El viaje a la Alcarria del Cardenal Mendoza

viernes, 24 mayo 1996 1 Por Herrera Casado

 

Hace cinco siglos, se dice pronto, que murió en Guadalajara el Cardenal Mendoza. Un tipo que también aquí había nacido. Y que además de muchas otras cosas, anduvo de viaje y dando vueltas, unas veces a pie, otras (la mayoría) en mula, por los caminos y los pueblos de la Alcarria.

Un bagaje que así, dicho en resumen, parece ser muy poca cosa. Aunque otros con menos inteligencia y más cara (sumados a una bicicleta o algún cartel ecologista) han hecho algo parecido y encima les han sacado en los periódicos.

El pasado año conmemoramos en nuestra ciudad, en la provincia toda, en media España (porque Sevilla, Madrid, Valladolid ¡Valladolid incluso, qué casualidad! también se sumaron) el quinto centenario de la muerte de don Pedro González de Mendoza. Y tanto se habló de él, tanto se escribió, tanto se trajo y se llevó su figura, que la mayoría de los habitantes de esta tierra (a excepción de cuatro analfabetos que, por desgracia para todos, aún quedan) saben ya quien fue este personaje. El ciclo de conferencias y viajes que la Casa de Guadalajara ofreció a sus cientos de asociados, las exposiciones que la Diputación Provincial montó por diferentes pueblos de nuestra provincia, el ciclo de charlas que, con asistencia multitudinaria, organizó la Asociación de Amigos del Archivo Histórico Provincial de Guadalajara, los artículos que unos y otros, aquí y allí (Pedro Aguilar, del Guadalajara 2000, se llevó el premio de periodismo «José de Juan García» por un artículo sobre este personaje) en mayor o menor cantidad, escribimos sobre este purpurado. Sería un verdadero rollo contar aquí, en detalle, todo cuanto se hizo y se dijo en torno a esta figura. Si hay alguien todavía que no se ha enterado, es que sólo vive para el fútbol: afición la mar de respetable, y de cuya ignorancia yo no presumo.

Un monumento más que merecido

Viene este preámbulo a cuento de haber sido propuesto por nuestro alcalde, José María Bris, -hombre que sí sabe quien fue el Cardenal Mendoza, entre otras cosas porque lee, estudia, y le interesa la historia y el ser auténtico de la tierra en que ha nacido-, la erección de un monumento al Cardenal Mendoza. Además quiere que sea erigido por suscripción popular. Que sea el propio pueblo de Guadalajara, la gente que anda por la calle en estos años finales del siglo XX, la que ponga cuatro perras que puedan sobrarle para con ellas, con las de todos, poner sobre un pedestal la figura de un personaje que consiguió con su esfuerzo y su inteligencia hacer de Guadalajara una ciudad mejor, más hermosa, más conocida de todos. Y además, de paso, embellecer aún más algún jardín de esos (tantos hay, y tan magníficos si no los llenaran de pringue esos cuatro analfabetos que aún quedan para su desgracia y la nuestra) que se alzan por el recuesto que va del Henares al Clavín.

No sólo en Guadalajara: la Alcarria toda

Y no solamente es Guadalajara la ciudad (por haber en ella nacido, muerto y trascendido el Cardenal Mendoza) que puede y debe con alegría echarse a la tarea de alzar un monumento a este singular personaje. Porque, como hace ahora cincuenta años hiciera Camilo José Cela, (al cual sí conocen -porque está vivo- todos los alcarreños), también el Cardenal Mendoza consumó su «Viaje a la Alcarria». Un viaje con principio y fin en la capital. Pero que anduvo por tierras tan variadas como la alta llanada de la primera Alcarria, entre el Henares y el Tajuña, poniendo en Pioz un castillo cuya silueta es conocida de todos. Que fue luego a Brihuega, de donde como arzobispo de Toledo era señor, pasando veranos entre los muros de su viejo castillo. Que ascendió en su mula la orilla del río Henares para pasar temporadas en su posesión de Heras, y frescos atardeceres en la ribera del Badiel, entre los muros del monasterio de Sopetrán, al que donó sus oros para hacerle más grande y hermoso. Que se guió de la altivez de un cerro, -el más hermoso del mundo, según dijera Ortega y Gasset- para en Jadraque poner su mejor morada, el castillo que luego dejara en herencia a su hijo don Rodrigo, y allí amaran unos y otros a sus mujeres, que el amor es lo que hace eternos a los hombres, porque antes se acaba la vida que el amor. Que muchas veces, y no tantas como él hubiera querido, viajó más allá, aguas arriba, hasta Sigüenza, y allí dejó una huella imperecedera: la plaza mayor, la más hermosa de Castilla entera; la catedral con sus bóvedas sonoras y solemnes; el retablo, el coro, el púlpito que tallara Rodrigo Alemán… ¿pero es posible hacer más por esta tierra, y escuchar impertérrito que nadie sabe quien fue este individuo…?

Temo la cólera, que la tuvo, y terrible, del Cardenal. Confío, sin embargo, en su inteligencia, en ese sabio mirar que sonríe y pasa de refilón (sin olvidarlo) junto a lo que le ofende. Algunos sabemos cómo fue don Pedro González de Mendoza. Simplemente hemos leído. Otros, incluso, le vieron, hablaron con él. Don Francisco Layna, cuyo centenario también acabamos de celebrar y sus libros (ese tomo segundo de la «Historia de Guadalajara» donde se dedican más de un centenar de grandes páginas al Cardenal…) son expresión de un milagro, fue uno de ellos.

Pero, en cualquier caso, el común de las gentes que tienen como único patrimonio el sentido común, saben que personajes como el Cardenal, y aquí en Guadalajara, solo entran uno en siglo (o menos en algunos siglos) y que eso es algo que merece ser recordado, aplaudido y monumentalizado.  

La estatua que le vamos a levantar al Cardenal Mendoza

No va a ser nada difícil conseguirlo. Primero un proyecto, un concurso de ideas. Que las habrá, y buenas. Los artistas, las gentes que saben de líneas, de colores y volúmenes, harán sus bocetos y maquetarán el magno corpachón de ese Cardenal que, de rojo y humanista, fuerte como un dogo de Venecia, listo como un filósofo florentino, amador como un arcipreste de Hita redivivo (él fue, entre tantas cosas que fue, también Arcipreste de Hita), lanzará al sol del mediodía su mensaje de energía y voluntad. Después, el pedestal bien alto, un parterre de flores en torno, una leyenda que diga su nombre, sus fechas, y, quizás, la paradigmática frase que su padre acuñara como emblema de su linaje, el mendocino solar: «Dar es señorío, recibir es servidumbre».

Seamos todos señores, dueños de nuestro destino, sabedores de nuestro pasado. Seamos como ese Mendoza que pronto va a alzar su silueta en alguna esquina de Guadalajara: generosos y dadivosos. Un dinero escueto, el de muchos alcarreños juntos, hará realidad este propuesto sueño. Yo, por mi parte, voy a contribuir con lo que pueda en esta carrera de generosidad y cultura. Sin importarme llegar el último.