carlos penetra­ron en la villa y resistieron el asalto de las tropas borbónicas del futuro Felipe V, quien personalmente comandó el ejército que, finalmente, el 8 de diciembre de 1710, tomaba la población no sin antes haber causado notables desperfectos en la muralla, en sus portillos y en numerosos edificios briocenses, incluido el propio castillo, donde el general inglés Stanhope se había refugiado, siendo sacado de allí por la fuerza.

En el siglo XIX se destinó el edificio, ya notablemente arruinado, a cementerio municipal y dependencias religiosas, misión en la que sigue.

La visita al castillo de Brihuega incluye, de una parte, la de la alcazaba propiamente dicha, asentada en una eminencia de la peña bermeja sobre el Tajuña. Y, de otra, la de toda la muralla que circuía a la villa, con algunas de sus más señaladas puertas de acceso.

El castillo asienta, como ya hemos dicho, sobre una eminencia rocosa, en el extremo sur de la población. Sobre el primitivo fortín de los árabes, se añadieron estancias en el siglo xii, de estilo románico, y posteriormente en el xiii le construyeron la capilla de tono gótico de transición. Aún en tiempos más modernos se elevó hacia levante un gran muro de contención que daba sobre la puerta de San Miguel, y que servía para contener los jardines llamados del paraíso y algunas cons­trucciones accesorias que con el tiempo se han ido derrumbando.

La visita al castillo de Brihuega se hace entrando por la puerta que existe junto a la iglesia de Santa María. Por ella accedemos al núcleo central del castillo o palacio‑fortaleza como antiguamente le llamaban sus obispos, que consta de un espacio central, el más elevado, en el que hoy  aparecen unas construcciones o amplia logia dividida en tres tramos cubiertos de bóvedas de sencilla crucería, que debieron pertenecer a salones del palacio. Delante, un amplio espacio abierto, restos de otras construcciones, sirve de cementerio. Adosado a este primitivo núcleo constructivo, existe un conjunto de edificaciones al norte, consistentes en una larga nave cubier­ta de bóveda de cañón, y que hoy se denomina y utiliza como  capilla de la Vera Cruz, a la que han abierto una sencilla puerta  de medio punto, adovelada, en el prado de Santa María, pero que  antaño solo tenía entrada desde el interior del castillo. El piso  superior de esta nave se ha reconstruido, y le han añadido unas ventanas de tipo románico, evidentemente inventadas.

Desde ese nivel superior, se accede, a través de estre­cha puerta de arco apuntado, a lo que fuera capilla del castillo, y que es hoy la pieza artística más singular que en él se conser­va. Se trata de un espacio de dimensiones cuadradas, de poco más de seis metros por cada lado, que remata en ábside semicircular, de planta poligonal, con cinco lados, de los cuales los dos primeros son continuación de los de la nave. Esta capilla, que constituye un elegante espacio de arquitectura gótica inicial, obra sin duda de los primeros años del siglo xiii, ofrece sus  cubiertas formadas por arquerías apuntadas, ojivales, y en el ábside se abren tres ventanales esbeltos y apuntados, mostrando ménsulas de decoración vegetal, y claves en las bóvedas. El muro correspondiente al fondo del ábside tuvo pinturas de estilo mudéjar, de las que aún quedan algunos restos mínimos, con deco­ración geométrica y figuras de animales.

Al exterior, esta capilla del castillo ofrece la airosa  silueta del ábside, todo él construido con buen sillar, ofrecien­do las aberturas de los ventanales con múltiples arcos reentran­tes que estrechan su luz. Remata en desbaratada terraza. Finalmente, de los edificios construidos en el ala de levante, sobre el muro que limita el castillo hacia el barranquillo de San Miguel o del Molinillo de los jerónimos, nada queda sino los mínimos restos de unos arcos góticos.

El castillo se encontraba precedido de un amplio espa­cio, por el norte y poniente, que podemos denominar como patio  de armas aunque nunca tuviera el sentido guerrero que tal denomi­nación presupone. Este espacio, completamente rodeado de murallas, ofrece hoy algunas particularidades. En su conjunto se le denomina el Prado de Santa María. Se accede a él por la llamada puerta del Juego de Pelota, estrecha, que hoy queda pegada a la Plaza de Toros y tiene adosada una construcción particular de rancio sabor castellano, la llamada Casa de los Gramáticos. También puede llegarse a este espacio a  través del arco de Santa María, abierto más modernamente en la  parte norte de este cinto amurallado, y que por la parte de la  villa ofrece una hornacina para la Virgen y un tejaroz.

Dentro de este patio de armas se alberga la magnífica iglesia de Santa María de la Peña, soberbia obra gótica de tran­sición, edificada en el siglo xiii y con posterioridad mejorada, así como las ruinas del que fuera Convento franciscano de la reforma alcantarina. Mas modernamente le añadieron una Plaza de Toros. Se trata, en definitiva, de un lugar pleno de silencio, de arboledas, de jardines, cuajado de monumentales edificios, y que sirve de amurallado recinto que inicia la entrada a la fortaleza episcopal.

Pero la villa toda de Brihuega estuvo amurallada por completo. Un par de interesantes puertas de entrada a la villa merecen también admirarse. Así, el arco de Cozagón, situado en el extremo sur de la villa, servía de entrada a la misma desde los caminos que venían, Tajuña arriba, desde Toledo. Trátase de un magnífico elemento de la arquitectura civil gótica, y consiste en un par de solidísimos machones de planta cuadrada, que se unen en lo alto por un apuntado arco. Un pasadizo de diez metros de largo, entre los muros de los machones, permite el acceso, cues­tudo. En lo alto, abierto espacio permitía, a manera de enorme matacán, la defensa de la entrada desde las terrazas de la puer­ta. Tiene esta una altura de 12 metros aproximadamente. Es este el elemento que, por los efectos de las condiciones meteorológicas, va mermando sus facultades y corre serio peligro de venirse al suelo.

La otra puerta, ésta situada en el extremo norte de la villa, es la formada por el arco de la Cadena, más sencilla, pero también escoltada de cubo semicircular, y rematada por murete almenado. Sobre el arco de acceso, una lápida antigua recuerda el hecho bélico de la entrada de las tropas borbónicas en asalto el día 8 de diciembre de 1710. Aun existieron otras puertas en este recinto amurallado, como la de San Felipe, o la de San Miguel, ya  desaparecidas, lo mismo que otra buena parte de la cerca.

No obstante, este conjunto fortificado briocense, com­puesto por su castillo, su precedente patio de armas, y sus murallas con portaladas, constituye un ejemplo magnífico, muy completo y evocador de la arquitectura militar y el urbanismo castrense de la Edad Media castellana. En todo caso, algo que merece ser visitado y admirado, como hicieron todos los participantes en el IVº Encuentro anual del sitio web Alcarria.com el pasado sábado. Seguro que desde ahora aparecerá en la Red, en el foro de discusión que se mantiene en el sitio, y en los artículos y aportaciones de sus colaboradores, información más que sobrada sobre Brihuega y su magnífico “arco de Cozagón”, del que estas líneas se acompañan en imagen.