El Corpus, la fiesta más grande

viernes, 22 diciembre 2000 1 Por Herrera Casado

Quizás la fiesta más señalada de la ciudad de Guadalajara fue siempre, durante largos siglos, el Corpus Christi, y hoy empieza eso a olvidarse porque otras celebraciones la han ocultado. Lástima, porque en ese día de corpus, en esa procesión, en esas ceremonias, participaba la ciudad entera, disfrutaba con ellas, y se hacía más a sí misma, se entrañaba más y mejor.

Con una presentación del alcalde José Mª Bris, un prólogo de Francisco Javier Borobia, y el texto amplio, meticuloso y completo de Pedro José Pradillo y Esteban, hace poco tiempo apareció publicado un libro que sin duda puede ser calificado de excelente, por su calidad y su interés. Es un análisis pormenorizado de la fiesta de Corpus en la ciudad de Guadalajara: así se subtitula la obra Análisis de una liturgia festiva a través de los siglos (1454-1931). Esto nos pone en antecedentes de la longevidad del tema: desde mediados del siglo XV hay noticias de su celebración. Probablemente fuera aún más antigua. Y en todo caso ha sido constante, alcanzando su mayor esplendor en los siglos del Renacimiento y sobre todo del Barroco. Una explosión de color, de músicas, de boato y religiosidad postridentina salían a la calle y llenaban el ámbito de la ciudad toda.

Este libro escrito por Pradillo tiene una estructura clara y un contenido riguroso. Expuesta en una secuencia cronológica, mira primero la forma en que se celebraba la fiesta en el Medievo, luego en los siglos XVI al XVIII (su período clásico, podríamos decir) y finalmente en la época contemporánea, desde los inicios del siglo XIX hasta la guerra civil. En cada uno de esos períodos, se exponen temas tales como organización y financiación de la fiesta, la procesión, los festejos añadidos (toros, danzas, representaciones teatrales y autos sacramentales), las prolongaciones de algo tan querido (octavas y minervas) y la influencia de ese todo a lo largo y ancho de la ciudad y del año.

Analiza Pradillo también a los personajes que protagonizan las fiestas: antiguamente las tarascas inmensas y complicadas; luego -y hoy todavía- los gigantes y cabezudos; y siempre, desde la Edad Media a nuestros días, los «apóstoles» o miembros de la cofradía del Santísimo Sacramento, que revestidos como apóstoles de Cristo acompañan el cuerpo de Dios rodeados de niños y niñas.

El detalle del análisis histórico lo consigue Pradillo por el examen de cientos de documentos hallados en el Archivo Histórico Municipal, en el de la cofradía referida, y en noticias varias de cronistas e historiadores, porque esta fiesta llenó siempre la cuota celebrativa y emotiva de Guadalajara. Fotografías antiguas, detalles de los apóstoles, de sus antiguas caretas, de sus ritos y procesiones, así como imágenes de otras fiestas alcarreñas y españolas similares, completan este valioso libro al que recibimos con alegría y ponemos entre lo más selecto de la bibliografía alcarreñista, recomendando su lectura a todos los que de verdad piensan que en la raíz de la sociedad están los elementos de su posible salvación, de la imposibilidad de su muerte.

Curiosidades, fiesta y emociones

En el libro de Pedro José Pradillo sobre El Corpus Christi en Guadalajara que acaba de publicar el Ayuntamiento, aparecen referencias muy curiosas a lo que eran los elementos más llamativos de aquella jornada, de aquella fiesta mayúscula, la más grande y esperada sin duda de la ciudad, a lo largo de todo el año. Era, eso es lo primero que debe señalarse, la fiesta dedicada a Dios, a la figura suprema del orden religioso. De ahí que el suelo del recorrido que haría la procesión se cubriera desde muy temprano de espliego y taray. Toldos amplios (porque siempre hacía calor) y colgaduras brillantes amenizaban desde las fachadas de las casas y palacios la estructura urbana. El recorrido era como hoy: desde Santa María partía el cortejo que por el Barrionuevo Alto (Ramón y Cajal) y Bejanque subía la Carrera de San Francisco hasta Santo Domingo (San Ginés) y el plazal del Mercado. Bajando por la Calle Mayor se pasaba ante San Nicolás y los jesuitas, luego paraba largo rato en el Concejo (Ayuntamiento) y tras cruzar ante Santa Clara (Santiago) por el Barrionuevo Bajo (Ingeniero Mariño) volvía a Santa María. Las campanas repicaban sin cesar el día entero.

