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abril, 1997:

Vicenza y Palladio, un viaje al Renacimiento de Italia

 

Días pasados se celebró el XX Congreso Nacional de Escritores de Turismo, que en esta ocasión ha tenido lugar en la italiana ciudad de Vicenza, uno de los enclaves más nórdicos y ricos del vecino país europeo. Por invitación del «Consorzio Vicenza è» (algo similar a la Cámara de Comercio Provincial), la «Azienda di Promozione turística de Vicenza» (equivalente a un Patronato Provincial de Turismo, aquí inexistente) y de la «Amministrazione Provinciale di Vicenza» (la correspondiente Diputación Provincial de dicho enclave) casi un centenar de escritores y periodistas españoles han tenido su encuentro anual y han visitado ese rincón de la vieja Italia, de la hermosa Italia que aún sigue siendo el país más turístico, y el más rico en patrimonio artístico, de todo el mundo.

Vicenza, la ciudad de Palladio

Para cualquier viajero que desde España encamine sus pasos hacia la península itálica, los destinos habituales de Roma, Venecia, Florencia y las playas del Adriático serán las primeras imágenes que pasarán por su imaginación, o por su vista. Existen, sin embargo, y como ocurre en España, muchos otros destinos, la mayoría desconocidos, que ni le suenan, en los que la riqueza del contenido histórico, la belleza de los paisajes y el impresionante acopio del arte serán decididos candidatos a ocupar sus deseos de ver maravillas.

Esto ocurre con Vicenza. Es una ciudad antiquísima, de origen romano y aún anterior. Grande ya, y poderosa, en la Edad Media, en la que formó coalición con la vecina Venecia, progresó de tal modo que, gracias a lo fructífero de sus campos y planicies en la llanura del Po, en plena Padania ahora tan de moda, congregó una nutrida colonia de aristócratas y riquísimos terratenientes, que llenaron esa ciudad y su entorno inmediato de obras de arte.

El gran arquitecto que, en la segunda mitad del siglo XVI, llenó con su arte monumental la ciudad, su calle principal, su gran Plaza, sus suburbios, los campos del entorno, fue Andrea Palladio (Padua 1508 – Maser 1580).

Tan maravilloso conjunto de obras ha supuesto que en 1994 haya considerado la UNESCO a Vicenza como Patrimonio de la Humanidad, y poco después, en 1996, todo el conjunto de sus Villas palladianas con la misma categoría. La ciudad antigua es un remanso de arte y tranquilidad, peatonalizada al completo, los viejos puentes sobre el río Retrone, piedras en el suelo, en los muros, en las estatuas y en cada esquina, proporciones ciclópeas para cada edificio, música y «buen vivir» por doquier.

Era una tarde todavía fría del pasado marzo, dedicada íntegramente a descubrir, guía en mano, esta vieja ciudad italiana. La calle mayor, el «Corso Palladio» que allí llaman, tiene la grandeza de un sueño. Unos a otros se suceden los palacios de las más importantes familias del Véneto: los Porto-Breganze junto a los Arnaldi; la casa de los Schio (la Ca’ d’Oro) seguida del palacio Angaran. Y entre ellos, por plazas minúsculas, las iglesias inmensas, de fachadas góticas, renacentistas o barrocas, como la de San Stefano, donde a la noche se produjo el milagro de escuchar un Oratorio de Monteverdi a cargo del Coro de la ciudad de Washington y la Orquesta de Cámara de Venecia.

Desde Corso Palladio sigue el viajero por callejuelas. Ha dejado atrás a sus consocios y amigos. Se pierde, solo, por esos lugares (patios oscuros, grandes aldabones de bronce, lápidas de orgullosos patricios y flores siempre) como la Contrá de San Gaetano in Thieme, donde el viejo signor Vaccari le muestra los grabados antiguos de la ciudad, los libros que hablan de aquella Vicenza de antes de la Guerra, y se lleva algunos recuerdos, tantos dibujos… reconociendo, en fin, la afinidad que el hombre siente por la belleza de lo plasmado en gráficos, de lo pintado y coloreado sobre los papeles antiguos.

