Cuevas con memoria

viernes, 4 febrero 2011 1 Por Herrera Casado

En ocasión de haber sido presentado, en solemne acto cultural celebrado en el Palacio del Infantado, el pasado día 26 de enero,  el libro de Muñoz Jiménez sobre los Santuarios españoles, tiempo nos ha faltado para escarbar en su gran contenido las referencias a temas alcarreñistas. Hay muchos, todos ellos estudiados y analizados con la seriedad que usa el profesor Muñoz Jiménez en sus estudios históricos y patrimoniales. Pero lo que más nos ha llamado la atención es su repaso a las ermitas rupestres, que en la Alcarria son especialmente numerosas, todavía mal estudiadas, y que en esta obra se enumeran, se esbozan teorías explicativas, y se quedan en el aire para seguir mirando, buscando, estudiando rastros de lejanas memorias en ellas.

 

Acceso a una de las secciones del eremitorio medieval conocido hoy como "Cueva del Moro" en Pastrana

En el último número de la Revista “Nacional Geographic”, se lanza Neil Shea a deambular por los subterráneos (Cuevas, cloacas, santuarios, cementerios, de más de 300 kilómetros de longitud) de la ciudad de París, y uno se asombra de cuantas cosas puede contener el subsuelo de una ciudad, el interior de la tierra. La mayoría, hechas por la mano del hombre, cuando aún tenía mucho sitio en la superficie para plantar sus ideas. 

El caso es que en muchas ocasiones las ideas han querido esconderse bajo tierra, o las actitudes, por pensar que así se ocultaba un quehacer a los ojos de los demás, o quizás porque se alcanzaba mejor la soledad  y el silencio en ese mundo subterráneo que, de forma natural, a todos nos repele. 

Dos zonas hay en Guadalajara en los que se concentra la aparición de cuevas y santuarios subterráneos, naturales, excavados o construidos: uno es la Alcarria en la proximidad de Pastrana y Peñalver. Otro es el valle del río Badiel. De forma somera vamos a verlos ahora, ofreciendo a los viajeros y caminantes de nuestra tierra la opción de ir a descubrirlas, a admirarlas, y a pensar sobre sus orígenes remotos. 

El eremitismo en la Alcarria 

Toda la Alcarria está formada de valles hondos excavados por las aguas, en miles de siglos de evolución, sobre un sustrato calizo blando. En la villa de Pastrana se han concentrado las ideas eremíticas de varones y mujeres que en tiempos de espiritualidad se dieron a perfeccionar su vida con la oración y la contemplación escueta. En medio del robledal que media entre Pastrana y Escopete surgió el reducto conventual de Valdemorales, fundado por fray Juan de Peñalver. En la unión del arroyo que baja del pueblo con el río Arlés, se alza un enorme bloque calizo sobre el que se construyó el convento carmelita de San Pedro. En su parte meridional, había labradas cuevas que ocuparon, desde principios del siglo XVI, diversos anacoretas, y que llegaron a ser ocupadas por el mismísimo San Juan de la Cruz, que en su interior hizo penitencia, y compuso poesías. 

El origen un tanto legendario de ese monasterio que fundó Santa Teresa en 1569, con la ayuda de los duques don Ruy y doña Ana, estriba en que allí se produjeron milagros en torno a las covachas, unas excavadas y otras erigidas, ocupadas por eremitas como fray Juan de la Miseria, Ambrosio Mariano y Catalina de Cardona, entre otros. Hoy queda la ermita de San Pedro, origen de la leyenda de las palomas, y la Cueva del Santo, donde vivió el fraile fray José de la Virgen (el Santo Sordo) en el siglo XVIII, y que permite el acceso a su interior subterráneo entrando desde la huerta y bajando dos pisos hasta el cuchitril en el que solo cabe una persona y está revestido de tibias y calaveras. 

