Memoria de las bernardas de Guadalajara

viernes, 1 octubre 2010 2 Por Herrera Casado

El próximo día 20 de octubre, el Ayuntamiento va a entregarnos una tarde de memorias históricas. Aprovechando esta ocasión en que Guadalajara cumple el 550 aniversario de su nombramiento real como ciudad, y tras haber tenido, días pasados, desde un acto institucional a una cabalgata festiva con memoriales sobre ruedas, o desde un recitar de veraniega noche hasta la edición de un gran libro con la historia y el memorar de la ciudad entera, ahora va a poner en las manos de lectores, estudiosos y público en general un libro de grandes campanillas. Una memoria exacta y sonora de los antiguos conventos de Guadalajara.  

El claustro del Monasterio de San Bernardo de Guadalajara

El claustro del Monasterio de San Bernardo de Guadalajara, antes de su desaparición en 1940.

 

El libro que tituló su autor “Los Conventos Antiguos de Guadalajara”, fue escrito en plena Guerra Civil, por el doctor Francisco Layna Serrano, a la sazón Cronista provincial y de la ciudad, además de académico de la Historia, de Bellas Artes y Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua. No era, como puede colegirse de esa breve lista de títulos, un despistado. Don Francisco Layna dedicó media vida al estudio profundo de los documentos y los elementos patrimoniales de Guadalajara, cuajando en una docena de grandes libros su obra entera, que nos ha servido a todos, y seguirá sirviendo, como manantial seguro de información acerca de nuestra tierra.  

En esa edición de las “Obras Completas de Layna” que acometió hace años la editorial AACHE de Guadalajara, faltaba solamente este voluminoso tomo dedicado a los Conventos Antiguos de la vieja Arriaca. Y como dadas las dificultades en que hoy se encuentran la empresas editoriales, que por más que sacan libros a la palestra, apenas los compra nadie y aún menos los leen, ha sido el Ayuntamiento de Guadalajara el que, a través de su Patronato Municipal de Cultura, ha colaborado en esa edición patrocinándola en buena medida. De tal modo que será el Ayuntamiento quien la presente, en el contexto de sus celebraciones centenarias y estimulantes del conocimiento de la historia de la población.  

En ese interés que nuestro Ayuntamiento muestra por dar a conocer las raíces históricas de la ciudad, está la base de una importante actividad que va más allá de lo cultural, que tiene, creo yo, el peso de la acción formativa y sobre todo guardiana de los saberes y las memorias  de tiempos idos. El hombre, que además de ser “homo sapiens” como especie, es o debe ser “homo historicus” como esencia de su especificidad animal, vive en la historia, en la suya propia, en la de su familia, en la de su comunidad, en la de su pais. Y en la del mundo, por supuesto. Esto se sabe hoy más que nunca, porque el mundo ha encogido, las comunicaciones le han hecho más pequeño y todo lo que en el planeta ocurre, lo sabemos todos al instante. Y todo lo que ha ocurrido, parece más cercano a todos.  

Por eso todo lo que sea estimular el recuerdo y la historia de una ciudad, y que esto lo haga el Ayuntamiento, es de aplaudir. También la Diputación Provincial lo hace, lleva haciéndolo muchos años, siglos ya, porque es su misión, la de promover el estudio histórico de nuestra comunidad provincial. Pero el Ayuntamiento ha estado, sigue estando, en esa senda. A la que nos lleva este libro que pronto veremos, y en el que se suceden las historias de 14 monasterios y conventos, que fueron los que tuvieron vida en Guadalajara desde la más remota Edad Media hasta nuestros días.  

El convento de las bernardas   

Uno de los conventos de los que nada queda en Guadalajara es el que, de fundación medieval, antiguo como pocos, fue ocupado por monjas cistercienses, y estuvo en la orilla derecha del barranco del Alamín, entre unas arboledas, al que podía llegarse cruzando el puente de las Infantas, si bien su acceso más fácil lo tenía por el tejar de la Alaminilla. Hoy es irreconocible su emplazamiento desde que hace ya más de medio siglo lo derribaron por completo, correspondiendo su solar más o menos a lo que hoy ocupa la Escuela de Arte y Diseño y los edificios de la Vaguada.  

