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abril, 1984:

Algunos científicos alcarreños

 

Para el próximo lunes está anunciada la entrega, en acto solemne, de los premios «Popu­lares 1983» de nuestro semana­rio NUEVA ALCARRIA, y en ese momento harán uso de la pala­bra, de su autorizada palabra, dos de los científicos más nota­bles con que nuestra tierra cuen­ta actualmente: Gutiérrez Jo­dra, como físico calificado en el área de la energía atómica, y Borobia, como médico cirujano de las enfermedades urológicas, ambos campeones en sus respec­tivas áreas y unidos por los la­zos del nacimiento y las queren­cias a Guadalajara.

De la larga nómina de sabios y científicos que la Alcarria ha dado al mundo, quisiera hoy re­frescar la memoria de tres de ellos, poco conocidos entre sus paisanos de hoy, y figuras las tres curiosas y dignas de nues­tro recuerdo.

Acaba de cumplirse el segun­do centenario de la muerte de Diego Rostriaga Cervigón, rele­vante científico del Siglo de las Luces, y cuyo aniversario ha pa­sado totalmente inadvertido. Na­ció en Castilforte en 1723, mu­riendo en Madrid en 1783. De su estrecha villa alcarreña fue a la Corte, donde entró a trabajar con el acreditado Fernando Ni­pet, relojero del Rey. La inteli­gencia y dinamismo del joven Rostriaga hizo que muy pronto alcanzara la técnica de cons­trucción de relojes y máquinas de precisión, lanzándose a una particular investigación en el campo, entonces naciente, de la mecánica instrumental, alcan­zando las más elevadas cotas de aprecio en la Corte por su inge­nio y dedicación. Algunos gran­des relojes, como el del Palacio Real de Madrid, el del Buen Re­tiro, el del Ministerio de Hacien­da y otros, son de su mano. El preparó toda la colección de ins­trumentos necesarios para la enseñanza en el Colegio de Artillería instalado en el Alcázar de Segovia. En 1764 fue nombrado ingeniero de instrumentos de Física y Matemáticas, y luego di­rector técnico del Departamento de Física del Real Seminario de Nobles. En 1770 colaboró con Jorge Juan construyendo las bombas de vapor para el dique de Cartagena, y aún realizó va­rios ingenios más en los canales de Murcia, así como diversas máquinas y bombas extractoras de las minas de Almadén.

Rostriaga alcanzó, en el reina­do de Carlos III, las máximas cotas de reputación y admira­ción de la Corte, hasta el punto de ser nombrado preceptor en estos temas de los príncipes de Asturias. En los Reales Estudios de San Isidro quedaron muchas de sus obras, en su mayoría experimentales: construyó máqui­nas neumáticas, pirómetros, ba­rómetros, pantómetros, precisos microscopios, complicadas brú­julas, hermosas esferas armila­res, escopetas de viento y otros elementos mecánicos y de pre­cisión. Rostriaga dejó así su dis­tinguido nombre unido a los estudios y prácticas de la naciente técnica en el Siglo de las Luces.

Otro interesante investigador y estudioso alcarreño fue Fer­nando Sepúlveda y Lucio, que nació en Brihuega en 1825 y mu­rió, también en «el jardín de la Alcarria», en 1883. Su centenario ha pasado, también inadvertido como sellado por un extraño des­tino que a los científicos en Gua­dalajara les cabe de silencio.

Estudio sus primeras letras en la villa briocense, siguiendo la enseñanza media en Guadalaja­ra, y doctorándose en Farmacia en la Universidad de Madrid, en 1849. Ejerció su profesión en Guadalajara (donde también fue profesor de Química y Física en la Academia de Ingenieros Militares), Humanes y Brihuega, de donde además fue alcalde largos años.

Su inquieto afán le llevó de continuo al estudio e investiga­ción de la realidad alcarreña en variados aspectos. Así, fue in­tensa su dedicación a los estu­dios históricos, arqueológicos y numismáticos en torno a la villa alcarreña, donde naciera. Des­cubrió una necrópolis celtibéri­ca en Valderrebollo y estudió a fondo los archivos municipales de Brihuega y pueblos comarca­nos.