Enfrente de este convento y cerro calizo, en el camino hacia Valdeconcha, a poco más de 500 metros, se encuentra otro de los santuarios del eremitismo alcarreño más sorprendentes, no estudiados tampoco en profundidad, hasta ahora. Se trata de la Cueva del Moro, un lugar que muestra una fuerte roca emergente sobre el valle, y trepanada a través de numerosos orificios o bocas talladas que permiten la entrada al conjunto de naves y galerías sin tener que agacharse. Hay dos bloques de cuevas, en sendas masas de roca, y en cada una de ellas se ven excavadas anchas naves, la mayoría de corte trapezoidal, con amplia base y paredes inclinadas hacia el techo, que es más estrecho. En algún momento, las galerías se entrecruzan y acaban en espacios muy profundos, faltos de luz, por lo que conviene ir a visitar estas Cuevas provistos de linternas. Damos junto a estas líneas imagen y plano del conjunto. Se han expuesto, por cuantos las han visitado, muchas teorías acerca de su origen y funciones. Hay quien dice que se registra un fuerte magnetismo en su interior. El hecho, en nuestra opinión, parece claro: fueron elaboradas como lugar de recogimiento y oración, con función de eremitorio, y llegaron a constituir un verdadero monasterio subterráneo. 

En término de Pastrana surgió a finales del siglo XVI otro lugar de piedad severa, en el contexto de la reforma de la Descalcez del Carmelo. Es el Desierto de Bolarque, fundado por fray Alonso de Jesús María, un carmelita entusiasta y que abrió el camino de otra forma distinta, primitiva, dura, del carmelitismo: los desiertos o conventos retirados totalmente del mundo circundante. Este se colocó en la abrupta orilla del río Tajo, al que se llegaba por complicados caminos, montañas y bosques impenetrables, desde Pastrana. Primero se tallaron cuevas y se levantaron humildes ermitas. Luego se erigió el edificio central con iglesia, claustro y dependencias, en las que los eremitas hacían vida común algunos momentos del día, pero seguían viviendo y orando en soledad, desperdigados por el bosque, cada uno por su lado. 

Por el término de Peñalver son también numerosas las cuevas de eremitas. Un lugar de prosapia histórica es el entorno de la Salceda, un grandioso convento franciscano en el que durante el siglo XIV se refundó el franciscanismo con el entusiasmo de fray Pedro de Villacreces. La tradición es que allí, en medio de la espesura de un robledal que remataba por lo alto el llamado “valle del Infierno” por el que se asciende desde Tendilla hasta la meseta alcarreña, se ubicaron eremitas en mínimas cuevas y ermitas de sillarejo y maderas. Tras años de penitencia en solitario, Villacreces y otros frailes levantaron la Salceda, en la que luego vivieron nada menos que San Diego de Alcalá, fray Francisco de Cisneros y fray Pedro González de Mendoza, estrellas de la Orden franciscana, que terminaron por dar gran relieve al convento y hacerle meca de peregrinos, incluso de reyes, pues sabemos que Felipe III los visitó en 1604. 

En la parte más alta del conjunto, aún se ven los restos de las cuevas. Luego, a instancias del hijo de la princesa de Éboli, guardián del convento a finales del siglo XVI, se construyó un “Sacromonte” o espacio vallado en el que se articularon caminos y plazas que servían de paso hacia las ermitas aisladas donde vivían los frailes penitentes. 

Muy cerca, en línea recta, de La Salceda, está el eremitorio de la Cueva de los Hermanicos, más cerca de Peñalver. En un sitio agreste y de complicado acceso, a media ladera, se abren dos vanos que dan acceso a una cueva amplia, en la que se ven altares antiguos, alacenas y decoración de rocalla. Está documentado que aún en el siglo XVIII vivían allí algunos anacoretas que lo hacía por libre, sin pertenecer a orden alguna. Pongo junto a estas líneas el plano que elaboré en su día de esta cueva, a la que tuve oportunidad de acceder, a pesar de los derrumbamientos que poco a poco se producen en ella. 

En el término de Peñalver quedan aún otras cuevas que muy posiblemente tuvieron ese mismo destino de servir de eremitorios a religiosos aislados. En el libro que sobre “Cuevas y Bodegas de Peñalver” escribió en 2007 Benjamín Rebollo se puede encontrar con todo detalle lo que en estos parajes se esconde. 