El protocolo de la procesión era riguroso: abrían alguaciles, y seguían los cabildos de curas de las diez parroquias de la ciudad. Después en largas hileras todos los miembros de las órdenes regulares (franciscanos, dominicos, jerónimos, mercedarios…), después la Cofradías, y atrás el Concejo con todos sus ministros, vestidos de gala, con velas y hachas encendidas en las manos. Además los Apóstoles de la Cofradía del Santísimo Sacramento, durante siglos cubiertas sus caras con los rostros de cartón y revestidos de blancas túnicas con altas ramas y palmas en sus manos. Además salían carrozas, rocas e historias: las estorias de Sant Estevan o la roca de Sant Antolín, con imágenes de mártires y santos patrones de los gremios. En el arrebato barroco de la fiesta, apareció la tarasca, más los gigantes, las gigantillas, los danzantes de espadas y el arrebato de la imaginación: toda la ciudad, durante un año, esperaba este día, y en él toda la ciudad participaba con entusiasmo y alegría. ¿Qué quedó de ello? Menos mal que el libro de Pradillo nos lo refresca en la memoria…

La Tarasca representaba un gran dragón (opuesto en la simbología postridentina al Bien, a Dios, siempre triunfante). Construida con un gran armazón de madera forrado de anjeo (un lienzo muy basto) sobre el que se pintaban las escamas y similitudes de piel. Tenía unos 3 metros y medio de largo, y casi llegaba a los 3 de alto. Además llevaba alas, que al igual que su larga cabeza de más de dos metros de larga, era articulada. No se sabe si en Guadalajara la tarasca llevaba encima la tarasquilla o la Ana Bolena de las de Toledo, representando a la gran meretriz de Babilonia, pero lo cierto es que la niña o jovencita que hacía la procesión subida en la cabeza de la tarasca, marcaba la moda de lo que «se llevaría» al año siguiente.

Además, según nos refiere Pradillo en su interesante libro sobre El Corpus de Guadalajara, en la procesión salían los gigantes y enanos. Los primeros eran armazones de madera recubiertas de paños con cabezas que identificaban a personajes: por parejas los había de reyes y reinas [de Castilla], turcos y turcas, negros y negras, gitanos y gitanas… más las gigantillas que venían a representar personajes conocidos de la propia ciudad. Estos gigantes alzaban más de cuatro metros sobre el suelo, y se acompañaban de enanos de cabezas grandes, los actuales cabezudos. Y un San Cristobalón enorme, en algunas circunstancias.

Otro de los aspectos curiosos que desvela Pradillo en su importante obra, es el de la aparición en Guadalajara de «dances» con motivo del Corpus. La fiesta era tan grande que daba para todo: había toros por la tarde, refrescos (o sea, comilonas pantagruélicas) en la plaza del Ayuntamiento, y representaciones teatrales de «autos sacramentales». Y danzas, muchas danzas. Grupos de muchachos ataviados de faldas blancas luchaban con grandes espadas, y se sabe que en ocasiones salían comparsas de «danzantes de zancos», así como «danzas de campesinos», «danzas de personajes», danzas y luchas de «moros y cristianos»… excepcional fiesta, la más señalada de la ciudad, que hoy podemos rememorar en las páginas generosas, sabias y apasionantes de este libro. ¿Algún día alguien se decidirá a rescatar tal tesoro costumbrista, y ponerlo a andar por las calles?