La biblioteca del marqués de Santillana

viernes, 23 noviembre 1984 1 Por Herrera Casado

 

La figura de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santilla­na, ya tantas veces traída a estas pá­ginas para rememorar lo interesante de su vida y sus aportaciones a la cul­tura de nuestra tierra y de Castilla entera, se instala hoy nuevamente entre nosotros para recordar una de sus facetas más características, como hombre que fue, además de armas, de sutiles y cimentadas letras. Si el marqués fue galante escritor, en el verso pulido e imaginativo, en la pro­sa hondo y sabio, lo debió no sólo al ambiente familiar en que creció, ‑que por femenino (vivió su infancia y juventud junto a su madre y abue­la, en Carrión) no fue excesivamente intelectual‑ sino a la gran cantidad y cuidada selección de sus lecturas. Por sus manos pasó lo que por en­tonces, comienzos del siglo XV, podía considerarse clave de la cultura occi­dental: desde las obras clásicas de San Agustín y San Isidoro, a los co­mentarios patrísticos y desde las obras filosóficas y científicos de Pla­tón y Aristóteles, a las nuevas modas poéticas de Petrarca, Dante y Bocaccio.

Desde los remotos días de la Baja Edad Media, en que el marqués reu­nía en su palacio de Guadalajara ‑ya por entonces viejo y semiruino­so‑ a los intelectuales de la corte de Juan II, y enseñaba a sus propios hi­jos las exquisiteces de la nueva cul­tura que estaba viniendo de Italia, fue famosa su Biblioteca. Aunque parez­ca asombroso, pero hacia el año 1410 aproximadamente, las únicas bibliotecas serias, importantes, cuajadas de obras clásicas, de manuscritos va­liosos, que había en España, eran las de los monasterios y los cabildos ca­tedralicios. La cultura era tamizada y dirigida por los eclesiásticos, cosa que, por otra parte, caracterizó a to­da la Edad Media europea. Fue uno de los primeros caballeros españoles, el marqués de Santillana, en ocupar­se, de la literatura, de la ciencia, del pensamiento. El mismo llegaría a decir, en frase que luego se hizo famo­sa, que «la ciencia no embota el fie­rro de la lanza, nin face floxa la es­pada en la mano del caballero». Esa idea, que en López de Mendoza era firme y meditada, tuvo que ser trabajosamente proclamada por él mismo allá donde iba: la idea de que un caballero solo debía ocuparse en asuntos guerreros y políticos, dejando a los frailes y eclesiásticos el leer y el pensar, fue combatida tenazmente por nuestro marqués. El fruto se vio luego: a los Mendoza, la estirpe numerosa que salió de su tronco, puede considerarse como los introductores del Renacimiento literario, artístico y espiritual en España. Un ejemplo bien cercano lo tenemos en el Doncel de Sigüenza: educado en el caserón mendocino de Guadalajara, hijo es­piritual de los versos y las sentencias de don Iñigo, cuajó en la estampa alabastrina que todos conocemos: el joven guerrero que, tras la batalla, y aún vestido con los arreos militares reposa con la lectura y la meditación de un libro de horas, de unas líneas que llaman a la inteligencia, al pensamiento.

Don Iñigo López de Mendoza fue creando una gran biblioteca en su pa­lacio de Guadalajara. Tenía contac­tos, emisarios, en todas partes de Es­paña, y sobre todo en la península itálica, que le buscaban libros anti­guos, se los traducían al castellano (él reconocía ser mal latino, capaz de leer el idioma del Lacio, pero no de degustarlo en toda su dimensión) e incluso se los escribían y «pasaban a limpio». El mismo, ya en su palacio arriacense, montó una especie de «scriptorium» o taller de «ediciones a mano», en el que escribanos y minia­turistas elaboraban reposadamente,  escribiendo, dibujando y encuadernado lujosamente, las obras que  más gustaban al marqués. Así, parece incluso que fue el propio Jorge Inglés, el gran pintor que trazo el retablo para el hospital de Buitrago, en el que ha quedado inmortalizado el gesto sereno de don Iñigo, quien dirigió este taller de escribanos y minia­turistas, decorando personalmente muchas portadas y otras, en las que, entre angelotes de anchas vestimen­tas, adornos y animales fantásticos, las armas mendocinas lucían su trico­lor (verde, rojo y oro) destello.