Y aún cerca de estos lugares, en el costado norte del valle del Tajuña, estuvo el más clásico y generador de los eremitorios alcarreños: en Lupiana, en el borde de la meseta que asoma sobre el valle del Matayeguas, un grupo de nobles de Guadalajara se juntaron a orar y vivir en cavernas y ermitas humildes mediado el siglo XIV. Sus nombres nos son conocidos, porque se trataba de gente de alto poder económico y linajuda prosapia. Eran los Pecha de Guadalajara. Entre ellos figuraban Diego Martínez de la Cámara, Pedro Fernández Pecha, y su hermano Alonso Pecha, que con su entusiasmo pío y sus dineros, llegaron a conseguir fundar nada menos que una Orden religiosa, la de los Jerónimos, y a ser, el segundo de ellos, alta jerarquía de la iglesia, en concreto Obispo de Jaén, a finales de ese siglo. En torno a esas cuevas, de las que nada queda, se levantó el monasterio de San Bartolomé, primer buque de la Orden de San Jerónimo, sede de sus generales durante siglos, y cuajado en sus mejores días de obras de arte entre las que que ha conseguido sobrevivir el claustro plateresco que construyera Alonso de Covarrubias. 

Otros lugares reseña Muñoz Jiménez en su libro, pero que tienen mucha menor relevancia, por cuanto fueron sede de recogimientos particulares, muy personales y durante poco tiempo. Así la ermita de la Magdalena en término de Quer, o la Cueva del Beato en Cifuentes. Lo del Santuario de Nuestra Señora de la Hoz, en el valle del río Gallo junto a Molina, tiene otros orígenes y parámetros diferentes. 

El eremitismo en el valle del Badiel 

Otro de los lugares mágicos, solemnes y misteriosos que hay bajo tierra en Guadalajara es el conjunto de las Cuevas de Sopetrán. Nada existe escrito o investigado sobre ellas, nadie se ha puesto aún a mirarlas con detalle y a elucubrar sobre su historia y contenido. Se accede a través del vestíbulo de la Casa Rural “El cercado de Sopetrán” en Torre del Burgo, y son, no hace falta insistir en ello, de propiedad privada. El mismo nombre del lugar, de venerable historia, traduce su origen: están “bajo la piedra, sub-petra”. El espacio en que se encuentra esta casa es parte del territorio que perteneció a los benedictinos de Sopetrán, desde época visigoda. Cinco fundaciones monasteriales hubo en el lugar. Ahora, de propiedad privada, se esperan mejores tiempos para restaurarlo. 

La zona de las cuevas se extiende bajo un bloque rocoso, plano en su superficie, y está tallado en diversas galerías que surgen de una principal: Con huecos para las tinajas, se han usado como bodegas vinícolas durante mucho tiempo, pero la tradición dice que aquello es muy antiguo. Yo me atrevo a afirmar que aquel fue un eremitorio amplio y primitivo, de fundación visigoda, el más grande y más antiguo de los que hay en Guadalajara. 

Cerca de allí, en término de Valdearenas, se encuentran los llamados “Palacios de la Tala”, un conjunto de cuevas excavadas en la roca blanda y caliza de uno de los cerros testigos que vigilan el valle del río Badiel en su orilla derecha. Llegados al alto, se encuentra el viajero con numerosos espacios abiertos en la montaña, independientes o comunicados entre sí, formando una posible iglesia rupestre y dependencias o eremitorios para ser habitados por ermitaños. No se ha encontrado ningún signo religioso, ni hay sustrato arqueológico, pero el espacio es elocuente respecto a su sentido religioso: recuerda un poco  a los espacios troglodíticos de Capadocia o a las cuevas de Qumram en Palestina, y podría alargarse su origen, a la par que el conjunto subterráneo de Sopetrán, a la época visigoda, que fue muy fértil en conjuntos eremíticos.