Vicenza, la ciudad del Palladio, tiene muchas otras cosas que el turista quiere admirar, llevarse para siempre en la retina. Será el primero de esos monumentos, sin duda, el gran Teatro Olímpico que los nobles y ricos-hombres de la ciudad, unidos en una asamblea generosa y benéfica, para ayuda del arte y de los menesterosos quisieron construir, y fue el propio Andrea Palladio, miembro de esa Academia Olímpica, quien lo diseñara y construyera. Es el primer teatro cubierto del mundo, con un escenario que imita un gran edificio clásico, en el que aparecen las estatuas, los vanos y las grandes puertas abiertas hacia el fondo, que simulan las siete calles de Tebas, por donde de la penumbra emergerán los actores. Una arquitectura sin precedentes; un edificio único en el mundo, que ha de verse.

Pero añade Vicenza otros encantos. En la gran plaza de los Señores, el punto neurálgico de este teatral burgo, se alza de un lado la llamada Basílica o Palacio de la Razón, una logia pública, de origen gótico, que Palladio recubrió con arquitectura clásica, lo más grande y hermoso que salió de su fértil imaginación. Frente a la Basílica, el Capitaniato, de ladrillo y rocas talladas, y al fondo, pasado el Hospizio que estuvo cubierto en su enorme fachada de pinturas, se alza la columna, altísima y delgada, que remata con el león de San Marcos, símbolo de ser Vicenza ciudad aliada y compañera de la Sereníssima Venecia.

Las villas palladianas

El viaje al Vicentino no debe pasar sin admirar al menos un par de villas palladianas. Eran estos lugares las estancias, las casas de campo de la nobleza de Vicenza, donde residían en verano. Por todo el Véneto se distribuyen hasta 24 edificios o conjuntos de este tipo: las villas palladianas. Declaradas todas Patrimonio de la Humanidad. Hemos visto, muy cerca de la capital, la que llaman «la Rotonda», la Villa Valmarana, el edificio que sobre una colina mandó construir en 1566 el canónigo Paolo Almerico, y al que Palladio dio la forma de un gran templo de planta cuadrada, con un gran pórtico jónico en cada uno de sus lados, todo ello adornado de columnas, de esculturas, de escalinatas y remates, en medio de un lujuriante jardín y bosquecillo, que lo convierten en paradisíaco lugar donde uno promete volver, sí, cuando sea, y cómo sea, pero donde el viajero volverá seguro, a vivir ese momento irrepetible de dejarse sorprender por la Belleza sin adjetivos.

Otra de las villas visitadas fue la Villa Cordellina Lombardi, en Montecchio Maggiore, también alrededores de Vicenza. Allí mandó poner su «caseta de campo» el jurisconsulto C. Cordellina en 1753, siendo su arquitecto Giorgio Massari, inspirado sin sonrojo por las formas de Palladio. En su interior, fastuosos salones coronados de grandes pinturas al fresco de Gian Battista Tiepolo, en una serie de alusiones simbólicas a la generosidad de los grandes.

Después, la noche. También en ella queda evidenciada otra faceta de lo que turísticamente ofrece Vicenza y su comarca: la gastronomía, en la que prima el espárrago y otros elementos de la feraz huerta, más los patos, los quesos y esos dulces que tan bien ultiman cualquier comida italiana. En una recóndita alameda estaba el Restaurante «al molin Veccio» que en dialecto véneto significa «el molino viejo», y en el que gustamos con deleite y sorpresa (a la mesa viejos amigos, José Luís Pécker, Ignacio Buqueras i Bach, Enrique Mapelli), tantos platos de la gastronomía italiana, suficiente atractivo para plantearse un viaje.

Breve estancia por Italia. Paseo a fondo por Vicenza, su arquitectura y su encanto de silencios. Hallazgos bibliográficos y medallísticos. Solemnidad en las comidas. Y un consejo: cuando vayas (o vuelvas), lector, a Italia, olvida Florencia, Roma, Venecia… busca sitios como Vicenza y sus villas palladianas. Será todo más grande, más auténtico, inolvidable.

