Recuerdos de Pastrana

viernes, 26 octubre 1990 1 Por Herrera Casado

 

Para el viajero, Pastrana levantará, siempre que llegue a ella, imborrables recuerdos. Unos serán personales, de esos que marcan sin regreso la biografía, y otros serán históricos, de aconteceres milenarios, seculares, universales ó mínimos pero con aliento de estatua y flujo de manantial: severos ó sonrientes, alegres o espeluznantes. Pastrana es una de las pocas villas de nuestra provincia que es capaz de arrancar a la memoria de los hombres su aplauso y su añoranza. Por eso, no estará de más que hoy nos detengamos un momento a rumiar los recuerdos de Pastrana.

Nunca llegó a hacerse una completa y racional historia de la villa alcarreña de Pastrana. Los intentos se hicieron. Y ahí está ese libro magnífico, curioso y evocador que redactara a mediados del siglo pasado el presbítero don Mariano Pérez y Cuenca, y que llegó a alcanzar, en su época, dos ediciones, la primera en 1856 y la segunda y última en 1871. Hoy es un «libro raro y curioso» de los que se enseñan a las amistades como extraño espécimen de mariposa selvática.

Este libro pastranero se acerca a la historia «seria y real» de la villa. La trata con amplitud y con toda la responsabilidad crítica que se puede esperar de la época. Pero el valor de la obra se hace fundamentalmente por detenerse en la historia mínima, en la más íntima, en la que detalla las cosas que ocurrían en su momento, y que hoy es quizás la parte que mayor curiosidad despierta.

Así, el presbítero Pérez y Cuenca se entretiene en uno de los capítulos hablando de la venida a menos de la villa. Pastrana había sido, desde la Edad Media, un burgo de importancia creciente, que había recibido primeramente el calificativo de villa por parte de los maestres calatravos, sus señores. Y que luego, ya en el siglo XVI, bajo el dominio de los Silva y Mendoza, duques de Pastrana, y más concretamente del primero de ellos, don Ruy Gómez de Silva, primer ministro con Felipe II, había optado al título de ciudad, y había incluso picado más alto, pues el aristócrata la ofreció al Rey como posible sede de la capital de España, que entonces buscaba el monarca Felipe colocar en algún punto de la Meseta inferior.

Pero Pastrana comenzó su decadencia, después de haber sido centro carmelitano, lugar comercial y fabril, sede de fábricas de tapices, y lugar de asiento de sabios y teólogos. La marcha de sus grandes señores a la capital madrileña, les dejó (pasó igual en Guadalajara con los Infantado) huérfanos de ayudas y estímulos. Al llegar el siglo XVIII, después de haber sufrido diversas guerras, y con especial dureza la primera de los Carlistas contra los Cristinos, Pastrana se encontraba en un estado de progresivo hundimiento, pobreza y languidez social.

Lo mejor sería reproducir las palabras del propio historiador, que nos dice así de la Pastrana de 1856: Triste es el estado que presenta esta villa en todos conceptos: si atendemos a lo material, do quiera que volvamos la vista no descubrimos sino ruinas. Desde que a esta iglesia se le despojó de sus bienes, principió la decadencia del pueblo. Muchas casas de las que aquella poseía se han reducido a escombros, ya por abandono, ya por mezquinas especulaciones. Pastrana nada tiene ya que la dé nombradía: desaparecieron sus fábricas de sedas, desapareció su comercio, y desapareció su iglesia Colegial, y con esta todas sus glorias… Al presente solo cuenta esta villa unos 500 vecinos y unas 2.304 almas. A principios del siglo XVII contaba cerca de 2.000 vecinos. En 1752 tenía 574. No es grande la diferencia con los que hay ahora; mas en esta última época aún era rica, y actualmente es pobre, pues de los trece tornos de seda y tres tintes que entonces contaba, y que eran su riqueza, no ha quedado sino la memoria.

Por esa época, hace algo más de cien años, Pastrana tenía un Ayuntamiento constitucional (libre ya del sistema de señorío, en el que el duque nombraba los cargos del Concejo) dirigido por un alcalde, dos tenientes y nueve regidores, mas el escribano y dos alguaciles. En el tema de la justicia, había un juez, dos escribanos y cuatro procuradores, más otros dos alguaciles. Una oficina de estadística con un empleado, un administrador de los Correos, otro de las rentas estancadas, una cárcel con su alcaide, y un destacamento de la Guardia civil constituían el resto de las fuerzas vivas y elementos de la Administración pública que se encargaban de decir al Gobierno central que Pastrana existía. Además había, en el plano religioso, un sacerdote que tenía el título de Arcipreste, y los frailes franciscanos que vinieron por entonces a ocupar el antiguo convento carmelita de San Pedro, fundando en él un Seminario para misioneros en Filipinas.

Ante tal estado de cosas, que Pérez y Cuenca refiere con ciertos tintes pesimistas, sorprende el momento actual, el que hoy encuentra el viajero al llegar a esta riente y emocionante villa alcarreña. Parece que hoy en Pastrana todo canta y florece. No solamente el aspecto del lugar, mejor cuidado y arreglado, con sus viejos edificios en pie, con sus callejas adecentadas y olorosas, con la luz del verano cayendo firme y solemne sobre todos los perfiles. Es la fiesta anual, el grupo continuo de turistas que repasa sus calles, son los programas sociales que de continuo se alientan para la población toda. Un contraste afortunado con el siglo pasado.

La historia de don Mariano Pérez y Cuenca, la única que hasta ahora hay escrita en torno a Pastrana, debería reeditarse para entretenimiento y solaz de sus actuales habitantes. Sería una forma de recuperar esa facies del pasado que se escapa por muchas vueltas que se le dé a un pueblo, a sus monumentos cuidados, a sus rincones limpios. Esa historia íntima de la villa ducal, que está en los viejos papeles esperando que se la saque a la luz. Ojalá pronto podamos contar con ella entre nuestros libros alcarreñistas. Sería sin duda una de las más señaladas joyas de cualquier biblioteca guadalajareña.

De todos modos, la historia de Pastrana está para algunos metida en su tuétano, y para otros, entre los que se incluye este viajero, tiene caras, colores y voces definidos, inolvidables y eternos.