Una de las instituciones que caracterizaron con mayor nitidez la vida social de Guadalajara en los años finales del siglo XIX y comienzos del XX fue el Colegio de Huérfanos de la Guerra, que atrajo en su derredor un gran número de personas, tanto profesores como empleados, y sobre todo de niños y niñas, que, tras sufrir la desgracia de perder a su progenitor, veían atendidas sus necesidades educativas en este centro, de una forma verdaderamente cuidada y avanzada para su época. Eso hizo que durante muchos años millares de españoles y españolas hayan llevado marcado, con un sello indeleble, el recuerdo de su infancia y época estudiantil ligado a Guadalajara. Incluso no hace mucho tiempo fue publicada una novela del profesor, recientemente fallecido, don Eufrasio Alcázar Anguita, que titulaba «Amor en el Infantado», y que era un reflejo vivo, sentido y romántico, de aquellos años de adolescencia entre los muros palaciegos y las calles de la pequeña Guadalajara de principio de siglo.
El hecho de que el palacio del Infantado, la lujosa y dorada mansión de los Mendoza, viniera a ser de dominio público, tiene una explicación muy sencilla: la ruina de la casa de los Osuna, herederos de los múltiples títulos y riquezas que los mendocinos Infantado habían atesorado a lo largo de los siglos anteriores. En 1878, uno de los más derrochones duques, don Mariano Téllez‑Girón y Beaufort, titular de los ducados de Osuna e Infantado, no tuvo más remedio que desprenderse del querido palacio arriacense, símbolo del poder y la magnificencia de sus antepasados.
En ese año hizo una venta-donación del palacio al Estado. Tras la tasación del mismo, y su evaluación en 750.000 pesetas, el duque hizo donación de la mitad del precio, y la otra mitad la pagaron (por supuesto, al duque) entre el Ayuntamiento de Guadalajara y el Consejo de la Caja de Huérfanos de la Guerra. Este Ministerio fue el que se encargó de restaurar el edificio, en una obra impresionante de adecuación para los nuevos fines que se le iban a dar, teniendo en cuenta el semirruinoso estado en que entregó el duque la vieja casona. Muy pronto, el 23 de mayo de 1879, el rey Alfonso XII, gran promotor y entusiasta de la idea de la creación de este Colegio de Huérfanos de la Guerra y su colocación en Guadalajara, vino a nuestra ciudad a darlo por inaugurado, aunque las obras de adaptación siguieron varios años más.
A la terminación de las sangrientas guerras que, en el ocaso de su imperio colonial, sostuvo España contra los Estados Unidos de América, en Cuba y Filipinas, y la consiguiente derrota y hundimiento de los ánimos hispanos, aumentó considerablemente el número de los huérfanos de militares, y llegaron en tan enorme cantidad a Guadalajara que se hizo imprescindible aumentar su capacidad, decidiendo finalmente dividirlo en dos, dejando a las niñas en el palacio del Infantado y a los chicos poniéndoles en el habilitado cuartel antiguo de San Carlos. Estas reformas se hicieron en 1898, siendo presidente del Consejo de Administración de los Colegios de Huérfanos de Guadalajara el capitán general don José López Domínguez. Se reinauguró en esa fecha, y se colocó entonces una lápida, en el vestíbulo del palacio, que decía así: «Reinando Alfonso XIII, durante la Regencia de su Augusta Madre, se inauguró este Colegio, año de 18898».
A partir de entonces, el Colegio de Huérfanos de la Guerra, que era el que ocupaba el antiguo palacio de los duques del Infantado, recibió atenciones e inversiones en gran cantidad, por parte del Ministerio de la Guerra. Se distinguieron muy especialmente, en su cuidado, y durante los años iniciales del siglo XIX, el capitán general don Fernando Primo de Rivera, marqués de Estella, como presidente del Consejo de Administración de ambos colegios, y el director del mismo, el coronel don Carlos Duelo y Pol. Por entonces, este colegio podía decirse que era un auténtico modelo de la enseñanza infantil y juvenil, contando con los mayores adelantos en el campo educativo de la época.
Su claustro de profesores estaba formado por numerosos oficiales del Ejército. En higiene y limpieza estaba cuidado al máximo. Las clases, amplias y luminosas, se adornaban con dibujos, óleos y mapas realizados por los propios alumnos. Fue durante muchos años proverbial en Guadalajara el gran mapa de América, de detalle y perfección extraordinarios, que habían hecho los alumnos Adolfo del Hoyo y Antonio González Yanguas. Existían gabinetes de Física y Química, contando con muchos aparatos para el aprendizaje de la óptica, la acústica, el magnetismo y la electricidad, que era entonces lo más novedoso en punto a «ciencias y adelantos». También contaba con museos propios de ciencias naturales y enormes colecciones de minerales, animales disecados, plantas, calaveras, etc. En su inmensa biblioteca, además de los libros que el centro fue adquiriendo para su alumnado, se encontraba la importante biblioteca donada por el marqués de Novaliches, en la que había, según decían quienes la vieron y estudiaron, importantes manuscritos de autores españoles. También contaba el colegio con una imprenta, con frontón y diversos patios, con un gran gimnasio, una sala de esgrima y otra de instrucción militar. En la capilla, que se puso en el salón de linajes, donde el artesonado mudéjar causaba admiración de quien lo contemplaba, había una exquisita talla de la Purísima Concepción, regalo de la infanta Isabel al colegio.
Todo aquel esplendor quedó roto, aniquilado, una noche de diciembre de 1936. Aunque meses antes ya había quedado vacío el colegio, y dado el ambiente de alteraciones continuas que sufrió Guadalajara desde el verano de ese año, el caserón de los Mendozas se encontró nuevamente solo, huérfano a su vez de las voces de las niñas que durante tantos años habían alegrado sus patios y galerías. El bombardeo de la aviación franquista produjo el incendio del histórico palacio, que durante tres días seguidos continuó ardiendo sin que nadie corriera a socorrerlo. Luego, los años de olvido y, finalmente, su renacimiento y vida plena en estos días, para otro cometido todavía mejor, más amplio y comunitario: el palacio del Infantado es hoy un punto de cita para la cultura y la convivencia de los alcarreños. Es, así, todavía el símbolo de nuestra historia y nuestra cultura, algo querido y defendido por todos.