Pero donde más dedicación pu­so Sepúlveda fue en los estudios de la botánica alcarreña, pasan­do largos anos de su vida reco­rriendo la comarca y aun la pro­vincia entera, estudiando, clasi­ficando, cultivando y protegien­do las plantas de nuestra tierra. Densos herbarios y escritos me­ticulosos premiados en varias ocasiones fueron fruto de sus trabajos, realizados siempre en compañía de su hermano José. En la Exposición Agrícola de Madrid (1857) presentó una co­lección abundante de productos químicos derivados de plantas alcarreñas, obteniendo con ella un importante galardón. La Asociación de Ganaderos del Reino le premió además por haber obtenido la sustancia precisa para la curación del «sanguiñuelo» o «mal del bazo» del ganado lanar, que en aquellos años causaba estragos en la cabaña nacional Prosiguió formando herbarios y aumentando sus relaciones bo­tánicas. En la Exposición Pro­vincial de 1876 obtuvo medalla de plata con su trabajo sobre la flora de Guadalajara y tres distinciones de bronce por otras tantas colecciones de tintas quí­micas, fósiles y objetos históri­cos. Es en la Exposición Farma­céutica Nacional de 1882 cuando Sepúlveda obtuvo la Gran Me­dalla de Honor y la Medalla de Oro de la Sociedad Económica Metritense por su obra, ya definitiva, «Flora de la provincia de Guadalajara», acompañada de una exposición de 750 especies vivas, que causó gran admira­ción. La figura y obra de Sepúl­veda y Lucio es representante ilustre del interesante movimiento intelectual del siglo XIX en Guadalajara.

Otro científico paisano del si­glo pasado fue Benito Hernado Espinosa, quizá más conocido de todos, porque tuvo la fortuna de ser recordado en la lápida de una calle de nuestra capital. Na­ció en Cañizar, en 1846, y murió en Guadalajara en 1916. Destacó con merecimiento en el área de la Medicina. Cursó los estudios de esta licenciatura en la Facul­tad de Madrid, ganando por opo­sición, en 1872, la cátedra de Te­rapéutica en la Universidad de Granada, pasando años después a regir la misma asignatura en la Universidad madrileña. Toda su vida dedicado a la enseñanza y la investigación, escribió nu­merosas e interesantes obras, en­tre las que cabría destacar «La lepra en Granada», «Ataxia lo­comotriz mecánica» y «Metodo­logía de las ciencias médicas», así como numerosos artículos en la p r e n s a especializada. Fue nombrado académico de la Real de Medicina en 1895. También se dedicó con entusiasmo a los estudios de arte e historia, es­cribiendo algunas obras a este respecto, como una amplia biografía del afamado músico Fé­lix Flores. El fue quien encon­tró, en una perdida biblioteca de Toledo, en 1897, el importan­te libro de las «Constituciones del Arzobispado de Toledo», es­crito por Cisneros. Su bondad de carácter y su sabiduría le ga­naron a lo largo de su vida el respeto de cuantos le conocieron y la admiración de sus paisanos, perpetuado en la clásica medida de dar su nombre a una céntrica calle de Guadalajara.

Estas son, pues, algunas figu­ras de la ciencia provincial que hoy hemos querido recordar, cuando esta dimensión de la cul­tura guadalajareña va a quedar, dentro de unos días, destacada como se merece. Ojala que den­tro de algunos años alguien pue­da escribir, en abultada y densa nomina, sobre los científicos al­carreños del siglo XX. La espe­ranza es lo último que se pierde.

Arte religioso en Brihuega

 

La villa alcarreña de Brihuega, jardín de nuestra región por antonomasia, está declarada como conjun­to histórico‑artístico y muestra al visitante un sinfín de interesantes obras de arte distribuidas por el conjunto urbano. Ya sus calles y plazas, sus cuestas y soportales son todo un monumento y evocación del pasado. Su larga historia, cuajada de memorables hechos de armas e industriosas iniciativas, ha marcado en algunos momentos del devenir de los siglos el sendero de futuros acontecimientos. Sin ir más lejos, el motivo de que la dinastía borbónica esté en el trono de España se debe al éxito que las tropas de Felipe V obtuvieron en Brihuega y Villavicio­sa sobre los ejércitos del austriaco aspirante Carlos. Era 1710 y ya por entonces Brihuega llevaba muchos siglos de historia colmada a las es­paldas, y aún inició, con la Fábrica de Paños que fundó el barón de Ri­perdá, bajo los auspicios de Fernando VI, una nueva era de prosperi­dad que llega hasta nuestros días.

Si cualquier rincón de Brihuega encierra los aromas del pasado, las frases sonoras de la historia, o el rumor increíble de las leyendas, hay algunos edificios que son particularmente interesantes para quien gus­ta admirar el arte antiguo. Son sus iglesias, restos breves de lo que en siglos anteriores llegó a ser un con­junto inigualable y sorprendente del estilo gótico. Hoy quedan algunas de estas iglesias en pie, restauradas unas y otras en trance de estarlo prontamente. Son reflejo, como di­go, de una época de crecimiento y riqueza. Cuando en el siglo XIII los obispos de Toledo lucieron como señores de la villa, uno de ellos, Don Rodrigo Ximénez de Rada, levantó diversos templos a imitación en es­tructura y decoraciones en lo que había visto por Europa en sus via­jes. Así podríamos decir que el arte protogótico o gótico inicial tiene en Brihuega unos interesantes expo­nentes, que son de los primeros de aparecer en toda Castilla.

