La revolución comunera, en Guadalajara

sábado, 22 septiembre 1979 2 Por Herrera Casado

 

Una de las etapas, más cortas y, sin embargo, más radicalmente cruciales de la historia de España, fue la revolución y guerra de las Comunidades, que de 1519 a 1521 conmovieron a Castilla entera removiendo en profundidad, más allá de la anécdota externa de un pueblo contra un rey que no sabía su idioma, los estamentos sociales y aún los conceptos políticos del Estado. El alzamiento de las ciudades castellanas, confederadas y finalmente unánimes en una reivindicación política, que desató una guerra, y finalmente una represión ingratas, no fue similar en las dos Castillas, y aunque en la Nueva fue Toledo muchas veces capitana, en la Vieja fueron Valladolid, Segovia, Medina, Zamora y otras las que mantuvieron su voz directora y original. Villalar, finalmente, tuvo en sus manos la definitiva sentencia. Como en tantas otras cosas, y movimientos socio‑políticos, Castilla en las Comunidades fue doble, y diferente en sus decisiones: la teoría de Manuel Criado de Val que viene a decirnos de la existencia de dos Castillas, tienen en el episodio de las Comunidades uno de sus más claros ejemplos.

Guadalajara, ciudad, y las villas y lugares de su tierra, de la Alcarria, mantuvieron en esta guerra un papel oscuro, secundario, resultante del indeciso y ambivalente criterio de sus hombres. Concejo libre, real, era Guadalajara en esa época. Pero sólo en teoría. Pues en la práctica dominaba todo el gran duque del Infantado, tercero de la serie, a la sazón don Diego Hurtado de Mendoza, a quien todos denominaban el grande por sus alardes de magnificencia despilfarradora y su ostentación y lujo. Gran señor de inmensas tierras, desde la Alcarria al Cantábrico, en Guadalajara era un vecino más, pero el más poderoso e influyente. Como toda la nobleza, en el discurso de las Comunidades, Mendoza estuvo claramente de parte del Emperador; y los ciudadanos, de una clase u otra, aunque en general tímidamente, de parte de los Comuneros. Vamos a ver, en breves pinceladas los pasos que dio la ciudad de Guadalajara y sus habitantes en este acontecimiento de la historia española.

Aunque de escasa población (unos 3.880 habitantes al comenzar el siglo XVI) Guadalajara era ciudad dedicada en parte a la industria textil, a diferentes manufacturas, y a la agricultura. Cuando en 1519, por noviembre, se juntan ya las ciudades castellanas (y Guadalajara tenía este rango desde el siglo XV) para parlamentar en torno al movimiento de rebeldía que crece, los arriacenses asienten con el movimiento, pero piden que la gestión ante el Emperador cuente con la unanimidad de todas las ciudades.

En las Cortes de Santiago y La Coruña, en las que Carlos I solicita del país una ingente contribución económica para su empresa imperial, con nuevos y mayores impuestos, fue vencida la resistencia de los procuradores representantes de las ciudades. Por Guadalajara acudieron a estas Cortes Diego de Guzmán (regidor) y Luís Suárez de Guzmán (simple vecino) que finalmente votaron a favor del Emperador. Era abril de 1520, y entonces estalla la chispa sangrienta de la revoluci6n. Al volver a sus respectivas ciudades, varios procuradores son perseguidos y ahorcados por el pueblo. En Guadalajara, la multitud atacó las casas de estos personajes destruyéndolas hasta sus cimientos, pero a ellos no lograron tocarles. Asaltaron también el alcázar y expulsaron a los magistrados municipales. Rápidamente se organizó la Comunidad en Guadalajara, quedando netamente destacados como sus cabecillas un carpintero, Pedro de Coca; un albañil, Diego de Medina, y un famoso letrado, muy allegado a la familia mendocina, don Francisco de Medina. En los primeros días de junio de 1520, fue este abogado el que, en una arenga ante la multitud reunida a las puertas de la iglesia de San Gil, proclamó la Comunidad en Guadalajara, y se eligió por Jefe al Conde de Saldaña, hijo primogénito del duque del Infantado, joven animoso e intelectual fue desde el primer momento comprendió el movimiento, y se adhirió a el.

