Un convento entre tomillos: el de Nuestra Señora de la Salceda

viernes, 22 diciembre 1995 1 Por Herrera Casado

Ruinas de un monumento expoliado: la capilla de las Reliquias del Convento franciscano de La Salceda, entre Tendilla y Peñalver

 

Al viajero que sube la cuesta desde Tendilla al alto de la Alcarria (tierras de Peñalver y Fuentelencina) no deja de sorprenderle la silueta, -medio fiera, medio angélica-, de unas ruinas que parecen cada vez más mimetizadas con el rebollar y el tomillo que las rodea. Se trata de los restos comidos por el tiempo del convento de Nuestra Señora de la Salceda, uno de los ejemplos clave de la arquitectura alcarreña en los primeros años del siglo XVII. A pesar de la desfigurada faz que hoy muestra tras la bofetada del tiempo, sabemos de sus caracteres más importantes a través de una amplia bibliografía de cronistas de la orden Franciscana (Salazar, Waddingo), de historiadores de Guadalajara (Hernando Pecha, Francisco de Torres) y de algunos moradores y patronos de dicho convento (Fray Alonso López Magdaleno y sobre todo Fray Pedro González de Mendoza, quien escribió una ejemplar «Historia del Monte Celia» en la que cuenta orígenes y acabamientos de este monasterio). Sin embargo, todavía permanecen en el anonimato los arquitectos, escultores y decoradores que levantaron este cenobio.  

Aquí estuvo, en estos lares primigenios del Valle del Infierno, entre las villas de Tendilla y Peñalver, a caballo entre sus dos términos, el origen de la reforma franciscana en Castilla, realizada por el padre Villacreces, uno de los religiosos más destacados en los siglos XIV y XV, a partir de quien la fama de este «Monte Celia» creció ininterrumpidamente, a la par que su estructura arquitectónica y sus posesiones materiales.  

Concesiones papales y nobiliarias (Paulo V, Bonifacio VIII, Nicolás V, etc por un lado, y los duques de Pastrana, Ruy Gómez de Silva y doña Ana de Mendoza y de la Cerda, mas su hijo Pedro González de Mendoza por otro) hicieron de este lugar uno de los puntos de referencia de las novedades organizativas y espirituales de la reforma franciscana en Castilla.  

En su origen fueron simples ermitas

El emplazamiento se hizo sobre el Monte Celia, en el cual se elevaron la iglesia y las dependencias conventuales. En las laderas de este monte se pusieron quince ermitas donde los frailes flagelaron sus cuerpos y oraron, guardaron ayunos, y se mortificaron en virtud de la estricta observancia de la regla de San Francisco. Hasta nosotros han llegado algunos de sus nombres: en la ermita de San Diego hizo penitencia San Diego de Alcalá; la de la Concepción, donde se alojaba en los días primeros el padre Villacreces, y la de San Juan Bautista, donde sabemos que hizo penitencia el cardenal Cisneros.  

La iglesia era un portento arquitectónico

Sobre el conjunto de ermitas se alzaba la iglesia, abierta ante ella una inmensa lonja que la precedía. Desde el punto de vista arquitectónico, era fiel a la tipología dominante de los años finales del siglo XVI: un clasicismo plenamente escurialense. En el interior y en la parte baja de sus muros aparecía un zócalo de azulejos donde se narraban los milagros de la Virgen, mientras que del techo colgaban exvotos, prueba del agradecimiento de las gentes de la Alcarria por favores recibidos de la Virgen de la Salceda.  

Al fondo de la nave se alzaba el altar mayor, al que se accedía por medio de tres gradas y un arco triunfal, cuyo centro estaba ocupado por un sauce esculpido cuyas ramas alojaban muchos ángeles. Un lienzo de la Asunción y la custodia de la Virgen con las joyas (regalo de múltiples señoras de la casa de Pastrana) era lo más señalado iconográficamente de este conjunto plenamente manierista. Además el tabernáculo se adornaba de múltiples jarras de plata y lámparas que los devotos ofrecían.  

