Viaje al pasado: Chilluentes

sábado, 11 noviembre 1978 1 Por Herrera Casado

 

Aún quedan, en los últimos rincones del Señorío de Molina, sorpre­sas que nos esperan a los que siempre buscamos el último dato, el descu­brimiento de un nuevo paisaje, de una piedra, que, por mínima que sea, nos hable del pasado y de él nos dé testimonio.

Fue hace algunos veranos, en días de tórrido calor, un amanecer fresco y trans­parente como suele haberlos en el Señorío de Molina, que con un buen amigo mío, Teodoro Alonso, nos lanzamos, desde Tartanedo, a la búsqueda de lo que, en viejos papeles y en hablas populares, deberían ser los restos mínimos de un pueblo molinés que, hace ya siglos, quedó abandonado. Se trataba de Chilluentes.

En Tartanedo, en Concha, en Pardos y Aragoncillo me hablaron de él. Las gentes de Molina, que guardan siempre un caluroso amor entrañable hacia su historia y su pasado, decían de la torre y las ruinas de Chilluen­tes. En medio de las serranías de Aragoncillo, entre bosques de encinas y trigales, sin caminos posibles de acceso, salvo el caminar constante, de­bería aparecer el antiguo poblado.

Algunos antiguos testimonios escritos encontré a este respecto. Sánchez Portocarrero, el cronista molinés del siglo XVII, y don Gregorio López de la Torre y Malo, en su libro impreso en 1746 sobre la «Corográfica descripción del … Señorío de Molina», hablaban de Chilluentes. Este úl­timo decía así: «Chilluentes es un pueblo reducido a nada, haviéndose despoblado el año de 1620. Está al pie de la sierra de Aragoncillo: tiene una atalaya y una iglesia dedicada a San Vicente Martyr; lo han equivo­cado con Chilluerentes, que era un despoblado el año de 1479, el que es­taba a donde llaman el «Campo de la Torre» en la Ermita de San Pedro; pues Chilluentes consta siempre haver sido lugar poblado con bastantes vecinos, por los libros de la iglesia de Concha y por otros papeles jurí­dicos».

A este casi mítico rincón llegamos con relativa facilidad en automóvil. El lugar, en cuanto a paisaje, una maravilla: asienta en hondo valle, por cuyo fondo pasa un arroyo, casi seco en el verano. Al norte sólo le pro­tegen algunos altillos de carrascas y encinares. Al sur se levanta alta serie de montañas, las que por allí llaman de Aragoncillo, con bosques escuetos de robles y encinas; algún pino y altas praderas verdes y jugosas. En el fondo del valle, trigo y cebada. No se utiliza el regadío.

Sobre una eminencia del terreno, orgullosa sobre el valle, se alza la torre que fue fortísimo bastión defensor del pueblo. Sólo quedan tres pa­redones, habiéndose derrumbado, hace ya muchos años, el cuarto. Pero lo que queda es tan alto y tan fuerte que su presencia sobrecoge. Venía a tener el torreón unos cinco pisos de altura. El aparejo de la basa, en talud puesto, con sillarejos cruzados en zig‑zag, muestra inequívocamente su origen altomedieval. A partir del segundo piso es construcción posterior, medieval, con algunos ventanales y un remate de almenas. En derredor de la torre, abundantísimas piedras, caídas de ella misma, y provenientes de otras construcciones adosadas, y de casas incluso.

El otro resto visible, por milagro salvado del antiquísimo pueblo de Chilluentes, es la iglesia parroquial, hoy ermita abandonada, de San Vi­cente mártir, y rodeada de pálido cereal y algunas zarzas. Presenta hun­dida toda su parte orientada a poniente, en la que iría la espadaña o to­rrecilla de las campanas. El hueco de ese hundimiento ha sido tapiado posteriormente, en un elogiable afán del dueño del terreno por conservar el pequeño monumento. La ermita es de una sola nave, de cubierta de teja sobre armazón de madera de sabina. Los muros, fuertes, de aparejo simple, con sillares bien tallados en las esquinas. El ábside es semicircu­lar, con someros modillones lisos sosteniendo el alero. En su centro surge el detalle más sorprendente, esperado por el viajero, culminación de sus deseos: un ventanal aspillerado y de vano semicircular, en cuyas jambas se ven grabadas tres grandes figuras geométricas, como estrellas diferentes inscritas en círculos, obra indudablemente románica, con visos de clara influencia de ese estilo.

Se pasa al interior por un pequeño portón de arco semicircular, en el muro norte. Dentro, aún surgen las sorpresas: los restos de la pila bau­tismal, románica también, de copa tallada en múltiples molduraciones, apa­recen dispersos por el suelo, y aun formando parte del aparejo de los muros. Aquí, también, y en un bancal corrido que se adosa a todo lo largo de nave y ábside, se ven algunas lápidas o estelas funerarias, de tipo me­dieval, con círculos de piedra en los que van inscritos y tallados cruces y círculos varios. Son piezas curiosas y, por supuesto, de alto valor histórico.

Desde un cerrete que surge al mediodía de lo que fue Chilluentes, los viajeros contemplan, todavía con el fresco aire de la mañana, las lejanías del Señorío molinés, que se extienden hacia el norte por Establés, Turmiel, Balbacil y Codes: los campos y montes de oscuras manchas desvencija­das, en las que la sabina alterna con el bajo matorral, con la encina y la piedra gris, se hacen poco a poco difusos e inabarcables. El aire resuena y vibra. Urracas y grajos, grillos y saltamontes, en toda la dimensión del planeta. Y ahí, abajo, sobre la ruina -un castillo y una iglesia románica- de Chilluentes, el silencio también, denso de historias humanas, de diluí­dos recuerdos… Merece el viaje; queda en el pecho este acercarse al pa­sado de la tierra molinesa, como un cofre viejísimo puesta ante nuestros ojos.