Caminando hasta Mesones

viernes, 15 marzo 2002 2 Por Herrera Casado

Desde El Casar, que está cada día más grande y animado, siguen los viajeros a pie hasta Mesones. Circulamos por la izquierda, andando por la cuneta de una carretera llana que nos deja ver hacia el norte la limpieza azul de la sierra. Pronto, a la izquierda de la entrada a una urbanización, surge una carretera más estrecha y movida que nos llevará hasta lo hondo de un pequeño y reseco vallejo, más bien barranco, por donde en las épocas lluviosas corre un arroyo insignificante, y que no llega a tener nombre de río. Ahí asienta en vaivén de aliagas este pueblo de breve caserío y escasa importancia histórica y monumental.

Los viajeros van saludando a la gente que se asoma a las puertas, y de su macuto sacan un librejo de hojas ya raídas donde alguien escribió un día la historia de este lugar. Así saben que Mesones, desde la época de la reconquista, formó parte del Común de Villa y Tierra de Uceda, y al igual que todo este territorio de la orilla izquierda del río Jarama, perteneció primeramente a la Corona real de Castilla, y desde comienzos del siglo XIII, por donación de Fernando III el Santo, al señorío de los arzobispos de Toledo. Magnates de cruz y espada, por cierto, que han sido expuestos en exposición magnífica (inaugurada el martes 5 de marzo, en la iglesia de San Pedro Mártir de Toledo, y que durará hasta el 3 de junio). Más adelante, en 1575, el rey Felipe II apartó el territorio del antiguo señorío eclesiástico, tratando de vender la villa y sus aldeas a particulares. Si Uceda fue comprada por don Diego Mejía de Ovando, quien hizo los mismo con varias aldeas del entorno, Mesones en esa ocasión se adquirió a sí misma, consiguió el título de Villa, y se eximió de toda jurisdicción que no fuera la real.

Luz y alturas

Mesones tiene poco que ver, pero no deja de tener su interés el viaje hasta la villa. Comprobar que los valles mínimos de la cuenca del Jarama tienen vida (carrascas donde parlotea la urraca y al atardecer sobrevuela la lechuza; aliagas en la cuneta, siempre esperando el momento de darle color al campo) y admirar un templo cristiano que ha recibido tanta vida en tantos siglos. De ahí que los viajeros suben a la cota más alta del pueblo, y pasan a admirar la iglesia parroquial, que está dedicada a Santa María.

Tiene el aire de los nobles edificios campiñeros: obra de la primera mitad del siglo XVI, su fábrica es de mampostería de sillarejo calizo, con hiladas de ladrillo y algo de sillar en las esquinas. A poniente se alza la gran espadaña, ahora muy bien restaurada, como el conjunto del templo. En ese muro occidental posee una sencilla portada de arco semicircular, entre dos contrafuertes, y el muro se ve rematado, como digo, por esbelta espadaña de la época. En el costado meridional del templo se abre la portada principal, puesta bajo atrio porticado. En el cobijo del tejaroz, pasadas la puerta y sus columnas, se ve esta portada tallada en piedra caliza muy blanca, con arco semicircular escoltado por jambas profusamente decoradas de grutescos, a los que se añade sendos escudos nobiliarios. En la clave de este arco aparece un hermoso y elegante escudo con el jarrón de las azucenas que recuerda el poder espiritual de los arzobispos toledanos, señores de oración e impuestos. Pilares y arcos están decorados con grutescos, con volutas, con bloques de hojas de acanto y caracolas: es un hermoso pórtico que recuerda las formas de hacer de la escuela de Covarrubias. No de él directamente, pero sí de manos que estudiaron y se formaron en su taller toledano, seguro que aquí se pusieron afamosamente a trabajar la piedra.

En las enjutas del arco, sendos escudos nobiliarios, que se nos hace difícil identificar. Desde luego no son los de Mejía y Ovando. Tienen cuatro cuarteles, y en ellos vemos, de izquierda a derecha y de arriba abajo del espectador, tres bandas sembradas de armiños, tres flores de lis alternadas con luneles, cinco panelas y plantas apoyadas sobre ondas de agua. En la bordura, siembra de armiños. Los dos cuarteles de la derecha del escudo son de Guevara, y los otros pertenecen a los linajes de Fajardo y Solórzano. Como estas armas, además de en la puerta, están talladas en la pared exterior de la sacristía, pensamos que pudieran pertenecer a una familia que sufragó en buena parte la construcción del templo.

El interior es sencillo, pero limpio y cuidado: solo dos naves tiene, la central y la del Evangelio, porque la que correspondería a la Epístola, es la que hace de atrio y sacristía. No valen gran cosa los retablos que se distribuyen por el lugar. Y en cualquier caso, la mañana soleada y tibia compensa cualquier otra falta: Mesones está simple y hermoso, como un libro abierto a quien quiera ir a leerlo desde cualquier parte.

Dice la tradición que en el hoy despoblado de Caraquiz (término de Mesones), que antiguamente fue aldea de Uceda, vivieron San Isidro Labrador y su mujer Santa María de la Cabeza; y aún refieren las gentes que en la ermita que hubo en el paraje de Vallanquera fue enterrado el cuerpo de San Isidro. Eso mismo dicen de él en otros lugares de la provincia, por lo que ni creemos ni dejamos de creer: simplemente constatamos la gran devoción que el mundo rural y de la agricultura desplegó siempre hacia un santo que sentían ser “de los suyos”.

Un lugar para visitar esta primavera, cerca de la capital, y en el entorno de otros espacios singulares y atractivos (Uceda, El Cubillo, El Casar….) todos ellos merecen ser conjuntandos en un paseo de mañana dominguera.