Alcallech, Buenafuente y Grudes

sábado, 24 mayo 1975 1 Por Herrera Casado

 

La pauta inicial de los cenobios religiosos, en el Señorío de Molina, la dieron los canónigos regulares de San Agustín en tiempos del primer conde molinés, don Manrique de Lara, regente que fue también del reino caste­llano durante la minoría de Alfonso VIII.

Parece ser que hacia 1136 ya se instalaron, cerca del Tajo, en lo que entonces era frontera con Al-Andalus, un par de conventos de estos mon­jes venidos de Francia. Dice así Sánchez Portocarrero al hablar de ellos: «El principal destos dos conventos era el de Santa María de Alcallex, junto del lugar de Aragoncillo, a menos de dos leguas de Molina, cuyo sitio oy conserva el nombre con el templo de su conbento, y una antiquísima ima­gen de Nuestra Señora». El otro monasterio, al que se refería, filial del primero, era el de Buenafuente.

No es hasta 1176 que aparece el primer documento de estos monasterios, dando fe de su existencia en aquella remota edad. Sus habitantes eran venidos del monasterio del Monte Bertaldo, en la diócesis Xantonense, y su aliento culturizador fue extraordinario. Ellos iniciaron nuevos sistemas de explotación agrícola e industrial. Por ello fue que en dicho año de 1176, el conde de Molina, don Pedro, les confirmó la tenencia de las salinas de Anquela, que les habían regalado don Juan de Coba y doña Carmona.

Un año después, en 1177, y desde el cerco a que estaba sometiendo a Cuenca, para su conquista, Alfonso VIII extendió un privilegio rodado por el que decía recibir bajo su amparo a los conventos de Alcallech y Buena­fuente, y liberar sus ganados del pago de impuestos. Incluso unas fechas después, y estando en el mismo lugar, este monarca concede a dichos ca­nónigos la heredad del Campillo, en término de Zaorejas, en la misma orilla del río Tajo, con la condición de que hagan allí un nuevo monasterio. Esto es: que sitúen, ya en la margen sureña del gran río, un puesto de avanzadilla contra la raza que él combate en Cuenca. ¿Habían conquistado estos canónigos la orilla del Campillo? Es muy probable que sí, y por esto la reciben en donación de su rey. Las leyendas que formaron ya en la mis­ma época y se elaboraron con los siglos dicen que el propio rey Alfon­so VIII, al regreso de su triunfal campaña sobre Cuenca, pasó en persona por el monasterio de Alcallech «a hazer sus Votos» y agradecer a la Virgen y a los canónigos su ayuda y sus oraciones. Esto lo cuenta Rizo en su «Historia de Cuenca». En cambio, el licenciado López Malo señala que el rey Alfonso visitó Buenafuente y Alcallech antes de emprender la campaña de Cuenca. La leyenda, como se ve, llega borrosa y desdibujada hasta el siglo XVII en que escriben estos autores. Añade Sánchez Portocarrero que «flo­recieron en estas Casas muy perfectos varones en santidad, particularmente en la de Alcallech, donde era prior don Juan, varón de admirable virtud a quien acudían con zelo cristiano los señores y vecinos desta provincia y de otras, con sus votos y ruegos».

El caso es que por aquella misma época, en 1182, Domingo Pedro de Cobeta, el Rojo, y su mujer, doña Margarita, dan a los canónigos de Alcallech una heredad que tenían en Grudes, para que levantaran allí otro nuevo monasterio. Cinco años después, el conde don Pedro de Molina confirma esta merced y vuelve a insistir en que allí se haga monasterio en honor de la Santísima Virgen. En el mismo año de 1187, Esteban Hernández de Molina concede a los monjes de Alcallech una posesión llamada Algazabatén, para que con ella aumenten la de Grudes. Y al año siguiente, el rey Alfonso, estando en Toledo, autoriza a los canónigos para que compren un terreno junto a la desembocadura del Gallo, en lo que hoy se conoce como «Puente de San Pedro».

La suerte de todos estos lugares, en un principio fuertes bastiones para la defensa del territorio cristiano, fue diverso con el transcurrir de los siglos. Sólo una de estas instituciones, el monasterio de Buenafuente, ha llegado vivo hasta nuestros días, aunque en manos de la Orden del Císter, cuyas monjas lo ocupan desde 1246. La iglesia de este cenobio, obra románica, típicamente francesa, de finales del siglo XII, es cuanto queda de aquella presencia varonil y místico‑guerrera. El resto de las edificaciones son añadidos posteriores y, por supuesto, mucho menos interesantes artís­ticamente.

El convento de Alcallech, a pocos kilómetros del lugar de Aragoncillo, estuvo habitado hasta finales del siglo XV, y ya en el XVII era prácticamente una ruina. Se situaba en lo hondo de un pequeño vallecillo que baja desde el pico de igual nombre. El invierno pasado, un pastor nos señalaba el lugar que llaman «la dehesa de las monjas», y en el que sólo algunas piedra talladas y tejas rotas señalan la existencia de un antiguo y edificio.

Más difícil es precisar algo sobre Grudes. Sánchez Portocarrero en su «Historia del Señorío de Molina» da el documento de fundación de este monasterio, y dice que el «Tumbo de Buenafuente», hoy en el archivo monasterial de Huerta, le señalaba situado junto al pueblo de Prados Redondos, allí donde está situada la ermita de San Bartolomé. Su efímera vida nada dejó de su memoria. Pero el lugar de su emplazamiento, que no está, ni mucho menos, confirmado, es más probable que fuera en los alrededores de Cobeta, pues gentes de este pueblo fueron a apear la heredad de Grudes, que fue de donación de Domingo Pedro de Cobeta, y como tercer punto en apoyo de esta teoría podemos decir que la heredad de Algazabatén, temprana donación a Grudes, estaba en el término de Cobeta.

En el Campillo, por supuesto, nada se llegó a construir. Su nombre quedó en el pequeño soto o huerto que riega el riachuelo que baja a Zaorejas, y viene a caer en el Tajo formando la grande y espectacularmente bella «cascada del arroyo del tío Campillo».

Los otros monasterios medievales que el Señorío de Molina contó entre sus fronteras fueron los del barranco de la Hoz, la dehesa de Arandilla y Peralejos de las Truchas.

El dato de la existencia de monjes en Peralejos de las Truchas lo hemos encontrado en la «Historia de Poblet», del pa­dre Finestres, donde se hace referencia a que en 1194, un grupo de mon­jes cistercienses llegó al lugar de Peralejos, en las márgenes del Tajo, y entre unos peñascos inaccesibles hicieron un monasterio, que, dos años después, trasladaron al que hasta hoy ha sido conocido con el nombre de «Monasterio de Piedra», en la actual provincia de Zaragoza. La presencia de estos monjes en esa fecha y ese lugar es también muy significativa del alto valor estratégico, militar y espiritual de que siempre gozó el Alto Tajo.