De la venerable historia de este enclave cisterciense, poco cabe decir que no sea lamento y añoranza. Es, sin disputa, el de más antigua fundación entre todos los que hubo en la ciudad, pues sabemos que ya a mediados del siglo XIII tenía su primitivo asiento al otro lado del Henares, en la actual carretera de Yunquera. Por darse la circunstancia de haberse incendiado en 1296, se ignora totalmente quién lo fundara y en qué circunstancias tuvieron su asiento las monjas blancas. El hecho cierto es que aquélla su iglesia quedó durante siglos como ermita, con el nombre de la Virgen de Afuera o Santa Agueda, y las religiosas subieron barranco arriba y se asentaron en nuevo lugar gracias a la ayuda de las dos infantas doña Isabel y doña Beatriz, hijas de Sancho IV, que durante muchos años residieron en Guadalajara fomentando su desarrollo.  

El nuevo y definitivo asiento de las bernardas data, pues, del comienzo del siglo XIV, durante el cual recibieron varias donaciones reales y de nobles alcarreños, que aunque no les daban el título de opulentas, sí las permitía una vida hueca de preocupaciones. El hermano de las infantas restauradoras, Fernando IV de Castilla, les concedió en 1328 una fanega de trigo a recibir anualmente en cada iglesia del Arcedianato de Guadalajara. En 1366, doña María de Portugal, mujer de Alfonso XI de Castilla, eximió al rebaño del convento (“las dichas quatroçientas oveías e carneros e cabras de las dichas dueñas”) de pagar las contribuciones a que los demás ganaderos estaban obligados. Y es luego doña Leonor, mujer de Juan I de Castilla, y señora de Guadalajara, la que dona dos cahíces de sal toledanos de las salinas de Atienza para las necesidades del convento. Menudencias por el estilo, y una importante reforma llevada a cabo en el siglo XVI, que ornó el claustro con una doble muestra del Renacimiento alcarreño en zapatas y capiteles, fue todo lo que esta Comunidad obtuvo de la gran familia de los Mendoza, amén de una buena talla en alabastro policromado de la Virgen, y un retablo gótico‑plateresco con santa Apolonia, Agueda y Lucía que les donó el gran Cardenal don Pedro González.  

La iglesia, de una sola nave y escasamente ornamentada, fue construída a comienzos del siglo XVIII. Poco después, al tiempo de la invasión napoleónica, las monjas cistercienses huyeron, encontrando al volver su convento desvalijado. Aquí empezó su cotidiano calvario de estrecheces y amarguras, seguido de una transitoria exclaustracíón en 1821, una desamortización exhaustiva en 1835, una injusta persecución en 1936, y una partida definitiva que aún no ha roto sus ecos en nuestra ciudad. Hoy, cuando el incipiente otoño trae con sus tardes luminosas y azules los tonos amarillentos a los árboles, ya nadie sabe ir hasta las bernardas a darse un paseo.  

Algunos escritores de antaño sí lo hacían, porque era clásico en Guadalajara. Salir a pasear, bajar la carrera, sobrepasar Bejanque, y junto a las tapias de San Francisco llegar hasta la venta de Tetuán, asomarse desde el parapeto enladrillado del puente al hondo foso del arroyo del Alamín, y pasar hasta las bernardas, a oir sus campaniles, a mirar sus torres enveletadas. Lo hacía Felipe Olivier y López-Merlo, quien con su fabulosa memoria nos dio en sus libros anécdotas de las monjas, de las demandaderas, y de los niños que como él, que vivía en las casas con jardín/bosque que daban por Barrionuevo Baja (hoy Ingeniero Mariño) al barranco, se entretenían en aquellos jardines con puentes de madera y fuentes enlucidas que el Ayuntamiento de Miguel Fluiters había construido para su solaz entre las angosturas del arroyo. Y lo hacía Juan Diges Antón, el cronista de la ciudad que hasta tuvo tiempo una de esas tardes calmosas de ponerse a dibujar entre las ramas de los árboles las veletas y las agujas del templo de las bernardas.  

Otras memorias de monjas y artistas  

Layna Serrano, cuya biografía compuso y publicó, con gran acierto, el atencino Tomás Gismera, en 2002, fue un singular personaje que confirmaba con su vida y su quehacer la honda raigambre de su castellanía. Médico, cirujano, historiador, escritor, también viajero, y ocupado siempre, apasionado siempre por la evolución de su tierra natal, la provincia de Guadalajara, estuvo activo como Cronista Provincial, académico correspondiente de la Historia y Bellas Artes, durante 40 años, exactamente desde 1931 en que se preocupa por la venta y expolio del monasterio cisterciense de Ovila, hasta 1971 en que fallece.  