Románicas formas que nos envuelven

 

Si hubiera que elegir un estilo artístico, de los varios que ha tenido el occidente europeo, a lo largo de los últimos veinte siglos, como más representativo de la provincia de Guadalajara, este sería sin lugar a dudas el románico rural, pues no sólo por ser el más numeroso en cuanto a ejemplares, sino por presentar unas ciertas características de peculiaridad en todo el ámbito castellano, le confiaron el papel de estilo figura o norma artística, rural y sencilla, popular y verdaderamente identificada con el pueblo en que asienta.

Cuántas iglesias románicas perduran

A lo largo de los caminos de Guadalajara, pueden hallarse todavía más o menos conservadas en su totalidad o en parte, un centenar de iglesias de estilo románico por los pueblos de la provincia de Guadalajara. Algunas muestran el influjo directo de la arquitectura medieval castellana de en torno al Duero, y otras presentan unos caracteres propios muy singulares. En muchas de ellas surge la gran galería porticada adosada al muro meridional del templo, con capiteles, canecillos y otros detalles iconográficos de gran relieve. En otras, sencillamente, es la simple portada de arcos semicirculares, o el ábside orientado a levante, lo que tienen de común con el estilo románico pleno. En todos los edificios de esta tierra, sin embargo, luce con fuerza el carácter puro, la seña cierta del Medievo.

El momento de construcción de todos estos edificios es, generalmente, el siglo XII, pues en esa centuria tiene lugar la repoblación del territorio, poco antes conquistado a los árabes, por parte del reino de Castilla. Los yermos campos se pueblan con gentes venidas del norte, y van surgiendo aldeas y edificios religiosos. Nace así el románico rural, popular al máximo, que hoy todavía puede admirarse en su ambiente genuino.

Cuáles no podemos olvidar nunca

Esas cien construcciones románicas que salpican nuestra geografía, que se alzan sobre los pardos caseríos, que recaban nuestra memoria y nuestra emoción, están ahí para ser visitadas. Unas pimrero, como en portada de cualquier aproximación al tema. Otras para el relleno. Todas, sin embargo, ocupan un lugar en el corazón de quien las vio algún día. Por curvas del alma, por explanadas de la memoria se vienen algunas a colocar en primer término. Cualquier día de primavera, haga sol o llueva a cántaros, será bueno para acercarse a ellas y volver a acariciar, con la mirada o incluso con la palma de la mano sobre sus rugosas piedras, tanta gloria comprimida.

Recordar, así, esas alturas pétreas de la catedral de Sigüenza; esas portadas magníficas de Atienza, de Cifuentes o de Millana; esas galerías porticadas de Pinilla de Jadraque, de Carabias, de Yela, o de Sauca; esas espadañas de Hontoba, de Baides… y en fin, tantas mínimas construcciones, desde Teroleja a Uceda, y desde Tartanedo a Villacadima, en las que el arco de medio punto, la severidad de la piedra, el solemne grito de la espadaña, la pública lección del capitel, o el simpático detalle del canecillo, están pregonando al hombre de hoy una lección de historia y de humanidad que fue dictada hace más de siete siglos.

Cuanto se haga por salvar este riquísimo patrimonio cultural y artístico, joya de las más antiguas de la Región de Castilla‑La Mancha, será un justo proceso de afirmación de nuestro ser histórico y una forma de acceder al futuro con la consciencia y asunción clara de nuestro pasado. En definitiva, será una medida inteligente y plausible. La Junta de Comunidades se va aplicando a esta tarea. No toda de una vez, porque no puede así: pero en goteo imparable. Hoy esta, mañana aquella. Así han renacido Villacadima, con su dorado telón de mudejarismo tallado; así ha renacido Carabias (sí, Carabias, por fin…) pulcra y emocionante, porque guarda siempre el brillo blanco de un helado amanecer de invierno; así ha renacido Viana de Mondéjar, y Cubillas, y Poveda de la Sierra, y Henche, y Yela… tan sólo queda (o por lo menos es la que más se nota que aún queda) por restaurar Santiago de Sigüenza, en plena calle mayor de la Ciudad Mitrada, a las miradas del mundo todo su ruina triste. ¿Hasta cuándo?