La situación en la ciudad se puso tensa inmediatamente. El día 5 de junio, un importante motín estalla por calles y plazas; la multitud, con los dirigentes comuneros al frente, se dirige al palacio del Infantado, penetra en él y llega hasta la galería de poniente («el corredor del estanque») donde achacoso, gotoso y con miedo, estaba el duque don Diego. Este prometió que se haría portador, ante el Emperador, de las solicitudes del pueblo, pero recomendaba ante todo moderación, cordura y respeto al poder constituido. El motín siguió. El magnate, temeroso y con una corta guardia, pensó en huir a Buitrago, pero decidió en fin abocar a la represión, deteniendo a los cabecillas y encarcelándolos; desterrando a su hijo, el conde don Iñigo, a Alcocer; y ahorcando y dejando colgado a Pedro de Coca, el carpintero comunero, con lo que, el 21 de junio, ya podía escribir el duque al Cardenal Adriano, que la situación en Guadalajara era ya de absoluta normalidad. Pero pedía, en fin, que se hicieran algunas concesiones a la ciudad, especialmente en materia de impuestos, para evitar nuevos altercados.

A pesar de esto, los de Guadalajara enviaron su representante, ‑un tal Esquivel‑ a la Junta de las Comunidades. Junto con los de otras 12 ciudades, asistió a la solemne declaración emanada del concepto comunero de entender el Estado, pero el arriacense solamente firmó en los documentos como testigo, sin llegar a prestar juramento, quizás por no tener el suficiente poder de la ciudad para hacerlo. El caso es que cuando el ejército imperial irrumpió en Tordesillas, deteniendo a varios miembros de la Junta de Comunidades, quedó apresado el de Guadalajara, y por más que insistieron los de la Junta en que la ciudad renovara a su representante, ésta no lo hizo. Se ve, pues, cómo la actitud de Guadalajara en este evento histórico fue reservada, y aunque el fondo, la generalidad del pueblo era comunero, nunca estuvo abierta y declaradamente con ellos.

Acabada la guerra, aparecen los encarcelamientos y la represión a los directamente implicados. El 27 de diciembre de 1521, muchos arriacenses temen el castigo, y el pueblo acude, nuevamente, a visitar al duque en su palacio. Achacoso, comido de la gota, éste les recibe y promete defenderlos. La gente pide que la ciudad conserve, al menos, sus privilegios y franquicias, y que no sean castigados los revoltosos. Quizás no fue del todo mala la intercesión del duque ante el Emperador Carlos, pues al salir a luz pública el decreto de amnistía el 1 de noviembre de 1522, en la ciudad de Guadalajara se produce un perdón general, siendo exceptuados de él solamente cuatro individuos. Dos de ellos pertenecientes al estado llano, y uno, un tal Torrente, con categoría de pobre de solemnidad, pues toda su fortuna consistía en algunos muebles por valor de 347 maravedises. Del estado correspondiente al patriarcado urbano, figuran con castigo Juan Urbina, y el bogado Francisco Medina, que era hombre rico y muy querido de la ciudad.

Como se ve, nada notable aconteció en nuestra ciudad con ocasión de la revolución y guerra de las Comunidades: algunos motines y el ahorcamiento de uno de los más destacados rebeldes, pero nada de importancia en cuanto a azares guerreros o destrucciones ciudadanas. Parece la nota más característica, en este episodio de nuestra historia, un cierto recelo a tomar partido por ningún bando, y una clara voluntad, a pesar de que las ideas estaban muy claras en las mentes de todos, de salvar la convivencia ciudadana por encima de los demás problemas. En brevísimo y casi telegráfico texto, este es el recuerdo de las Comunidades de Guadalajara (del programa de fiestas de Guadalajara 1979)