El mejor de estos templos es, sin duda, el que adorna el campo o Pra­do de Santa María, abierto recinto arbolado que fue patio de armas del antiguo castillo briocense. La iglesia de Santa María de la Peña, allí en­clavada sobre la rojiza roca, la peña bermeja donde asentó la inicial de­fensa de Brihuega, es obra de la pri­mera mitad del siglo XIII. Su puer­ta principal está orientada al norte, cobijada por atrio porticado. Se puede admirar esa puerta en la fotografía que acompaña este artículo. Es un gran portón gótico, escoltado por columnillas adosadas, que rematan en capiteles ornados con hojas de acanto y alguna escena mariana, como una rudísima Anunciación. De ellos parten arquivoltas apuntadas recorridas por puntas de diamante y decoración vegetal. El tímpano se forma con dos arcos también góti­cos que cargan sobre un parteluz imaginario y entre ellos un rosetón en el que se inscriben cuatro círcu­los. La puerta occidental a los ­del templo, fue restaurada en el siglo XVI por el cardenal Tavera, cu­yo escudo la remata.

El interior de Santa María es de una gran belleza y equilibrio arqui­tectónico, con un puro sabor me­dieval en su aspecto de sobriedad. Los muros de piedra descubierta de sus tres naves comportan una tenue luminosidad grisácea que transpor­tan a las edades en que fue construido el edificio. El tramo central es más alto que los laterales, estando separados unos de otros por robustas pilastras que se coronan con va­rios conjuntos de capiteles en los que sorprenden sus motivos icono­gráficos, plenos de escenas medievales, religiosas y mitológicas. Las te­chumbres se adornan con nervatu­ras góticas sobre la entrada a la primera capilla lateral de la nave del Evangelio, una gran ventana gótica se muestra. En el siglo XVI, el car­denal Tavera modificó el templo colocando a sus pies un coro alto, que se sostiene sobre valiente arco es­carzano, en el que medallones, es­cudo y balaustrada pregonan lo radicalmente distinto del arte plateresco con respecto al románico.

A instancias del mismo obispo toledano, Don Rodrigo Ximénez de Rada, y en la primera mitad del si­glo XIII, se levantaron otras iglesias en Brihuega. Atendían al aumento constante de la población que se al­zaba como campeona del valle del Tajuña, cuajada de comercio e in­dustrias, preferida en sus períodos de descanso por los jerarcas eclesiásticos castellanos. De estas iglesias cabe recordar la de San Juan que fue de las principales, y hoy ya no queda, tras el hundimiento hace años de su torre, ni el más remoto recuerdo. La iglesia de San Miguel, situada en la parte baja de la villa, camino ya de Cifuentes, muestra su torre cuadrada y los cuatro muros, en uno de los cuales, el de poniente, luce la gran portada románica de transición, de sencillos capiteles y arquivoltas apuntadas, y en el otro el ábside poligonal de corte mudé­jar, de ladrillo descubierto, que ni las guerras ni el tiempo lograron arruinar del todo, habiendo conse­guido en los últimos años recibir una restauración interesante y útil que ha evitado su hundimiento. De su interior, vacío y cubierto de nu­bes, se admiran las columnas y capiteles de entrada al presbiterio.

La más bella de las iglesias brio­censes es, sin duda, la de San Felipe. Construida en la misma época que las anteriores, presenta la por­tada principal orientada al oeste, alzándose las apuntadas arcadas que nacen de los capiteles vegetales y culminando el muro con rosetón calado y alero sostenido por caneci­llos zoomórficos. Al sur existe otra puerta, más sencilla, pero también de estilo tradicional. El interior, que sufrió grandes desperfectos en un incendio, allá por el año 1904, ha sido también restaurado, y ofrece hoy un aspecto de autenticidad y galanura gótica como es muy difícil encontrar en otros sitios. Tres na­ves esbeltas, la central más alta que las laterales, se dividen por pilares con decoración vegetal y se recu­bren con artesonados de madera. Al fondo, la capilla absidial, de muros lisos y cúpula nervada, completa el conjunto que sorprende por su aspecto netamente gótico y medieval.

Al viajero que le gusten las hue­llas remotas y pétreas de los antiguos siglos, es evidente que en Gua­dalajara toda tendrá su paraíso. In­acabables edificios muestran el arte de las épocas remotas. Pero Brihue­ga, con sus templos protogóticos del siglo XIII, es lugar de preferente y obligada visita.