Andando por Pastrana en la Feria Apícola

 

Como cada año en la más solemne primavera, Pastrana abre sus puertas a la celebración de la Feria Apícola de Castilla-La Mancha. Un acontecimiento que cobró ya su auténtica mayoría de edad, instalándose no sólo en la realidad económica de la provincia, sino en la afirmación precisa y contundente del progresivo protagonismo de la villa alcarreña, que está decidida a un lanzamiento económico y turístico de gran altura. En este año, además, tiene una ventana abierta al mundo en la red Internet, a través de la cual puede consultarse toda la programación al día, noticias y acontecimientos que en ella tienen lugar. La dirección a teclear para sumergirse en la Ciber-Feria Apícola es http://www.redestb.es/personal/aache/ferimiel.htm.

La plaza del Deán, en la parte alta del burgo, en un entorno que los días de sosiego y sol huele a canónicos rezos y amores infantiles, será estos días próximos el centro de la bullanga y el trasiego de gentes, de apicultores, de curiosos y de viajeros que pretenderán encontrar el «ángel» de Pastrana y la «esencia» de la Alcarria en este entorno. Y no será difícil, aunque quizá habrá que hacerlo en medio de cierta marejada de gentes que, en este fin de semana, se aplican a venir hasta la villa alcarreña con mayor abundancia que nunca.

La Feria Apícola, que hasta el domingo próximo estará abierta en Pastrana, tiene su asiento en el antiguo convento de San Francisco, situado en la llamada Plaza del Deán. Un entorno maravilloso, evocador a más no poder, que fue no hace mucho restaurado, lo mismo que el convento todo. Merece recordar, aunque sea en breves líneas, la historia y el interés que ofrece monumentalmente este edificio tan antiguo y solemne.

El pastranero convento de San Francisco

Se trata de una de las instituciones más clásicas en la historia de Pastrana. Nació este convento en 1437, con el nombre de monasterio de Santa María de Gracia. Pero no en este lugar, sino a una legua de la villa, en el paraje denominado Valdemorales. Fue su fundador fray Juan de Peñalver, el adalid de la Observancia franciscana, quien vivió aquí algunos años como guardián del convento. Pero en 1460 se trasladó la fundación a la propia villa, a extramuros de la misma, en el lugar que entonces llamaban los Herreñales, junto a la parte alta de la muralla. Tanto los maestres de Calatrava, señores de la villa, como el arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo favorecieron mucho la construcción de este nuevo convento pastranero. La señora de la villa desde 1541, doña Ana de la Cerda, también ayudó a los frailes, edificando desde sus fundamentos la Capilla mayor deste Convento, muy suntuosamente, y los duques de Pastrana, a partir de 1569, acogieron el patronato de su templo y le llenaron de retablos, de rejas, escudos y ornamentos. Quedó vació cuando la Desamortización, en 1836.

El viajero encuentra que presidiendo la amplia plaza se alza, al norte, el gran edificio monasterial, construido como tantos otros en sillarejo e hiladas de ladrillo, con ventanales enrejados y pocos detalles más que no sean su inconfundible aire de casa religiosa. La iglesia, que se alza al fondo de la plaza, es más interesante, y con la restauración que ha recibido recientemente, ha vuelto a ganar su antiguo esplendor.

En la fachada ofrece un atrio de cinco altos arcos semicirculares, revestidos de ladrillo, que rematan en un cuerpo corrido adornado de pilastrones y abierto de grandes ventanales, superado de corrida cornisa del mismo material, y sobre el tejado que le protege, apoyando en el muro de los pies del templo, levantóse la gran espadaña de tres arcos, toda ella también construida en ladrillo, y ahora huérfana de las campanas. El interior del templo es de sorprendente belleza. De una sola nave, cubierta de bóveda de elegante crucería, en la que aparecen capiteles simples formados de elementos vegetales, y escudos heráldicos de Mendoza. Ofrece también algunas capillas laterales. El patio claustral, también restaurado, es de planta cuadrada, sus muros con arcos están construídos totalmente en ladrillo, dando la imagen perfecta de la sencillez franciscana. A pesar de esa purista simplicidad, este claustro da la sensación de ser enorme, solemne y único. Quizás ahora con los stands llenándolo todo pueda parecer más pequeño, o distorsionado. Pero siempre quedará su presencia parda como un acicate para visitarlo en días de mayor tranquilidad.