De Bocaccio se hizo escribir la Fiammeta y el Filostrato. De Leonar­do Bruni el Tratado de Caballería. De Cicerón, varios tratados como el De Officiis De Amicitia, De Paradoxis y De Senéctute. De Homero, La Iliada, traducida al castellano por su hijo el futuro Cardenal Mendoza. De San Juan Crisóstomo, el Discurso con­tra Anomios, y de San Agustín, las Confesiones y el De Vita Christiana. También las Décadas de Tito Livio, las Sátiras de Juvenal, las Epístolas de Séneca, la gran Crónica General de Alfonso el Sabio los Remedios de va­ria fortuna y el De viris illustribus de Petrarca o el Libro della vita civile de Matteo Palmieri.

Podríamos seguir largo trecho Don Iñigo López de Mendoza que en política, fue intrigante y veleta o en ba­tallas valiente y estratega no cabe duda que en la cultura de su tiempo fue cabeza y principio de muchas co­sas. Entre otras de lo que podría lla­marse «bibliofilia» pero a lo grande. «Ese libro me interesa, pues que lo copien, lo traduzcan, lo escriban de nuevo con limpieza le ponga en cada página mis armas y emblemas». Así cada día cuando tras la campaña gra­nadina o la junta de Cortes, el mar­qués se retiraba a su viejo y oloroso palacio de Guadalajara.

De aquella gran Biblioteca, a su muerte quedó mínima parte. De forma inexplicable (yo al menos no al­canzo la razón de decisión tamaña) en su testamento decide que, para poder cumplir sus cláusulas devotas, sus ayudas a monasterios, a iglesias y menesterosos, se ponga a la venta entre otras cosas su Biblioteca, excepto cien libros que deberían quedar en poder de su primogénito Diego Hurtado, futuro primer Duque del Infantado. Se ignora si éste llegó a vender libros, joyas de tal magnitud, que tan queridas habían sido para el mar­qués. Parece poco probable que el heredero cometiera tal mezquindad. Pero hubiera podido ocurrir.

Sin embargo aquel gesto inexplica­ble del marqués de Santillana, lo enmendó su hijo, el primer duque, cuan­do al redactar su testamento escribió: «Otrosí, allende de lo suso escripto, mando al Conde mi fijo y quiero que haya por mayorasgo las mis casas de Guadalfajara e ansimesmo los libros que en mi librería y cámara se falla­ren; los quales es mi voluntad que non sean nin puedan ser enajenados por él nin por sus sucesores, más que siempre anden e sean acesorios a los otros bienes del mayorasgo, e de aquella mesma natura e calidad. E es­to porque yo deseo mucho que él e sus descendientes se den al estudio de las letras commo el Marqués mi se­ñor padre (Se refiere al marqués de Santillana), que santa gloria aya, e yo e muchos antecesores lo fesimos creyendo por ello ser mucho crecidas e alçadas nuestras personas e casas».

Ello significaba que los libros de los Mendoza habrían de quedar ya para siempre en poder del mayoraz­go esto es, del heredero del título sin poder desmembrar tal monumen­to de la cultura hispana. Así ocurrió y en el siglo XIX, cuando la fortuna de los Mendoza y Osuna caía al sue­lo, vendiendo aquí y allí palacios cas­tillos y territorios la Biblioteca qué ha­bía nacido en el siglo XV del amor de Santillana por la cultura clásica estaba en gran parte intacta y fue ad­quirida, en 800.000 pesetas, por el Es­tado Español, que la puso en la Bi­blioteca Nacional donde hoy se conserva dignísimamente guardada y ya en dos ocasiones (1958 y 1977) ha sido expuesta al público en sus salas de Exposiciones. Es ella, la Biblioteca de los Mendoza del Infantado, uno de los más señalados monumentos de la cultura española, que nació, como tantas otras cosas capitales, en este solar nuestro de Guadalajara.

Bibliografía:

AMADOR de los RÍOS J. Vida del Marqués de Santillana, Buenos Aires 1947.

SCHIFF, M.: La bibliothéque du marquis de Santillana, París, 1905.

PENNA M.: La Biblioteca de los Mendoza del Infantado, en el si­glo XV Madrid, 1958 (en el Catálogo de la Exposición de dicha Biblioteca en la Nacional de Madrid).

CALVO ALONSO‑CORTES, B. et al.: Los libros del Marqués de Santi­llana, Madrid 1977 (en el Catálogo de la Exposición de dicha Biblioteca en la Nacional de Madrid).