Una tarde en el castillo de Anguix

viernes, 19 octubre 1984 1 Por Herrera Casado

 

Hemos llegado a Anguix desde po­niente. El sol se recuesta sobre los montes heridos de Pastrana, sobre los encinares oscuros de la Alcarria, y pone una luz brillante, mágica, sobre el paisaje alborotado de las ori­llas del Tajo. Recorrer Guadalajara es andarse estos caminos sinuosos, que ahora tienen sus orillas doradas de los trigos vencidos, poniendo la mirada en un objetivo lejano, inaccesible si no es para las botas de ca­minantes. Y allá a lo lejos está, efec­tivamente, como un pendón de pie­dra pálida sobre el fondo durante azul del firmamento, el castillo: la silueta portentosa donde parece la­tir el pasado de estas tierras.

El castillo de Anguix es una típi­ca fortaleza «roquera», enriscada en lo alto de un serrijón de difícil ac­ceso, puesta como en vigía sobre el cauce hondísimo del río Tajo. El monte se cubre casi en su totalidad por una dehesa de encinas y algún fresno aislado. Se cruza de camini­llos que ha ido haciendo el ganado. Y se airea por un ventarrón seco y frío del norte, que parece levantar quejas de las copas de los árboles.

Arriba, en la montaña, aparece el castillo. Después de haberle visto y entrevisto en la distancia, altivo, majestuoso, recortado sobre el fon­do verdegris de las sierras conquenses, la presencia inmediata del edi­ficio es de gigantismo. Su mole pé­trea parece mantenerse ante nues­tros ojos como en un milagroso equilibrio. Un equilibrio que aguanta impertérrito desde hace ocho si­glos, y que serena el ánimo de quien ve en él la obra humana hecha con ánimo de perdurar ¿Cuántas cosas de las que hoy se hacen durarán ocho siglos, como este bastión que alguien, en un lejano día, quiso erigir para mirar desde sus almenas las puestas de sol sobre la Alcarria?

Merece la pena recorrerle en todo su perímetro. Anclado sobre una basamenta rocosa, irregular, tallada en algunos puntos para permitir el ac­ceso. La planta del castillo de Anguix es irregular, poligonal, con altos murallones en sus caras de po­niente, que por otro lado se han derrumbado casi totalmente. En las es­quinas, redondos cubos ascienden verticales a la altura, y arriba se les ve desmochados, perdido su almenaje. Un portón pequeño daba ac­ceso a la fortaleza por su cara occidental, y hoy es de muy difícil acceso, por haber recibido derrumbres del interior. El patio de armas está en irregular confusión de ruinas: se mezclan la roca con el violento acopio de cascotes, ya homogeneizado por el paso de los siglos. Aun puede verse (y debe verse, para evitar caer dentro, en un atrapamiento de imprevisibles consecuencias) la entrada o boca del aljibe del patio.

La torre del homenaje, que ca­racteriza al castillo de Anguix por su estampa altanera y prodigiosa, se coloca en el extremo suroccidental de la fortaleza. Fuertes muros de sillarejo se escoltan de cilíndricos cubos. No queda remate de almenas, aunque las tuvo. Desde el patio de armas, se accede al interior de la torre por su primer piso, a través de una puerta a la que, en sus días originales, había que subir por esca­la de madera, y que hoy queda muy accesible debido a los derrumbes del patio. El interior es un breve espacio cuadrangular, con redonda boca abierta en su suelo que da hacia el piso bajo, cuyo fin pudo ser de al­macén o prisión, pues no es pensa­ble que sirviera de aljibe, dado que estaba dicha entrada en un ámbito cerrado y cubierto. La voz que se dispersa desde el agujero del suelo, retumba dramática sobre los oscu­ros muros del recinto inferior. Una ventana a poniente deja ver el pai­saje, demasiado bello para aguantar largo rato mirando, del río Tajo perdiéndose, en el contraluz del atardecer, como una cinta retorcida de acero y silencio entre los bosques de las montañosas orillas. Sólo el viento, que rompe furioso contra las esquinas del castillo, da voz a la tarde. Quedan, es evidente, momentos mágicos, alucinantes, en la mo­notonía de la vida diaria: queda ese instante de ver, desde la altura de Anguix, latir la tierra sorprendente, con una fuerza que aumenta el si­lencio con que se arropa.

El techo de la torre, que se cubriría de una terraza a la que se su­bía por escalera de caracol incrus­tada en uno de los cubos esquine­ros, se ha hundido. Como se hundió en el olvido el cauce sucesivo de los avatares de la fortaleza. Aquí puede, quien quiere, paladear la his­toria. En los muros secos de Anguix se recogen mezcladas las historias y las leyendas. Breve apunte recordatorio para quien quiera centrarse en su devenir múltiple Alfonso VII donó el territorio a un cortesano to­ledano, Martín Ordóñez, quien en 1136 comenzó a edificar su castillo en este punto. Poco después, pasó a poder de la Orden de Calatrava, gran señora de la Alcarria baja, pero luego en el siglo XIV volvía al señorío real, y posteriormente a la familia de los Carrillo conquenses. Un año por el rey, otro por alguno de sus nobles, Anguix pasó de mano en mano a lo largo de la Edad Media. En 1484, hace ahora exactamente cinco siglos, vino a ser comprado por don Iñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, y en su casa y en la de los marqueses de Mondéjar, quedó ya para siempre, hasta hoy, en que pertenece también a otra familia mondejana.

Mientras los visitantes se exta­sían ante la aparición, en flash magnífico, de paisajes, siluetas, sombras y vientos, mi hija pequeña pide una explicación a este suceso mágico de ver tanta piedra, y con tanta perfec­ción ensamblada, sobre lo alto de un cerro desde el que no se ve ni un alma, y el aire parece alborotar, con el pelo, las ideas y los conceptos. Y mientras la luz de la tarde se va haciendo más y más dorada, y los oscuros bosques se funden en un tono gris como si buscaran el manteo con que abrigarse, le cuento a la pequeña, que mira sorprendida los altos muros, las solitarias venta­nas, una historia que no ocurrió, pe­ro que muy bien pudo haber sucedido:

Érase una vez una princesa, que cada tarde se asomaba a la ventana más alta, aquélla junto al cielo, y bordaba y lloraba, mirando el hori­zonte, esperando ver la aparición, allí por donde aquellos carrascales y el camino del príncipe que la que­ría, y que se había ido a luchar con­tra los moros, muy lejos, hacía mucho tiempo.