Estos días aparece la iglesia ocupada de los stands apícolas, con las novedades tecnológicas más avanzadas para la producción de la miel, y en su claustro y salones se afanan unos y otros en comunicarse sus hallazgos, sus vidas y  milagros en torno a la miel que es el símbolo universal de nuestra tierra alcarreña. Un perfecto complemento, este del convento franciscano de Pastrana, con el río espeso y dorado de la miel de la Alcarria. Unos días, éstos de la Feria Apícola, para la alegría y la promesa de visitar Pastrana de nuevo, cuando esté más tranquila y serena. Cuando sea más ella misma.

José María Alonso Gamo, memoria de un intelectual

 

El 16 de marzo de 1993 (se han cumplido ahora, pues, los cuatro años) fallecía en Madrid José María Alonso Gamo, y era esa la fecha en que entraba al parnaso de los alcarreños más lucidos, más diligentes y apasionados, fuerza de alma y vena de decires pulcros. Seis años antes, un grupo de académicos había rendido en Torija, su villa natal, el homenaje que reclamaba con justicia una vida entera de esfuerzo intelectual al servicio de las hispánicas letras. Y el pueblo todo le había aplaudido debajo de la cerámica con que se daba nombre a una calle de la alcarreña villa. Aquellos parlamentos sabios, elocuentes y eruditos de los diver­sos académicos y catedráticos (recuerdo la sabia hondura de Rafael Lapesa, la precisión de Francisco López Estrada, la erudición de Manuel Fernández Galiano) en esa hora solemne del homenaje, vinieron a dar testimonio ante los torijanos de quien era realmente el hombre al que ponían rótulo de calle. Quizás muchos otros alcarreños ignoren todavía quien sea José María Alonso Gamo, pero este inexplicable vacío de la memoria debe quedar, a partir de hoy, relleno con algunas nociones que, si breves, sean por lo menos reveladoras de su personalidad y su quehacer. A ello van encaminadas estas líneas.

Quién fuera Alonso Gamo

Ante todo fue poeta, y por encima de ello, intelectual y escritor, ser humano a quien, por serlo verdaderamente, «nada humano le es ajeno». De los que antes se llevaban: educado, culto, leído, apasionado. Alejado de la progresía barbuda y azamarrada. Nació Alonso Gamo en Torija, un 7 de septiembre de 1913, elegido por él este lugar, pues según explica con gracia, pasaba el veraneo su madre en la altura torijana, y esperaba dar a luz en octubre, cuando él quiso venir, antes de lo previsto, al mundo en Torija.

Estudios de bachillerato en Madrid, de Derecho en El Escorial, obteniendo su doctorado en la Universidad Central, en 1933. Luego, enseguida, la Guerra, en la que fragua (como tantos otros) su alma para siempre. Y después de ella, la vocación diplomática, la «carrera» por excelencia, y el deambular por esos mundos, representando y defendiendo a España con pluma, no ya con armas, y con el buen hacer de su corazón grande. Alonso Gamo ha recorrido buen número de capitales americanas y europeas, jubilándose poco después de su último destino, el consulado de Amberes.

Pero el tránsito por los caminos de la diplomacia no le impidió nunca el desarrollo de su más íntima querencia. Pensar y escribir, dar en letra su agobio y su ternura. Poeta de vena lírica, moderna y tradicional a un tiempo, libros como «Tus rosas frente al espejo», «Paisajes del alma en guerra» y «Paisa­jes del alma en paz» han sabido llevar a la página chiquita y ya amarillenta de sus ediciones sencillas el pálpito magistral de su pluma, sin exageración entre las primeras de la poética hispana de este siglo. No en balde, por ella, consiguió en 1952 el Premio Nacional de Literatura, y en 1967 el «Premio Fastenrath» de la Real Academia de la Lengua por su obra Un español en el mundo: Santayana, editado un año antes.