En ese periodo, Layna escribe y publica ocho grandes obras, tan voluminosas como que una de ellas, la “Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI” ocupa cuatro grandes volúmenes de 500 páginas cada uno. Además de estos libros, que vieron la luz entre 1933 (Ovila) y 1955 (Cifuentes), aporta noticias inéditas de monumentos, retablos, artistas, costumbres y conjuntos patrimoniales en diversas revistas especializadas, amén de la publicación, en forma de folletos, de algunas de sus conferencias y estudios que le solicitaron ciertos ayuntamientos, Su presencia en la prensa provincial, fue continua, entre 1941 y 1971, especialmente en los dos periódicos que entonces circulaban, los semanarios “Nueva Alcarria” y “Flores y Abejas”.  

Este que se anuncia para dentro de unos días es el titulado “Los conventos antiguos de Guadalajara”, que Layna escribió, tras acumular documentación en archivos y en los propios monasterios, entre 1937 y 1941, precisamente en los años en que España vivió el drama de su Guerra Civil y las consecuencias inmediatas de la misma. Ello significó una dificultad y un peligro, que Layna con su gran entusiasmo superó sin mayores problemas. Refiere en las páginas de esta obra el hecho de estar los conventos destruidos, quemados, arrasados sus archivos, vacíos de religiosos y religiosas, pero ocupados por familias evacuadas, al tiempo que los archivos generales de la administración, como los de protocolos notariales, Simancas, municipal de Guadalajara, etc, desorganizados y cerrados bajo llaves para resguardarlos del conflicto armado.  

En esas circunstancias escribe Layna esta gran historia de las instituciones monacales arriacenses. Historía 14 conventos, de los que habían llegado vivos hasta sus días 4 de ellos, y de los que hoy, a comienzos del siglo XXI, solamente queda uno vivo, el de las monjas carmelitas de San José.  

Layna realiza el estudio histórico, documental, de estas instituciones, y se apresta a describir y valorar los continentes y sus artísticos edificios, rememorando los desaparecidos y ya hundidos, describiendo los que ve, para los que además espera mejores tiempos. Las órdenes que trata son exactamente ocho, y en concreto las cistercienses, los mercedarios, los dominicos, las jerónimas, y los hermanos de San Juan de Dios, de los que hay un convento de cada una de ellas; más las tres casas de carmelitas, y las cinco de franciscanos y franciscanas, con mucho los más numerosos a lo largo de la historia.  

El análisis que hace el cronista es certero, medido, con un objetivo único, que es el de relatar los sucesos más llamativos de cada instituto, con su fundación, sus protectores, sus más importantes sujetos, sus edificios artísticos, sus agobios y sus acabamientos, pero sin crítica alguna, sin zaherir a nadie, sin hacer burlas de antiguas costumbres. Lo que cuenta es suficiente para que cualquiera pueda sacar sus consecuencias, tras analizar hechos, cuentas, actitudes y decisiones. Layna demuestra aquí más que en ningún otro sitio, su serenidad de historiador que observa, anota, refiere, y nada más.  

Es muy probable que este libro vaya a ser muy bien recibido por ese numerosísimo grupo de entusiastas de Layna que aún existe repartido por España. Por varias razones: por ser el último, el que faltaba; por ser sumamente interesante; y por servir de contrapunto a lo que, tras ver lo que había, se ve lo que hay, o lo que queda. Es como una larga y triste película de cuanto ha pasado en España a lo largo de los siglos.  

De los conventos que trata Layna, algunos han desaparecido físicamente, hasta el punto de ser hoy irreconocible su asiento: así ocurre con este de las bernardas que acabamos de rememorar, pero también los mercedarios, las franciscanas de la plaza de Moreno, los franciscanos de San Antonio y las carmelitas de Arriba. Otros, transformados en parroquias, han mantenido su cuerpo de arte, aunque con pérdidas sonadas: así San Ginés, San Nicolás, Santiago, el Instituto Liceo Caracense, o el Carmen… solo uno queda, que permanece igual que hace cuatro siglos en que doña Ana de Mendoza las fundó, fray Alberto de la Madre de Dios les construyó la iglesia, y generación tras generación han sabido mantener la esencia del mensaje de Santa Teresa de Ávila: el convento de San José, en la calle Ingeniero Mariño, que todos los días, sin faltar ni uno, abre a las ocho y media las puertas de su iglesia, el santuario barroco en el que no estaría nada mal que fuésemos entrando, a verlo unos, a rezar otros, y todos a saber con precisión qué hay y desde cuando lo hay, en esta ciudad que habitamos.