La ruina más solemne: la capilla de las Reliquias

Aparece en situación al mediodía de la iglesia, habiendo sido mandada construir y sufragada totalmente en sus costes por Fray Pedro González de Mendoza, el hijo de la princesa de Éboli, con el objeto de colocar en su interior todas las reliquias que fue reuniendo en su vida. Las paredes estaban también revestidas de azulejos en su parte inferior y hacia lo alto se abrían nichos para esas reliquias. Frente a la puerta estaban el altar y unas gradas que se abrían hacia una capilla cuadrada llena a su vez de otras reliquias de variadísima procedencia. Quizás lo más llamativo de esta capilla sea su planta, que tiene una configuración centralizada y ensambla a su vez dos elementos: el cuadrado y el círculo, representación de lo humano y lo divino respectivamente. La originalidad de este edificio se centra en esa unión del círculo y el cuadrado por medio de dos bóvedas de similar forma, y con dos altares con idénticos planteamientos en los espacios mayor y menor. Según refieren los cronistas de la orden francisca, tanto las columnas y sus capiteles, como la disposición geométrica de los relicarios, y la combinación de múltiples materiales, daban la fuerte impresión de un espacio acorde con el denominado «Acto Divino», una posibilidad difícil hoy de imaginar, pero que centra las intenciones simbólicas de la arquitectura religiosa del Siglo de Oro español. Las relaciones proporcionales y armónicas que desarrolla esta capilla, cada figura geométrica, cuadrada o circular de ella, iniciaba la generación de otras. El cuadrado central desde su punto medio desarrollaba hacia los vértices otros cuatro tetraedros, y entre cada par de ellos aparecían los triángulos desplegando sus formas, y engendrando conos que servían de base a la bóveda. Según la estudiosa de este edificio, Mª Teresa Fernández Madrid, el conjunto era de evidente inspiración bíblica, pues el número cuatro en geometría simboliza el universo conocido; el número tres, el triángulo, representa la Trinidad y su forma de materializarse en un principio activo.  

La planta de esta capilla de las Reliquias de la Salceda reúne en su esquema muy variados planteamientos simbólicos de diseño, con proporción numérica, especulación geométrica, armonías musicales y simbolismo numérico, lo cual la confería un interés que sólo por el milagro de los documentos conservados nos ha sido permitido comprender hoy, a pesar de su casi total ruina.  

En la biblioteca, todo el misterio y la sabiduría

La biblioteca de los monasterios era (recordar «El nombre de la rosa» y sus intrigantes caminos) una cumbre rodeada de misterios y sabiduría. De la primitiva estructura de la biblioteca de la Salceda no se conocen detalles, pero sí sabemos que existía, y estaba llena de libros, y de cuadros representando a los sabios frailes de la Orden.  

El cronista más eximio de este «Monte Celia», fray Pedro González, nos la pinta muy al vivo: Hacia las ventanas existían mapas, esferas, globos y grabados de antiguas ciudades y en cada parte de la librería un libro impreso del catálogo de toda ella y tablas particulares de los libros de aquel paño donde en primer lugar se ponen las classes de las sciencias para que el theologo bien visto, el Jurista o humanista que buscare cualquier libro, halle allí citado el folio donde hallare todos los de su facultad y no solo la substancia, sino los (…) de cada autor y porque esté impreso en libro de folio el orden y número de los libros no e querido dilatar en historia (…) todos los estantes son de tres gradas en alto, levantándose entre pilastras y coronas donde está la guía para quien busca el libro, retrato de su autor o del doctor que escribió sobre ella con eminencia. Una larguísima serie de retratos de frailes eméritos adornaba los muros de este recinto. Dice de ella Fernández Madrid que «Con este tipo de decoración, la Biblioteca puede valorarse como una unión entre la Razón  ‑Filosofía, Historia, Cánones‑  y la Fe  ‑Biblia, Padres de la iglesia‑.  La retórica visual es el ámbito en el que convergen todas las disciplinas enseñando al espectador las fuentes del conocimiento humano encarnado en un estudio fidedigno e interpretativo que permita actuar al entendimiento humano. Además de esta síntesis de lo divino y lo humano ‑que la aproxima iconográficamente a la Capilla de las Reliquias‑ subyace una exaltación de la orden franciscana por los retratos de los personajes que destacaron en cada una de las disciplinas‑ y su actividad propagandística y predicadora que se plasma también en un deseo de orden y gradación de saberes con el fin de permitir al lector acceder progresivamente a la Fuente Máxima del Saber: Dios, utilizando al tiempo las dos vertientes de la mente humana: Razón y Fe.  

En definitiva, y a pesar de la sensación de desolación, de abandono, de muerte y letargo que entre las ruinas de la Salceda hoy se respira, para cualquiera que hasta allí acuda con las orejas del alma bien dispuestas, y los dedos de la sensibilidad profunda dispuestos a palpar los bordes del aire, no tendrá mucha dificultad en encontrarse con la silenciosa letanía de su mensaje. Este era el de una exaltación de la Orden franciscana a través del patronato nobiliario, típico del Renacimiento español, que se plasmaba en las donaciones de objetos litúrgicos y reliquias y en el deseo de favorecer un enclave de devoción tradicional y popular.  

En palabras de Torres, el Monte Celia debió ser, con sus muchas y devotas ermitas, un sitio clave para la contemplación. Toda la casa fue un edificio curioso con oficinas acomodadas, librería famosa, iglesia graziosa donde están pintados en azulejos los muchos milagros de Nuestra Señora que está en custodia de cristal. Un halo de poesía, de misterio y de tristeza al mismo tiempo, cunden hoy sobre los secos páramos de la Alcarria de entre cuyos tomillares se alza esta venerable ruina, merecedora de una atención por parte de espectadores y viajeros.