Entre sus obras de investigación y crítica literaria, están como las mejores el estudio que dedicó al marqués de Santillana. Y a ese otro arriacense, también poeta, y novelista, del siglo XVI, que fue Luís Gálvez de Montalvo. Este es el título completo de la obra que le publicó en 1987 la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana»: Luís Gálvez de Montalvo (Vida y obra de ese gran ignorado). En las 358 páginas que ocupa, aborda el autor el estudio pormenorizado de la vida y la obra de uno de nuestros más preclaros escritores del Renacimiento, del alcarreño Luís Gálvez de Montalvo, que formó a mediados del siglo XVI en las filas de la corte humanista del cuarto duque del Infantado, siendo uno de los pilares claves de aquella «Atenas Alcarreña» que dio a Guadalajara renacentista el marchamo de un parnaso denso.

José María Alonso Gamo se transforma en esta ocasión en un estudioso de la historia literaria, y en un exégeta de un poeta alcarreño digno de aparecer en todas las historias. Lo más granado del estudio de Alonso Gamo se refiere a la obra de Gálvez, a su producción poética por una parte, y al significado y valoración de su novela más famosa, El Pastor de Fílida, en la que, al hilo de aventuras amorosas intrascendentes, él supo retratar en clave el mundo disperso, intelectual y munda­no de los Mendoza guadalajareños. Alonso Gamo, que bien pudiera por este su libro haber pertenecido a aquel «parnaso» arriacense de mediado el XVI, espiga de dicha novela todas las poesías, y no solo las publica ordenadas, constituyendo la segunda parte de su obra, sino que previamente las desmenuza y analiza desde un punto de vista de crítica textual, con el que viene a ofrecernos lo mejor y más significativo de esta su obra.

Densa aplicación de saberes

De sus versos, espigados en este libro, en aquel poemario, en esta antología, se han hecho recientemente unas hermosas Cinco Canciones que ha firmado en la música el compositor Miguel Ángel Gómez Martínez, director de la Orquesta Sinfónica de Hamburgo, y que con textos de Alonso Gamo se han paseado en magnos conciertos por las principales capitales europeas. Concretamente han servido como sustento de esas composiciones los poemas «Rosas», (de la obra Tus Rosas frente al espejo), «Cuantas veces», (del libro Rincón que en 1984 le editó la Diputación de Guadalajara), «Rincón de la rebotica», «Una ermita» y «La Luz» (de la obra Zurbarán, 1974, con versos del torijano al pintor extremeño).

¿Y de ese libro que escribió con poemas a las obras de Magritte? ¿O los callados versos de amor y ausencia a la mujer que más quiso? ¿Para cuando su traducción completa y estudio mayúsculo de la poética aguda de Catulo? De José María Alonso Gamo, aun con ser uno de los más eximios intelectuales de la historia alcarreña, nos queda aún por conocer lo mejor.

No caben aquí, en estas líneas apresuradas y simples, la relación completa de premios y de hechuras literarias que tejió Alonso Gamo: libros de poesía, de ensayo, de biografías. Conferencias sobre temas literarios y alcarreñistas. Artículos en las más prestigiosas revistas del país. Su elegancia en todo, su pulcritud en la escritura, su perenne asechanza a la obra del clásico, que le ha llevado a ser posiblemente el más importante conocedor y estudio­so de Catulo que hoy existe en el mundo, y cuya traducción y estudio de su obra poética, todavía inédita, está pidiendo a gritos ser publicada. Y va a serlo, gracias a la devoción que por él y su obra mantiene su viuda, María Dolores Sandoval, y el ánimo que a la empresa conceden quienes la conocen.

De Alonso Gamo solo cabe añadir, y no porque esté en el último lugar de sus virtudes, la caballerosidad y la generosa entrega de amistad que a todos brindó. Su biblioteca, de alejandrinos alientos, es puerto donde todos hemos alguna vez recalado; su casa y su tertulia en el paseo de la Castellana donde vivió, a menudo se vestían de alca­rreños horizontes para acoger a los amigos que le aplaudían. Y el pálpito de humanidad y sabiduría que surgía de este alcarreño insigne, acreedor de un busto en bronce para esta etérea galería de los paisanos ilustres, nos envuelve cada vez que le recordamos, que de sus escritos aprendemos o nos adentramos en la suave melancolía de sus versos.